Desencadenados los hechos del año 10 no vemos aparecer al adolescente Juan Manuel de Rosas en el proceso que consolidó nuestra soberanía. Recién a partir de la anarquía que se desata en el año 20 como consecuencia de las disensiones ocasionadas por la Revolución veremos al joven estanciero avanzar a la ciudad para colaborar en el restablecimiento del orden. Rivanera Carlés elabora argumentos para justificar su ausencia en momentos tan trascendentes en la evolución de la historia patria:
“Estallado
el movimiento revolucionario (Rosas tenía 17 años), el patricio mantúvose es
verdad, alejado de él y, este hecho, común en otros próceres, ha sido un arma
de que se han valido sus detractores para acusarle de antipatriota...
Criado en un hogar patriarcal..., tradicionalista por excelencia; respetuoso y obediente para su rey y señor; creyente en la más amplia acepción de la palabra, consideró a la Revolución de Mayo, al igual que sus padres, no como un anhelo de libertad, sino como una rebelión de aquellos elementos liberales que traían al seno de Buenos Aires las nuevas ideas implantadas por los republicanos franceses.”[1]
Años después, durante su segundo gobierno nos dará una justa apreciación de los hechos de Mayo:
“¡Qué grande,
señores y qué plausible debe ser para todo argentino este día (el 25 de mayo),
consagrado por la nación para festejar el primer acto de soberanía popular, que
ejerció este gran pueblo en mayo del célebre año de mil ochocientos diez! (…)
No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituidas, sino
para suplir la falta de las que acéfala la Nación, habían caducado de hecho y
de derecho. No para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para preservarle
la posesión de su autoridad, de que había sido despojado por el acto de
perfidia. No para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino
para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos en disposición de
auxiliarlos con mejor éxito en sus desgracias. No para introducir la anarquía,
sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al abismo de males, en que
se hallaba sumida España.
Esto, señores fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo
Abierto celebrado en esta ciudad el 22 de mayo de mil ochocientos diez.”[2]
Por otra parte eleva la fiesta del 9 de julio al mismo rango que la del 25 de mayo. Durante su Gobierno se “promulga el decreto del 11 de junio de 1835, en el que se separan las fiestas del 25 de mayo y del 9 de julio, estableciéndose que en ambas se ‘celebrará misa solemne con Te Deum en acción de gracias al Ser Supremo por los favores que nos ha dispensado en el sostén y defensa de nuestra independencia política’.”[3]
Señalábamos que el futuro restaurador irrumpe en la vida pública argentina a partir de la crisis desatada tras la caída del Directorio y del Congreso en 1820. Veamos pues, en líneas generales la situación internacional y local del momento.
1- El contexto internacional
El siglo XIX estuvo marcado por las grandes transformaciones operadas en Europa desde finales de la centuria anterior. Éstas fueron muchas y profundas, aunque podemos reducirlas a cuatro de mayor importancia: la convulsión permanente que afecta a las naciones occidentales a partir de la difusión del pensamiento revolucionario -liberal, primero; socialista y anarquista, después-; la acción corrosiva de las logias masónicas, difusoras de las ideas revolucionarias; la expansión del capitalismo; el predominio que adquiere a nivel mundial Gran Bretaña[4].
Las naciones hispanoamericanas nacidas a la vida independiente a lo largo de la década del 10 no pudieron escapar al influjo de la situación mundial. Muchos miembros de las elites dirigentes se adhirieron a las ideas liberales, en las que esperaban encontrar las fórmulas para organizar los nuevos estados. Además formaron parte de logias masónicas y procuraron introducir a sus naciones dentro de la órbita comercial de Gran Bretaña. Justamente fue esa nación la primera en reconocer las independencias de los nuevos países, exigiendo a cambio la celebración de tratados comerciales ampliamente favorables a los intereses británicos[5]. Como respuesta a esta situación se fueron conformando en Hispanoamérica partidos que levantaron las banderas de la tradición y de la auténtica independencia frente a cualquier poder extranjero. Esta división entre liberales y conservadores provocó tremendas guerras civiles que desangraron a nuestras patrias a lo largo del siglo XIX. Era la lucha entre la Hispanidad y el Liberalismo, cuyos agentes en estas tierras eran la Masonería y los intereses económicos de Gran Bretaña[6].
2- La situación argentina
La situación general hispanoamericana descripta se dio también en nuestra Patria. En una obra dedicada al estudio de la Masonería y de su accionar en el mundo y en Argentina, leemos:
“Después del año 1820 ya se perfilan netamente los dos grupos
antagónicos de la política argentina. El grupo minoritario de los unitarios,
rivadavianos y logistas donde militaban los ‘liberales’ y extranjerizantes; y
el grupo mayoritario de los federales, donde militaban, en lo esencial, los
argentinizantes, los defensores de lo criollo, lo tradicional, lo popular, lo
nacional, lo católico, lo auténticamente argentino hispano-cristiano.
El masón Zuñiga afirma que dentro del unitarismo predominaba el elemento masónico liberal de Buenos Aires, y la masonería con su influencia, dirigía, como el timón oculto de una nave (...) Rivadavia representaba a este grupo, pero en realidad los verdaderos autores de su política ‘liberal’ y persecutoria de la Iglesia eran los contados integrantes de la elite liberal porteña, manejada por la diplomacia y la masonería inglesas y por los resabios de la política regalista de los borbones (...) Estos fueron los que encaramaron en el poder a Rivadavia (...) y los que desataron la ignominiosa persecución difamatoria contra San Martín (...) El intento autoritario de Rivadavia y sus seguidores en las llamadas ‘reformas eclesiásticas’, era a todas luces cismático (...) Todo el pueblo se levantó indignado al grito de ¡Viva la religión! ¡Mueran los herejes! y su clamor se hizo escuchar con arrebatadora elocuencia impregnada de intrepidez y patriotismo por sus auténticos voceros: Mariano Medrano, Pedro Castro Barros, Cayetano Rodríguez, Fray Justo Santa María de Oro y Francisco Castañeda, que interpretaron valientemente la angustiosa queja del alma nacional.”[7]
La cita precedente nos deja bien claro que a lo largo de la década del 20 los grupos liberales ligados a la masonería y a los intereses comerciales de Gran Bretaña intentaron construir un país de espaldas al auténtico ser nacional. El principal representante de este grupo, y que ejerció un gran influjo en esos años fue Bernardino de la Trinidad Rivadavia. Frente a él se alzó el grupo defensor de la auténtica nacionalidad representado por hombres como Fray Francisco de Paula Castañeda, Facundo Quiroga o Manuel Dorrego[8]. En efecto, esta década la podemos dividir en tres períodos:
a) De 1820 a 1824: La caída del Directorio y del Congreso provocó un vacío de poder a nivel nacional que fue salvado a nivel local por los gobernadores provinciales. En esta etapa muchas ciudades comienzan a ejercer el dominio sobre las regiones rurales que las rodean, separándose de las antiguas capitales de intendencias. De este modo, de las tres intendencias que había en 1810 en lo que hoy es nuestro territorio nacen en la década del 20 las provincias sobre las que luego se constituirá el futuro Estado argentino. La nueva provincia de Buenos Aires pasa unos meses de seria anarquía de la que puede salir cuando accede al gobierno el General Martín Rodríguez. La acción de Juan Manuel de Rosas, que irrumpe en la vida pública con sus “colorados del Monte” fue fundamental para sostener al nuevo gobernador. Pero pronto el orden alcanzado se iba a ver empañado por la acción nefasta del personaje que eligió Rodríguez como Ministro de Gobierno: Bernardino Rivadavia. Éste se propuso convertir a la ciudad de Buenos Aires en una moderna urbe europea. Para ello consideraba que se debía actuar contra las instituciones tradicionales heredadas del período hispano, lo que permitiría transformar a una sociedad fundada sobre los valores de la religiosidad y del heroísmo en una civilización mercantil dominada por la libra esterlina. Con estos propósitos suprimió el antiguo cabildo, realizó una reforma que afectó a las instituciones armadas -fundamentales desde las Invasiones Inglesas y durante la lucha por la independencia-, y concretó un viejo proyecto al crear la Universidad de Buenos Aires, la cual debía ser -en la intención del Ministro- el foco intelectual desde el que se irradien de las nuevas corrientes filosóficas. Para llevar a cabo ambiciosas obras que transformaran a la provincia, y que nunca se concretaron, solicitó en Londres un empréstito a la banca Baring Brothers de un millón de libras esterlinas, de las que sólo se recibieron 560.000. Pero la reforma que más oposición suscitó fue la religiosa. Se propuso limitar el número de miembros de las congregaciones religiosas, secularizar parte de sus bienes y suprimir algunas. Estas medidas generaron las revueltas dirigidas por Tagle, que fueron duramente reprimidas. Pero la memoria del “hereje” Rivadavia ya no se borró del imaginario colectivo. En el futuro, los que se levantaran contra el unitarismo lo harían en nombre de la Religión. Y los que ejercieran el gobierno en la Provincia de Buenos Aires, en particular Dorrego y Rosas, se propondrían reparar parte de los daños religiosos provocados por don Bernardino.
b) De 1824 a 1827: En esta etapa termina su mandato Martín Rodríguez, siendo reemplazado como gobernador de la Provincia de Buenos Aires por el general Las Heras. En 1824 se reúne un Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas en Buenos Aires. En el ínterin se desata la guerra con el Imperio del Brasil por la Provincia Oriental. La grave situación internacional obligó al Congreso a elegir una autoridad nacional, siendo elevado a la Presidencia Bernardino Rivadavia. Durante su brevísimo mandato debió enfrentar, aparte del problema de la guerra, el conflicto generado por la sanción de una Constitución unitaria en 1826. Procurando solucionar el conflicto externo envió a José Manuel García a negociar a Río una paz deshonrosa que contradecía la suerte favorable que las armas argentinas habían tenido conducidas por militares de la talla de Alvear, Lavalle, Paz, Iriarte y el almirante Brown. Las pasiones internas se profundizaron y en 1827 el presidente presentó su renuncia. Fue reemplazado por Vicente López y Planes, quien al poco tiempo también dimitió, disolviéndose además el Congreso. La Nación quedó dividida en provincias autónomas. La provincia de Buenos Aires que había sido dividida durante la experiencia unitaria fue reconstituida, siendo elegido gobernador el líder federal Manuel Dorrego. Como encargado de las relaciones exteriores de las Provincias argentinas le tocó la difícil tarea de firmar la paz con el Brasil. La ausencia de recursos para continuar la guerra lo obligó a aceptar la propuesta del mediador inglés, y la Banda Oriental se convirtió en una República independiente. El Reino Unido lograba crear un estado tapón entre el Imperio del Brasil y la Argentina, en un punto estratégico: el estuario del Río de la Plata. Montevideo, la capital de la naciente república se convertiría en un emporio comercial hacia el que confluirían las potencias europeas.
Las tropas argentinas que regresaron de la guerra disgustadas con el acuerdo alcanzado fueron tentadas por los jefes del unitarismo para derrocar a los gobiernos federales. El general Paz se dirigió al interior logrando tomar Córdoba para desde allí dirigir su influencia hacia las provincias del norte, logrando conformar en esa región una “Liga Unitaria”. El caudillo que lo enfrentó fue Facundo Quiroga[9].
Por su parte, el general Lavalle entró en
la provincia de Buenos Aires y logró vencer, derrocar y hacer fusilar a Manuel
Dorrego[10].
Lavalle quedó al frente de la Provincia de Buenos Aires. Sin embargo, al sur de
la misma se preparaba para hacerle frente el encargado de las milicias de la
Provincia, el General Rosas, que tras la muerte de Dorrego quedaba como jefe
natural del federalismo porteño. Desde el litoral Estanislao López, gobernador
de Santa Fe, se une a Rosas en su lucha contra Lavalle. Éste no pudo mantenerse
en el poder. En 1829, la Legislatura de Buenos Aires elige como gobernador a
Juan Manuel de Rosas. Con este hombre la República alcanzaría finalmente el
orden deseado desde 1810. Una copla de 1836 exaltaba el orden alcanzado con
Rosas:
“Honor y gratitud
Pueblos y hermanos
A Rosas que a su patria
Salvó de los tiranos.
Que vivan los federales
Mueran los que no lo son
¡Viva Juan Manuel de Rosas!
¡Viva doña Encarnación!
Comercio, ciencia y artes,
Orden, Paz y Religión,
Son los bienes que prodigas
¡Oh, Santa Federación!”
[1] Rivanera Carlés, Raúl. Rosas.
Ensayo biográfico y crítico del Brigadier General de la Confederación Argentina
y fundador del Federalismo. Serie Historia Argentina.
Liding. S. A. Buenos Aires. 1979, p. 35. La auténtica
revolución fue un hecho político que dio respuesta a la crisis del Imperio
Español, y estuvo protagonizada por el Regimiento de Patricios. No hubo nada
que tenga que ver con la “soberanía popular” (supuestamente expresada en el
Cabildo Abierto del 22 de mayo, según la historia “clásica”). Moreno fue un
“arribista”, llegado a último momento a la Junta creada el 25, quien terminó
–junto a la camarilla de intelectuales “ilustrados”- controlando la labor del
nuevo gobierno. La postura de Moreno no fue ni independentista ni republicana.
Su objetivo fue seguir una línea “reformista”, manteniendo la Fidelidad al “Rey
cautivo”. El reformismo morenista se proponía continuar con la ruptura iniciada
por los ministros ilustrados de los últimos Borbones. Díaz Araujo es clarísimo
al respecto: “en lo cultural admiraba a
los Iluministas franceses y en lo económico prefería los negocios con los
británicos, en lo político se mantenía leal a la Corona española (…), más que
un ‘revolucionario’, si tomamos esa voz en una acepción estrictamente
ideológica, convendría contarlo entre los ‘reformistas’ ilustrados”. Unos
renglones antes, el autor aclaraba que se trataba de “un ‘reformista’, a la manera de
la Ilustración española”. (Mayo revisado,
T. III)
Castelli, fue comisionado por la Junta
manejada por “el numen de Mayo”, para
imponer en el interior, a sangre y fuego, la obediencia al nuevo orden, recurriendo para ello “a métodos repudiados por la moral ortodoxa: engañando, traicionando,
intrigando” (Federico Ibarguren, Así
fue Mayo. 1810-1814. Buenos Aires. Theoria. 1985, p. 59); y sembrando el
espíritu de “revolución social”, apostrofando a los indios altoperuanos en las
ruinas del Templo del Sol de Tiahuanaco
“sobre los abusos y crueldades del despotismo y los beneficios de la
libertad”; al tiempo que un grupo de
la soldadesca se burlaba de la fe religiosa sencilla de otro grupo de indios y
mestizos “arrancando la cruz (ante la que
éstos se encontraban postrados) de su sitial”. Monteagudo, por su parte, “vestido con ropas de sacerdote, se trepó en
Potosí al púlpito de una iglesia y pronunció un sermón sobre el tema: ‘La
muerte es un largo sueño’” (Ibídem,
62). Estos hechos quitaron toda
popularidad al ideal de Mayo en el Alto Perú. Algunos años después, don Manuel
Belgrano, con el espíritu de disciplina impuesto a la tropa, y su ferviente y
auténtica manifestación de religiosidad reparará, en parte, el daño hecho por
aquellos ideólogos.
Contra todos estos innovadores podemos
admirar la figura del fraile franciscano Francisco de Paula Castañeda, quien
reconociendo la justicia del proceso iniciado en Mayo se opuso a los ideólogos
que buscaban romper con la Tradición y empezar de cero. Explica el Padre
Guillermo Furlong que “lejísimo de
utopías soporíferas, de iniciaciones arcanas, de proyectos hinchados, no pocas
veces evidentes desvaríos (…)”, proponía el fraile una solución muy
sencilla ante la anarquía desatada por la Revolución: “lo que hace falta es que los hombres todos aprendan a obedecer,
primero a Dios y después a sus párrocos, a sus alguaciles de barrio y a toda
humana creatura por amor de Dios”.
En un sermón
pronunciado en 1818 ante el Director Pueyrredón afirmó que lo que conviene a la
vida social es “recibir la virtud del
santo espíritu”, y que la verdadera libertad “consiste en tratarse (los hombres) como hijos, que son de un mismo
Padre”. Se refiere luego a las “almas
contemplativas (…) que buscando primero el reino de Dios y su justicia, logran
por añadidura los bienes temporales de libertad, honor y fortuna”. De este
modo afirmaba el valor y la primacía que siempre ha tenido la vida
contemplativa en la Civilización occidental (Furlong, Guillermo. Fray Francisco de Paula Castañeda. Un
testigo de la naciente Patria Argentina. 1810-1830. Ediciones Castañeda.
Buenos Aires. 1994).
[2] http://criticarevisionista.blogspot.com.ar/2013/01/el-pensamiento-tradicionalista-y.html
Uno de los principales colaboradores del Restaurador, su primo Tomás Manuel de Anchorena, le dejó en dos carta su visión del proceso revolucionario argentino, del que él había sido principal protagonista. Escribe en una de ellas: “Vuestra Merced sabe que el 25 de mayo de 1810, o por mejor decir el 24, se estableció por nosotros el primer gobierno patrio a nombre de Fernando VII y que bajo esta denominación reconociendo como nuestro rey al que lo era de España nos poníamos sin embargo en independencia de esta nación (...); para preservarnos de que los españoles, apurados por Napoleón, negociasen con él su bienestar a costa nuestra, haciéndonos pavo de la boda. También le exigimos a fin de aprovechar la oportunidad de crear un nuevo título para don Fernando VII y sus legítimos sucesores con que poder obtener nuestra emancipación de la España y que considerásenos una nación distinta de ésta, aunque gobernada por un mismo rey, no se sacrificasen nuestros intereses a beneficio de la península española; pues a todo esto nos daba derecho no sólo el habernos defendido de los ingleses sin auxilio alguno de la España, manteniéndonos siempre fieles y leales al soberano que lo era de la España, sino también el nuevo sacrificio y esfuerzo de lealtad que entendíamos hacer erigiendo un gobierno a nombre del rey cautivo que conservase bajo su obediencia estas provincias durante su cautiverio (...) De este modo era como yo oía discurrir entonces a los patriotas de primera figura en nuestro país; y todos los papeles oficiales no respiraban sino entusiasmo por la obediencia y subordinación a Fernando VII (...)” (Irazusta, Julio. Tomás M. de Anchorena. Huemul. Buenos Aires, pp. 20-21.)
[3] Caponnetto, Antonio, Notas sobre Juan Manuel de Rosas. Katejon. Buenos Aires. 2013, 77.
[4] El siglo XIX fue una época de difusión de una mentalidad liberal,
materialista, de ruptura con el pasado, relacionada con el dominio que en las
grandes potencias van tomando los sectores burgueses. Todo esto representa lo
opuesto al espíritu de la Hispanidad,
que se caracterizó históricamente por su concepción tradicional, teológica,
ascética y caballeresca de la vida. Un gran caballero español, José Antonio
Primo de Rivera, decía por los años 30 del siglo XX: “El siglo XIX -desarrollado bajo las sombras tutelares de Smith y
Rousseau- creyó, en efecto, que dejando las cosas a sí mismas producirían los
resultados mejores, en lo económico y en lo político. Se esperaba que el libre
cambio, la entrega de la economía a la espontaneidad, determinarían un
bienestar indefinidamente creciente. Y se suponía que el liberalismo político,
esto es , la derogación de toda norma que no fuera aceptada por el libre
consenso de los más, acarrearía insospechadas venturas...Lo cierto es que el
brillo magnífico del liberalismo político y económico duró poco tiempo. En lo
político, aquella irreverencia a toda norma fija, aquella proclamación de la
libertad de crítica sin límites, vino a parar en que, al cabo de unos años, el
mundo no creía en nada; ni siquiera en el propio liberalismo que le había
enseñado a no creer. Y en lo económico, el soñado progreso... mostró un rostro
crispado por los horrores de la proletarización de las masas”.
[5] José María Iraburu en su monumental obra Hechos de los apóstoles de América nos describe la situación de
Hispanoamérica en el siglo XIX: “En la
implantación cultural, social y política de la ideología de la Ilustración va a
corresponder a la masonería una función sin duda principal. Bajo su complicada
maraña de grados, jerarquías y simbolismos, ella viene a constituirse en el
Occidente cristiano como una contra-Iglesia (...)
El liberalismo
afirma la libertad humana por sí misma, sin sujeción alguna, sobre todo en la
res pública, al orden natural, a la ley divina (...) El liberalismo, a lo largo
del siglo XIX y hasta nuestros días, se extendió sobre todo por intereses
económicos (...) y por convicción intelectual (...) La masonería, por su parte,
vino a ser como la jerarquía eclesiástica del liberalismo (...) El liberal
estima como vocación propia ‘luchar contra los obstáculos tradicionales’,
contra el fanatismo del clero y del pueblo, con sus innumerables tradiciones
cristianas (...)”
Por otra parte, “el pleno desarrollo del capitalismo liberal exige la formación de grandes capitales y de mucha mano de obra barata. Se eliminó entonces casi totalmente la propiedad comunal (...) y totalmente la propiedad eclesiástica (...) El resultado no fue una expansión de la mediana propiedad, sino, contrariamente, el fortalecimiento del latifundismo. Llegaron a producirse grandes latifundios y poderosas empresas, controladas frecuentemente por capital extranjero (...) se fue produciendo a lo largo del siglo XIX un crecimiento de la dependencia del poder económico extranjero (...) La invasión del poder económico extranjero se produjo, a mediados del siglo XIX por la implantación local de filiales de Bancos extranjeros (...) A otro nivel, capitales forasteros, se dirigían hacia los servicios: así, el puerto de Buenos Aires era de una compañía británica, como los ferrocarriles del mismo país, México o Perú (...) la cesión de yacimientos mineros a empresas extranjeras, en la mayoría de los casos, a cambio de nada.” (Fundación Gratis Date. Pamplona. 1999, pp. 463-472).
[6] El ex-presidente uruguayo, José María Bordaberry, nos describe el combate entre Hispanidad y Modernidad: “La Civilización de la Cristiandad (...) entra en un lento declive (a finales de la Edad Media) (...) esa declinación (...) conforma la historia de la Edad Moderna (...) Mientras, España surcaba los mares y conquistaba tierras llevando su cultura y con ella la Fe. Su sabia y cristiana conducta llevó a su Imperio hasta límites de grandeza, contrastando con las explotaciones y ocupaciones inglesas, que sólo buscaban riquezas (...) La misma grandeza del Imperio estimuló la conspiración contra él (...) La masonería inglesa fue decisiva en el desmembramiento de Hispanoamérica en (muchas) repúblicas (...) La Reforma protestante, la Revolución francesa y el desmembramiento del Imperio español terminaron con lo que alguna vez se llamó Civilización Cristiana.” (“Honor al Carlismo”, en Custodia de la Tradición Hispánica, N° 3, p. 10).
De dicho desmembramiento fueron responsables, además de los agentes externos, los internos. En primer lugar, la dinastía borbónica establecida en el siglo XVIII, la cual arrasó con las raíces fundamentales del Imperio Español. El gran historiador argentino Vicente Sierra dice al respecto que “la España del siglo XVIII renunció a ella misma y (...) cuando expulsó de su seno a la Compañía de Jesús, dijo a América que había renunciado a la razón de ser del Imperio.” Esta actitud, agravada por las malas políticas del siglo XIX, más la crítica situación provocada por la Revolución Francesa y las Guerras napoleónicas, dio motivo a la justa independencia de Hispanoamérica, que lamentablemente fue aprovechada por Gran Bretaña, gracias sobre todo a la acción de americanos ligados a la masonería y al liberalismo.
[7] Rotjer, Aníbal. La Masonería
en la Argentina y en el mundo. Editorial Nuevo Orden. Buenos Aires. 1973.
[8] Los partidos que representaron ambas posturas fueron los unitarios y los federales. Los primeros, hombres de letras, habían asimilado las teorías de los autores contractualistas de los siglos XVII y XVIII, y procuraban implantarlas en nuestro país. Partían de un esquema teórico individualista que consideraba al individuo fuente de la soberanía, el cual a través de un contrato fundaba el vínculo social que era seguido de otro pacto mediante el cual se delegaba la soberanía en un gobierno único: la soberanía era, por tanto, una. Se desconocían de este modo a los cuerpos intermedios, las regiones y las provincias. Los fundamentos del contrato debían quedar plasmados, por otra parte, en una constitución escrita.
Los federales, por su parte, herederos de la tradición hispana, aunque muchas veces no del todo conscientes de ello, eran hombres prácticos, que sabían que la Patria está formada por una serie de ciudades originales que habían extendido su dominio sobre el entorno rural que las rodeaba, dando origen a las provincias. En esas ciudades habían jugado un papel destacadísimo en el plano institucional los cabildos, aunque en la década del 20 va desapareciendo su rol. En su lugar surgen las figuras de líderes naturales, los caudillos.
Los unitarios, pues, eran
partidarios de una soberanía única plasmada en un texto constitucional escrito,
y por tanto fueron centralistas. Los federales defendieron una diversidad de
soberanías concretas, mejor sería decir autonomías, sostenidas por las lanzas
de sus caudillos.
[9] Facundo Quiroga ya se había sublevado contra la constitución unitaria y la presidencia de Rivadavia quien había entregado la explotación de las riquezas mineras de La Rioja a empresas británicas. El caudillo riojano, recordando la política anticlerical de Rivadavia cuando fue ministro de gobierno de Buenos Aires alzó a sus paisanos tras una bandera que llevaba como lema “¡Religión o Muerte!”.
[10] El padre Cayetano Bruno nos relata la muerte cristiana del jefe del
federalismo porteño. Cuando recibe la noticia de que va a ser ejecutado pide la
asistencia de un sacerdote y escribe a su mujer y a sus hijas. A la primera le
dice: “Perdono a mis enemigos...Mándame
hacer funerales, y que sean sin fausto”. A sus hijas les recomienda “sed católicas y virtuosas, que esa religión
es la que me consuela en este momento”. También le escribe al gobernador de
Santa Fe: “En este momento me intiman que
debo morir dentro de una hora. Ignoro la causa de mi muerte, pero de todos
modos perdono a mis perseguidores. En este momento la Religión Católica es mi
único consuelo”.
Unas líneas más arriba se había referido a la política religiosa del caudillo porteño, que reparó en parte, los desaguisados de los tiempos rivadavianos: “publica la ley de prensa por la que declara abusivos de la libertad de imprenta los impresos que ataquen la religión del Estado (...) Nombra al presbítero Saturnino Segurola inspector del departamento de Escuelas Primarias. Los trabajos del activo eclesiástico (...) multiplican notablemente el número de establecimientos educativos. Las obras de la catedral reciben sensible impulso, lo mismo que la construcción y reparación de los templos de campaña. Como muestra de piedad personal (...) se incorpora a la Tercera Orden de la Merced” (Cayetano Bruno. Creo en la vida eterna. El ocaso cristiano de nuestros próceres. Didascalia. Rosario. 1988, pp. 41-46).
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