La rica herencia grecorromana le dio a la Iglesia herramientas conceptuales para dar una definición acerca de lo que es el hombre. Con ese fundamento teórico, los Padres de la Iglesia –siguiendo a los sabios helenos, pero anclados también en la Escritura-, pudieron explicar cuáles eran las virtudes fundamentales sobre las que se debe desarrollar la vida humana: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. Los maestros espirituales de los primeros siglos reflexionaron también sobre los vicios capitales que degradan al ser humano. La vida virtuosa, enseñada por los maestros antiguos y propuesta por la Iglesia, supone un conocimiento intelectual del Bien que se debe alcanzar. Obrar bien es obrar conforme a la Verdad. En el caso del hombre, de acuerdo con lo que él es. O sea que la vida buena se apoya en la vocación metafísica del hombre. No es un tema menor, a pesar de todo lo que nos plantea el pensamiento moderno y posmoderno, saber lo que cada cosa es.
La cultura clásica elevada al Orden Sobrenatural dio como fruto la conformación de la civilización cristiana medieval, o lo que es lo mismo: la Cristiandad. Una civilización que, en medio de todas las debilidades humanas, se edificó en tensión hacia el Reino de Dios:
“Las primitivas sociedades consideraban los actos fundamentales de la vida como repeticiones de un prototipo mítico, que renovaba en el tiempo histórico la formulación de un acto creador correspondiente al paradigma primordial…
La tradición cristiana invierte la relación del hombre con el arquetipo divino, porque coloca el paradigma al fin y no al principio de la historia. Con esta transposición de términos en la relación religiosa,da al movimiento históricocultural un dinamismo sin precedentes en las sociedades antiguas. La existencia humana ya no es la búsqueda de una semejanza con el modelo primigenio, sino la participación activa en la realización de ese Reino de Dios a instalar definitivamente al final del tiempo histórico.
La idea de un homo viator, de una humanidad itinerante hacia el Reino de Dios, impregna la ciudad cristiana de su fuerza mística y convierte las obras de la cultura en una suerte de hierofanía militante, tensa como la cuerda de un arco. El arte y las instituciones cristianas, tanto como su teología, son claros testimonios de esta activa tendencia hacia una realización allende el tiempo y el espacio mundanos. El cosmos entero, en la raíz de su dinámica física, parece participar en el esfuerzo de la nueva creación y convierte sus elementos fundamentales: el espacio, el tiempo, el agua, el pan y el aceite, en los signos sensibles de una realidad rescatada de la corrupción y de la muerte. El modelo arquetípico es ahora causa ejemplar del movimiento realizado en mancomunidad por la gracia de Dios y la libre voluntad del hombre.” (RUBÉN CALDERÓN BOUCHET. Apogeo de la Ciudad Cristiana. Dictio. Buenos Aires. 1978, pp. 11-12)
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