“No había computadoras, ni fotocopiadoras, ni siquiera la vieja máquina de escribir. Y tampoco existía la imprenta.
Sin embargo, los medievales fueron capaces de transmitir a la Civilización Occidental todo el inmenso legado cultural y filosófico de las civilizaciones griega y romana, obras literarias y manuscritos de un mundo que había dejado de existir, demolido por las invasiones bárbaras del final de la Edad Antigua. ¿Cómo consiguieron esa proeza sin el auxilio de las técnicas de impresión inventadas y desarrolladas siglos más tarde?
La respuesta a esta pregunta podemos encontrarla en los monasterios y abadías de la Iglesia Católica (única institución que resistió a los ataques de las hordas bárbaras), los cuales -además de ejercer un enorme papel en la formación cultural, moral y religiosa de la sociedad- recogieron, entre otros, los escritos de autores griegos y latinos, como Aristóteles o Heródoto, Cicerón o Virgilio, San Agustín o Boecio, sin contar los manuscritos del Nuevo Testamento, multiplicándolos mediante un trabajo paciente, cuidadoso y organizado.
Ésta fue la ingente labor de una pléyade de desinteresados monjes copistas, cuyos nombres la Historia no nos ha legado. ¿Cómo surgieron? ¿Y qué importancia ha tenido su trabajo para el desarrollo de la Civilización Occidental?
Un mundo convulsionado
La transición del mundo clásico a la Edad Media se dio con la caída del Imperio Romano de Occidente (476 d. C.) y la intensificación de las invasiones bárbaras en Europa, originando el caos y la destrucción de lo que quedaba de civilización.
La conversión de Clodoveo y del pueblo franco, en el año 496, marcó el inicio de un proceso de cristianización que aún tardaría cuatro siglos en completarse en el Occidente europeo. Con la adhesión de las diversas poblaciones al cristianismo se observaba paulatinamente un progreso en toda la sociedad, no sólo en el terreno espiritual, sino en todos los campos de la acción humana, que dio origen al florecimiento de la civilización cristiana.
La paz, a pesar de todo, estaba lejos de reinar en Europa, pues las hordas de bárbaros continuaban asolando todo lo que se les ponía por delante. «Destruyeron vidas humanas, monumentos, equipamiento económico», y como resultado «regresión demográfica, pérdida de obras de arte, ruina de carreteras, talleres, almacenes, sistemas de riego, cultivos».1 De esta devastación masiva no se libraron ni siquiera las bibliotecas y colecciones de textos.
En esta dramática encrucijada de la Historia, el claustro de los monasterios servía de refugio ideal para escritos y documentos de gran valor histórico y cultural. En esta tarea destacaron el monasterio de Vivarium, los monjes benedictinos y los monjes irlandeses, como veremos a continuación.
El monasterio de «Vivarium»
La historia de este monasterio empezó con Casiodoro, que ocupaba el cargo equivalente al de primer ministro (magister officiorum) de Teodorico el Grande (454-526), rey de los godos orientales y ostrogodos, regente de los visigodos y gobernante de la península itálica. Habiendo quedado seriamente comprometido el dominio de los godos, Casiodoro, a los 65 años, se retiró de la vida pública. Movido por una inspiración divina, y sin duda por el ejemplo de San Benito de Nursia, que poco antes había fundado la Abadía de Montecassino, decidió fundar un monasterio en unas tierras que pertenecían a su familia, en las inmediaciones de Squillace, en el Sur de Italia.
Vivarium, como fue denominado, está en el origen de la gran aventura espiritual e intelectual de Casiodoro, porque allí escribió diversas obras de cuño teológico y filosófico, además de un libro en el que exponía las reglas para la transcripción de manuscritos.
Sin embargo, su mayor contribución para la civilización no fueron sus escritos, sino el decisivo fomento de la cultura y la enseñanza en aquel conturbado período de transición.
Formó una escuela teológica, organizó una biblioteca, enriquecida con muchos manuscritos griegos traídos de Constantinopla, e instaló un scriptorium (una zona del monasterio reservada a la actividad de copiar textos). En ese lugar los religiosos compilaban y traducían la Biblia, a los Padres de la Iglesia y los autores paganos de la Antigüedad, tanto latinos como griegos.
Según la tradición, ése fue el primer scriptorium de la Historia, y también fue allí donde por primera vez la actividad científica estuvo explícitamente incluida entre las ocupaciones de los monjes.3 Además de esto, el abad de Vivarium, que era un excelente orador, se dedicaba al magisterio y, según algunos autores, anticipó en diversos aspectos la gran institución medieval de la universidad, que surgió cerca de seiscientos años después. No sin razón, es llamado héroe y restaurador de la ciencia en el siglo VI.4 Su empeño e insistencia fueron importantes no sólo por las copias de documentos en sí, sino también por el método de transmisión de los manuscritos y de la cultura en general.
Los textos le llegaban, en parte, a través de los Padres de la Iglesia. Tanto los escritos de éstos como también los del primitivo monaquismo se distanciaron correctamente de la producción intelectual del paganismo, estigmatizándola y dando preferencia a las Sagradas Escrituras.
Era una actitud destinada a proteger de los errores a los fieles en los primeros siglos de la Iglesia. Pero algunos autores católicos de aquella época, entre ellos cabe destacar a San Clemente de Alejandría y a San Gregorio Nacianceno, terminaron siendo, irónicamente, transmisores inconscientes de la doctrina de varios pensadores antiguos: para refutar los errores del pensamiento pagano, era necesario conocerlo. Por eso conservaron en sus bibliotecas las obras de esos escritores.
Casiodoro, por su parte, seleccionaba ciertos textos clásicos para que fueran copiados. Según él, podrían dotar al estudio bíblico de subsidios científicos, incluso aunque procedieran de autores profanos. Con este fin, escribió Institutiones, guía enciclopédica dedicada a la conciliación de la Biblia con la herencia clásica.
Para que la transcripción de determinados autores no pusiera en riesgo la ortodoxia de sus monjes, en lugar de eliminar simplemente algunas obras, el fundador de Vivarium ponía un signo de exclamación en los pasajes dudosos.5
Así, en las últimas décadas de su vida casi secular, Casiodoro fue un gran sistematizador de la cultura en Occidente, de la tradición helénica, romana y cristiana, abriendo las puertas a esa grandiosa realización intelectual en el seno de los monasterios.
A pesar de que Vivarium duró tan sólo unos veinte años después de la muerte de su fundador, sus manuscritos en general fueron conservados. Según algunos estudiosos, probablemente habrían sido enviados a la Biblioteca Lateranense de Roma y a diversos monasterios benedictinos, como el de Bobbio, formado por monjes irlandeses. Pero la aventura de los manuscritos en Occidente no había hecho más que empezar…
Los benedictinos
Otro gran marco de la historia de la transmisión manuscrita en este período fue la fundación de los benedictinos por San Benito de Nursia (480-547).
A diferencia de Casiodoro, ingresó joven en la vida religiosa. Por orden de su familia pasó un tiempo en Roma para realizar sus estudios y se dio cuenta de la enorme corrupción y decadencia moral que reinaban en la gran urbe. Algunos años después recibió una gracia insigne que le hizo tomar la firme resolución de dedicarse a la vida eremítica en una austera gruta de Subiaco. Inspirados por su ejemplo, se unieron a él varios hombres dispuestos a recorrer el mismo camino de perfección. Y en poco tiempo fueron fundados doce monasterios en las proximidades del Sacro Speco, con doce monjes cada uno. Uno de ellos, llamado actualmente Santa Escolástica, aún se conserva.
En el año 529 nació de sus manos la célebre Abadía de Montecassino, referencia para la vida monástica y cultural en toda Europa.
En seguida, el santo fundador introdujo el conocido precepto «ora et labora» y su famosa Regla. Ésta se difundió por todo el Occidente cristiano al punto de ser tomada como modelo no sólo para la vida monástica, sino para toda la sociedad medieval. En ella no había un mandato específico para el trabajo de copiar manuscritos, como prescribía Casiodoro, sin embargo, sus efectos en la transmisión manuscrita en los siglos sucesivos fueron aún mayores que los de la efímera existencia de Vivarium.6
Conforme al capítulo 48 de la Regla, los monjes debían dedicar un tiempo a la lectura: «La ociosidad es enemiga del alma. Por eso los hermanos deben ocuparse en ciertos tiempos en el trabajo manual, y a ciertas horas en la lectura espiritual».
Pero, ¿cómo aplicarse en la lectura sin libros para leer? Así fue como los principios de San Benito, de forma implícita, favorecieron la tradición manuscrita.
A la expansión de esta tradición le siguió el éxito de los benedictinos, no sin dificultad. Copiar una obra era sin duda un trabajo agotador y lento. Basta con decir que eran necesarios dos o tres meses para copiar un manuscrito de tamaño mediano.
No era raro encontrar en el colofón8 de la obra descripciones de las penurias por las que pasaban los amanuenses, sea por la incomodidad -a veces escribían sobre las rodillas-, sea por la ausencia de calefacción o de luz adecuada en el invierno. En los colofones también quedaron registradas interesantes manifestaciones del auténtico espíritu medieval: en algunos había un pedido de oraciones por el copista «cuyo nombre está escrito en el Libro de la Vida»; en otros, más inspirados, dedicaban poesías o acrósticos en honor de Jesús y María; por último, había copistas que lanzaban en el colofón un anatema contra quien osase robar aquel tan costoso códice…
A estas dificultades se sumaba el alto costo de los pergaminos. Por esa razón, en los siglos VII y VIII, ciertos textos de menor interés fueron borrados o raspados para ceder el sitio a otros con mayor demanda.
A estas dificultades se sumaba el alto costo de los pergaminos. Por esa razón, en los siglos VII y VIII, ciertos textos de menor interés fueron borrados o raspados para ceder el sitio a otros con mayor demanda.
El copista reescribía por encima del texto excluido. Este tipo de manuscrito se denominó palimpsesto (del griego antiguo παλ?μψηστος, «grabado nuevamente»). En la actualidad, sofisticadas técnicas de recuperación permiten descubrir las huellas «borradas» de los manuscritos, revelándonos a veces textos inéditos. De esta forma, aquellos monjes, sin saberlo, estaban preservando en un mismo pergamino dos o incluso más textos simultáneamente…
En el siglo XI se produjo un importante avance en el arte de copiar.
Entre los benedictinos destaca la obra del abad Desiderio, que promovió la gran revitalización de Montecassino.9
El escritor Thomas Woods resume muy bien ese renacimiento benedictino, diciendo que, «tenido por el más grande de los abades de Montecassino después del mismo Benito y que se convertiría en el Papa Víctor III en 1086, supervisó expresamente la transcripción de Horacio y de Séneca, así como la De natura deorum de Cicerón y los Fastos de Ovidio».10 Otro monje del mismo monasterio y amigo de Víctor III, el arzobispo Alfano, «poseía similar soltura en las obras de los escritores antiguos, y citaba frecuentemente a Apuleyo, Aristóteles, Cicerón, Platón, Varrón y Virgilio, e imitaba a Ovidio y Horacio en sus versos».11 También debemos mencionar a San Anselmo que, «siendo abad de Bec, recomendó la lectura de Virgilio y otros autores clásicos a sus alumnos, aunque les aconsejó que pasaran por alto pasajes moralmente censurables».
Así fue como «los monjes de Casiodoro y de San Benito dieron la ‘copia’ para las primeras ediciones de Cicerón, Virgilio y otros autores clásicos, producidas por las primeras imprentas de Alemania e Italia».13
Pero aún vendrían los monjes irlandeses que darían un particular empuje a la transmisión cultural escrita.
Los monjes irlandeses
Dios no deja de suscitar hombres providenciales para cada período de la Historia. En la misma época en que San Benito dejaba esta vida, nacía en Irlanda San Columbano, nuestro último protagonista.
Vino al mundo alrededor del año 543 en la provincia de Leinster, Irlanda. Tras casi 25 años como monje en su país, sintió un llamado de Dios que le incitaba a predicar el Evangelio en tierras extranjeras.
Con doce compañeros se dirigió a la Galia (actual Francia) y fundó importantes monasterios en Annegray, Fontaines y Luxeuil, donde escribió una Regla, la Regula monachorum. Bajo el impulso de este último monasterio se originaron cerca de otros doscientos.
Más tarde, por haber reprobado el concubinato del rey Teodorico, Columbano fue obligado a dejar la Galia, condenado al exilio en Irlanda. Pero por un factor inexplicable, el barco encalló a poca distancia de la playa y el capitán, que vio en esto una señal del Cielo, renunció a proseguir la travesía y, con recelo de ser maldito por Dios, recondujo a los religiosos hasta tierra firme. El santo irlandés, no obstante, en vez de volver a Luxeuil decidió empezar una nueva obra de evangelización. Se dirigió a Alemania, pasando por Suiza, donde dejó a un discípulo llamado por Suiza, donde dejó a un discípulo llamado Gallus, que fundó allí la importante Abadía de San Galo.
Llegó por fin a Lombardía, Italia, donde fundó el célebre monasterio de Bobbio, fuente de energía espiritual e intelectual de aquel tiempo, al punto de ser apodado el Montecassino de la Italia septentrional.
San Columbano y sus monjes irlandeses fueron considerados uno de los grandes instrumentos para la salvación de la civilización. Esta es la opinión de Thomas Cahill, expresada en su libro How the Irish Saved Civilization14 (Cómo los irlandeses salvaron la civilización). Esta obra estuvo dos años en la lista de los best seller del diario New York Times, llegando a obtener el segundo puesto, y fue traducida a diversos idiomas, alcanzando una tirada de 1 millón 250 mil copias. Su tesis, considerada polémica por algunos críticos, consiste básicamente en que los irlandeses, en concreto los monjes, de hecho salvaron la civilización de las ruinas resultantes de la barbarie.
San Patricio (389-461?) dio el primer paso, incentivando los estudios y la instrucción de los religiosos, y también de los laicos. San Columbano completó su trabajo de promocionar la cultura. Su obra alcanzó grandes proporciones al formar un frente más de monjes copistas al comienzo de la Alta Edad Media.
Pero los monjes de Columbano poseían ciertas peculiaridades. Según Cahill, eran bastante obstinados y copiaban toda y cualquier obra que les cayera en sus manos.15 No es por menos que la Abadía de Bobbio llegó a poseer la biblioteca más grande de Occidente. Un catálogo del siglo IX atestigua su extraordinaria riqueza: en aquella época ya tenía una colección de 600 a 700 títulos, tanto de autores sacros como clásicos, entre ellos: Terencio, Lucrecio, Virgilio, Horacio, Persio, Juvenal, Marcial, Ovidio, Valerio Flaco, Claudia, Ausonio, Cicerón, Séneca y Plinio.
Además de esto, se le debe al monasterio de Bobbio las copias de algunos de los más antiguos manuscritos latinos aún hoy conservados. Tales reliquias nos demuestran no sólo el valor literario, sino también artístico de los códices elaborados por los monjes irlandeses y sus discípulos. En las ornamentaciones, destacan detalladas y floreadas iniciales y un estilo de caligrafía típico que influenció a diversos monasterios. Las ilustraciones eran verdaderos tesoros: podían estar coloreadas con oro y lapislázuli, entre otros recursos.
La tradición musical también fue objeto de sus actividades. Salterios, antifonarios, secuenciales, graduales y todo tipo de códices litúrgicos -breviarios, leccionarios, martirologios, misales, etcétera- dan testimonio de la gran formación cultural de los monjes. 17 En el anteriormente mencionado monasterio de San Galo surgió un sistema de notación de neumas para el canto gregoriano que permitía preservar de forma escrita la tradición melódica, influenciando gran parte de Europa Central y Oriental. 18 Este sistema, conservado en el Codex Sangallensis 359, escrito entre 922-925, aún es referencia para la interpretación de la semiología del canto gregoriano.
Ejemplo de sabiduría, perseverancia y ascesis
Ante este cuadro, O’Connor afirma categóricamente a respecto de los monjes copistas: «Si no hubiera sido por sus esfuerzos inteligentes e incansables la literatura griega y latina hubiera desaparecido tan completamente como la literatura de Babilonia y Fenicia».19 Del benéfico empeño de tan pocos individuos, verdaderos héroes anónimos, dependió el destino cultural de Occidente.
De forma gradual, especialmente con la creación de las universidades en el siglo XII, la tradición manuscrita transcendió del scriptorium de los monasterios a todas las clases de la sociedad: clero secular, monjas, notarios, escribanos profesionales, profesores, estudiantes, etc.20 Pero en esta ocasión la transmisión de los textos ya estaba protegida. Europa, erguida, había sobrepasado los duros momentos de la transición del mundo clásico al medieval.
Por lo tanto, los monjes, además de transmitirnos los textos, que de suyo ya es algo extraordinario, nos dieron ejemplo de sabiduría, perseverancia y ascesis, al legar a los siglos siguientes la tradición cultural cristiana y clásica. No se puede calcular con precisión la enormidad de las consecuencias de esta diligente empresa. Ni decir qué hubiera sido de la cultura occidental si esos monjes, por ejemplo, hubiesen sido exterminados por las hordas bárbaras o sencillamente se hubieran desanimado en aquel momento crucial. Lo cierto es que el destino de la Civilización Occidental pasó por sus manos.”
Por el Diac. Felipe de Azevedo Ramos, EP (https://es.gaudiumpress.org/content/39933-los-monjes-copistas-la-civilizacion-occidental-paso-por-sus-manos/)
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