El arte de Occidente, a través de la belleza y del simbolismo, ha procurado en distintos momentos de su historia -y de modo particular durante la Edad Media- acercar el alma a lo Divino. Es más, arte y liturgia han ido de la mano. El culto bellamente celebrado expresaba a través de sus signos y símbolos lo Magnum y lo Pullcrum. La materia empleada en la acción litúrgica –imágenes, música, gestos, olores- tenía por fin elevar la mente y el corazón a Dios. Lo que entraba al interior del hombre a través de los sentidos debía llevar a una profundización en la Verdad celebrada, a una asimilación del Bien propuesto, y a un gozo en la Belleza increada reflejada en la acción solemne que se celebra. Nos dice al respecto Alfredo Sáenz:
“El lugar natural de la verdad, y consiguientemente de la belleza, es el mundo inteligible, pero a ese mundo sólo podemos acceder a través de los sentidos. Por eso la función de éstos es tan importante e incluso indispensable, ya que nuestra inteligencia no es intuitiva como la del ángel, y sólo puede percibir la verdad, y consecuentemente su resplandor, que es la belleza, por medio de los sentidos. Y entre éstos hay dos que son privilegiados, la vista y el oído. ‘Únicamente la vista y el oído, entre todos los sentidos enseña Santo Tomás, tienen relación con lo bello, porque estos dos sentidos son especialmente cognoscitivos (maxime cognoscitivi)’." (ALFREDO SÁENZ. El ícono. Esplendor de los Sagrado. Ediciones Gladius. Buenos Aires. 2004, p. 156)
“La Edad Media fue una de las épocas en que el arte resplandeció con mayor fulgor. Y conste que al afirmar esto no pensamos tan sólo en los artistas en sentido estricto. La sociedad, en su conjunto, vivió en un ambiente de belleza. Como afirma Huizinga, la estética de la existencia se mostraba en el aspecto cotidiano de la ciudad y del campo…
Siendo la catedral la expresión más majestuosa de la sociedad medieval, y conteniendo en sí… todas las llamadas bellas artes, penetremos ante todo en el significado espiritual y cultural que tuvo en aquella época…
… las catedrales… habían sido concebidas para ser vistas en perspectiva vertical. La mole componente de la iglesia madre dominaba la plaza de armas y se erguía por encima del recinto ceñido por las murallas…
… La ciudad encontraba su realización acabada en ese himno de piedra a la gloria de Dios. La catedral era el centro topográfico y espiritual de la ciudad. Hacia ella convergían todos los caminos. Todas las aspiraciones del hombre medieval confluían en ella y en ella se verticalizaban.
Nada escapaba al influjo de las catedrales… En su interior se celebraba el Santo Sacrificio de la Misa, se administraba el bautismo, se concertaba el matrimonio y se realizaban los funerales. Es decir que desde la infancia hasta la muerte constituía el lugar de paso obligado.
Y lo que la catedral era en la ciudad, lo era también, y aún de manera más intensa, la iglesia en los pueblos de campo, en las aldeas. Las iglesias rurales enseñoreaban el espacio agrario no sólo por su prestancia arquitectónica sino también mediante el sonido de sus campanas…
Al mismo tiempo que casas de oración, las iglesias del Medioevo fueron catedrales del arte. El mobiliario litúrgico estaba primorosamente trabajado, desde los sitiales del coro hasta el altar…
Dice Daniel Rops que varias formas artísticas debieron su vida a la catedral, al deseo unánime de la época de poner la belleza al servicio de Dios. Así, por ejemplo, ese extraño arte que procede de la pintura, la orfebrería y el vitral, el de los esmaltistas, que… alcanzó en la Edad Media una gran importancia… Igualmente el arte de la tapicería; en ocasión de las principales solemnidades, se aprovechaban las columnatas que dividían la nave central de las laterales, para colgar enormes tapices alusivos a la fiesta que se conmemoraba… También la música puso su parte, creando un clima espiritual, sea a través del canto gregoriano, que se había ido perfeccionando desde el siglo VII hasta entonces, como el canto polifónico, que hizo su aparición en Cluny…” (ALFREDO SÁENZ. La Cristiandad y su cosmovisión. Ediciones Gladius. Buenos Aires. 1992, pp. 256 y ss)
En la vida social y cultural del Medioevo jugaron un rol fundamental los monjes y los monasterios:
“En la Cristiandad fueron los clérigos en general y particularmente los monjes los encargados de ofrecer el modelo humano conforme al cual debía ajustarse, en la medida de lo posible, la existencia de los seglares.
El cristiano es el hombre a quien DIOS llama para construir su Reino…” (RUBÉN CALDERÓN BOUCHET, Apogeo de la Ciudad Cristiana. Dictio. Buenos Aires. 1978, pp. 75)
En distintos momentos de su historia la vida monástica necesitó ser reformada ya que la debilidad humana llevaba a veces a aquellos hombres que buscaban a Dios a alejarse del altísimo ideal al que estaban llamados. Uno de estos movimientos de reforma se dio en el siglo X con la renovación promovida por la abadía de Cluny en Francia.
“...el 11 de noviembre del 910, (es la) fecha de la fundación de la abadía de Cluny. Esta abadía fue erigida por el duque Guillermo el Piadoso de Aquitania, uno de los príncipes más eminentes de su tiempo. El deseo del duque fue que la abadía no quedase sometida a la autoridad del obispo de su diócesis, sino directamente a la del papa…
…aquello que se esperaba que fuese, era una comunidad de rezos en perfecto funcionamiento.
La famosa regla del monasterio de Cluny prescribía a sus monjes de seis a siete horas diarias de rezos. Ello excluía cualquier tipo de equilibrio entre trabajo y oración, las dos ocupaciones prescritas por la regla benedictina. Porque la regla de la abadía de Cluny se hallaba orientada a lograr una impresión estrictamente sensorial: su brillante liturgia y su no menos llamativa arquitectura despertaban la admiración de los visitantes.
Puede decirse así que Cluny realizó ante la colectividad las funciones que ésta esperaba de una abadía del siglo X. La importancia histórica de la abadía de Cluny consiste en que dio testimonio de una vida en pura santidad ante una sociedad que se aferraba desesperadamente a los valores espirituales, e incluso sobrenaturales, en una época en que la Iglesia se hallaba abatida por el predominio del poder seglar y privada de su aureola. El ejemplo de una vida de santidad, que obedeció en el curso del siglo X a una auténtica aspiración popular, fue realizada en Cluny en la forma que cabría esperar de la idea que en el siglo X se tenía de tal modo de vida: la comunidad de carácter contemplativo y dedicada a la oración. La dignidad, el orden y, en fin, la magnificencia exterior de esta comunidad se hallaban en estridente contraposición con la anarquía y desenfreno imperantes en el mundo seglar, siempre visibles para el pueblo…
Cluny opuso conscientemente a la sociedad seglar dominada por las rudas costumbres de la nobleza, la imagen de una comunidad que vivía dedicada a la oración, a la obediencia y a la contemplación.” (JAN DHONDT, Historia Universal Siglo XXI. La alta Edad Media. México. 1989, pp.234-240)
El movimiento de Cluny coincidió con la promoción de un estilo artístico y arquitectónico que se extendió por gran parte de Europa Occidental: el Románico.
“En el curso del siglo XI… apareció un nuevo estilo arquitectónico, que se fue propagando por casi todas las regiones (de Europa)…
El modelo que prevaleció estuvo inspirado por la vieja basílica romana, más apta para cobijar grandes multitudes, como eran las que se dirigían a los diversos centros de peregrinación; una nave central flanqueada por dos o más laterales. Sobrias y sólidas, estas primeras iglesias de la tradición románica producen ya esa impresión de sacralidad y de placidez que conservaría siempre dicho estilo… fue sobre todo un arte contemplativo y monástico…
En cuanto a la techumbre, fue al comienzo de madera, a dos aguas, con vigas que se apoyaban sobre ambos muros. pero luego, y sobre todo en orden a ensanchas la nave, los arquitectos románicos recurrieron frecuentemente a dos tipos de bóvedas heredadas de Roma: la llamada ‘bóveda de cuna’, que es simplemente un techo en forma de semicírculo… Porque el defecto de la bóveda romana era el inmenso peso de su mole, para contener el cual no quedaba otro recurso que reforzar los muros, haciéndolos anchos y fornidos…
Los templos románicos que han llegado hasta nuestros días se nos muestran despojados, robustos como la fe de aquella gente, severos y grises… Sin embargo, originalmente sus muros estaban pintados cubiertos de coloridos frescos, como todavía los podemos observar en la basílica romana de San Juan…
Entre 1000 y 1200, la Cristiandad se cubrió de edificios románicos, desde las más humildes iglesias rurales… hasta esas enormes basílicas, aptas para acoger a miles de peregrinos…” (ALFREDO SÁENZ. La Cristiandad y su cosmovisión. Ediciones Gladius. Buenos Aires. 1992, 276-278)
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