LOS ICONOS: UNA VENTANA AL MISTERIO

 “La tradición oriental, dice el patriarca Dimitros I, ‘confiere al icono una función especial en el contexto de lo que es trascendente en las relaciones entre Dios y el hombre...a través del icono es la manifestación de la presencia y de la hipóstasis divina lo que se desvela, y son dejados de lado o en penumbra todos los detalles exteriores que caen bajo los sentidos...La persona representada en el icono es un ser que pertenece a la naturaleza, pero que ya no le está sometido...He aquí por qué el icono representa a la persona sagrada, no en su proporciones naturales o simplemente en su expresión simbólica en vez de en su semblanza humana, sino en su dimensión gloriosa y celestial’. Cristo, siendo ‘la imagen visible de Dios invisible’, es el verdadero y referente icono de Dios. ‘El icono de Cristo testimonia una presencia, su misma presencia, que permite llegar a una comunión de participación, a una comunión de oración y de resurrección, a una comunión espiritual, a un encuentro místico con el Señor pintado en imagen. Ciertamente, el icono del Señor, no es Cristo mismo, como en la Eucaristía el pan es su cuerpo y el vino es su sangre...Con todo, el icono reproduce de manera hipostática la semblanza e identidad de Cristo, que está representado en él...Todo el misterio del icono está contenido en esta semblanza dinámica y misteriosa que remite al original, es decir, al ser divino y humano del Señor. El icono viviente, natural y totalmente fiel de Dios invisible es sólo el Hijo, que lleva en sí mismo al Padre todo entero, que tiene identidad perfecta con él. Así pues, todo icono de Cristo representa e incluye la hipóstasis del Señor, y esta hipóstasis es justamente el elemento que, a través de él, irradia hacia el exterior. Y gracias a la irradiación y al atractivo, se convierte en medio que remite al modelo, que testimonia y anuncia la presencia del prototipo’. (...) 
 De ahí que las figuras no se representen en movimiento, sino estáticas; que sus cuerpos aparezcan alargados; que los rostros se muestres estáticos; que los ojos y la mirada asemejen ventanas que ven y remiten hacia la eterna divinidad, e introducen en el misterio escondido. ‘El icono trata de captar las esencias de las cosas, su esquema espiritual oculto. (...) Se dirige a los ojos del espíritu para hacer contemplar los cuerpos espirituales de que habla San Pablo. Por eso suprime radicalmente todo lo que puede parecer psicología del personaje, gesto dramático, pose, agitación’. En el icono no resalta tanto la figura corporal, sino el rostro profundo y sereno, las líneas que concentran en un punto e invitan al encuentro con el personaje, el fondo dorado que remite al mundo celeste transfigurado.” (Borobio, Dionisio. Dimensión estética de la liturgia. Arte sagrado y espacios para la celebración. Agape. Buenos Aires. 2013, 31-33)

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