DEL IMPERIO A LA REVOLUCIÓN
EL IMPERIO
Dice Ernesto Palacio en su excelente “Historia de la Argentina”:
“Puede decirse, en un sentido general, que para los Austrias estos países eran provincias del vasto imperio, poblados por vasallos fieles e iguales en sus derechos a los de la península: idea que impregna toda la legislación de Indias.”
En efecto, como enseña Ricardo Zorraquín Becú, gran historiador de los aspectos jurídico e institucional de la “Argentina hispánica”, la política de los Austrias se propuso salvar el Imperio cristiano medieval y extenderlo por todo el orbe (“Imperialismo religioso”, llama Zorraquín a esta política). Esto se pone de manifiesto en el esfuerzo que la Corona Castellana llevó adelante durante los siglos XVI y XVII, atendiendo a los tres frentes que se le presentaban:
En el Este de Europa: La amenaza de los turcos fue permanente, y a pesar de la victoria de Lepanto en 1571, la presión otomana no cedió, llegando a mediados del siglo XVII a las puertas mismas de Viena.
En el Centro de Europa: El estallido de la Reforma Protestante había venido a fragmentar al viejo Imperio Cristiano, rompiendo su Unidad religiosa. La lucha contra la “herejía” se convirtió en una prioridad de los Monarcas españoles.
En América: Las pérdidas sufridas en Europa, y las amenazas constantes por parte de los turcos, se vieron compensadas por la construcción de una HISPANIDAD CRISTIANA en el Nuevo Mundo, fundada en:
El mestizaje, de donde procederá el elemento criollo,
La evangelización y el desarraigo del Paganismo,
La construcción de Ciudades con sus respectivas Instituciones: Colegios, Universidades, Hospicios, Iglesias, Misiones, etc.
Por supuesto que esta política requirió de tremendos esfuerzos y sacrificios, convirtiéndose América en uno de los pilares del sustento Imperial, debido a las riquezas que aportaba al conjunto del Imperio. La concepción que se tenía de este gran edificio político era que cada uno debía ocupar su lugar y prestar su servicio para la grandeza del mismo: los sacerdotes sosteniendo la Fe, los religiosos propagándola por tierras inhóspitas, los contemplativos elevando sus súplicas para atraer los beneficios divinos, los capitanes y soldados defendiéndolo y extendiéndolo con el sacrificio de su sangre, los indios aportando su trabajo en los campos y las minas y consolidando sus comunidades de acuerdo con los “nuevos principios”, el Rey guiando con prudencia la marcha de tan compleja maquinaria. Por supuesto que una cosa era el “Ideal”, y otra la realidad, en la que tantas miserias humanas se mezclan muchas veces con los más nobles ideales.
Más allá de las debilidades humanas, la estructura del Imperio necesitaba fundarse en un entramado jerárquico con diversos cargos y funciones que hacían posible el desenvolvimiento del mismo: Virreyes, Gobernadores, Arzobispos, Obispos, Curas, Congregaciones con su orden interno, oidores, alcaldes, Capitanes Generales, Corregidores, que debían poner su trabajo y sus conocimientos al servicio de la grandeza imperial. Para poder vivir con fidelidad este ideal, la cultura de la época, fundada en los valores de la civilización clásica y cristiana, proponía la práctica de una vida ascética que permitiera la adquisición de las virtudes humanas y cristianas. Proponía para ello el modelo de los héroes y de .los santos como arquetipos de perfeccionamiento humano. La figura de San Ignacio de Loyola, primero Capitán al servicio del Emperador que resiste la ofensiva del enemigo en condiciones extremas, y luego religioso fundador de la Compañía de Jesús a la que consagra el resto de su vida, es el prototipo de ese ideal de heroísmo y santidad.
LA CRISIS DEL IMPERIO
Señala Palacio el cambio que se produjo a partir del siglo XVIII cuando se entroniza la familia de los Borbones:
“Carentes del sentido imperial de sus antecesores, (los Borbones) empiezan a mirar dichos territorios (América) como colonias proveedoras de recursos y de combinaciones diplomáticas, en que se las sacrifica corrientemente a los intereses continentales que defiende ‘el pacto de familia’.”
Coincide con esta apreciación Zorraquín Becú cuando señala: “Al Imperialismo religioso de los Austrias sucedió entonces una Monarquía preocupada fundamentalmente por desarrollar su marina, su comercio y sus industrias…”
Del otro lado del océano, Ramiro de Maeztu, buscando una explicación a la decadencia de su Patria, argumentaba en los años 30:
“España es una encina medio sofocada por la hiedra. La hiedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol (…) la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser”.
El cambio político, orientado a “modernizar” a España, convirtiendo en prioridad el desarrollo económico, a través de la intensificación del comercio, del fortalecimiento de la navegación, de la promoción de las artesanías, de un control más estricto sobre la Península y sus “colonias” para una más efectiva exacción impositiva, llevó a una centralización política que acentuó el poder del “Estado” sobre las instituciones sociales. Esta concepción se va a acentuar hacia mediados de siglo durante el período del llamado “Despotismo Ilustrado”, cuyo máximo representante en España fue el Rey Carlos III. Explica Palacio que “la convicción de que había que cambiarlo todo hizo de este siglo un siglo de reformas. Y cuando los pueblos se resistían a aceptar innovaciones contrarias a sus arraigadas costumbres o a sus sentimientos profundos, se les imponían por la fuerza (…) Esto fue lo que se llamó ‘despotismo ilustrado’.”
En realidad el Despotismo Ilustrado fue un régimen que se caracterizó por la centralización del poder, eliminando viejos “privilegios” y “fueros” que las ciudades, las regiones, los Gremios, la nobleza y las Órdenes religiosas tenían. La nueva concepción política convertía al Gobierno en instancia suprema. Más allá de la búsqueda de la Justicia o del Bien Común se consideraba que por el mero hecho de existir, y de imponer Orden, un gobierno debía ser aceptado. Por otra parte, este deber de los súbditos hacia la Corona pasaba a ser considerado como casi religioso. Además, los intelectuales del momento pensaban que el fin de los Gobiernos era promover el desarrollo material, agilizar el comercio, promover la navegación, crear puentes, caminos, incentivar las ciencias, etc. Para desarrollar la economía era necesario favorecer a los sectores de la sociedad ligados al comercio y las finanzas (burguesía). La misión humanística y justiciera del Poder era dejada de lado. Esta política, abandonaba los fines religiosos del Estado, y lo convertía en instancia suprema, aún sobre la misma Iglesia, secularizando la vida social, apartando de los intereses políticos las preocupaciones religiosas, orientando a sus pueblos hacia intereses puramente materiales. Detrás de estas políticas se encontraban ministros que pertenecían a sectas francmasónicas. Una de las medidas más perjudiciales tomadas durante este período fue la campaña de hostilización contra la Compañía de Jesús, entregando siete pueblos guaraníes, al oriente del río Uruguay, a los portugueses –provocando las consiguientes “guerras guaraníticas”-; atribuyendo luego dichas guerras al “conspiracionismo” jesuita. Lo mismo ocurrió en la Península con el motín de Esquilache, cuya responsabilidad se hizo recaer sobre los hijos de San Ignacio, y que en realidad fue producido por las impopulares reformas del rey Carlos. Esto sirvió de excusa para promulgar el decreto de expulsión de la Orden de todos los Reinos de la Corona (por supuesto que este complot antijesuítico no debe reducirse sólo a la acción de los Borbones españoles, ya que tuvo conexiones internacionales y fue fomentado por las Logias que pululaban en la Europa de aquella centuria).
Berandino Montejano enjuicia severamente la política borbónica:
“Las necesidades estratégicas y mercantiles prevalecieron sobre la conveniencia de mantener esas misiones que funcionaban con tanto beneficio para los indígenas (…) El episodio puso en evidencia que España ya no daba importancia a la finalidad religiosa y misional y que tampoco respetaba las normas que imponían el buen tratamiento de los indios” (hasta aquí cita a Zorraquín Becú).
Unos párrafos antes afirmaba:
“A fines del siglo XVIII el ‘mal gobierno’ y el desorden administrativo, se habían institucionalizado. (…)
Estas son las razones de tantas protestas y motines. ¡Viva el Rey! ¡Muera el mal gobierno! (…)
Esta es la causa del levantamiento de José Gabriel Condorcanqui, conocido como Tupac-Amarú, que no era un analfabeto (…) (y que justifica jurídicamente su sublevación): ‘Para salir de este vejamen que padecemos…recurrimos muchas veces a nuestros privilegios, preeminencia, excepciones (…)
Como comenta Vicente Sierra: ‘es un hombre que reclama contra notorias violaciones en el cumplimiento de las leyes y propone reformas a efectuar, guiado por una finalidad restauradora y moralizante en procura de mayor justicia’. (…) Tupac Amarú cree en la justicia del rey, pero reconoce las injusticias de los funcionarios.”
LA CRISIS FINAL
La Revolución Francesa y sus efectos terminaron de sepultar a la vieja España Imperial. A partir del proceso bélico desatado por aquélla, una terrible crisis sumergió a la Península (y a sus ex colonias) en un profundo caos, desorden e inestabilidad. Los cambios de alianzas durante la guerra provocaron la caída de varios ministros, elevando a Godoy, quien se hizo odioso para el pueblo español, por su corrupción, su inmoralidad (se le atribuyeron romances con la Reina María Luisa) y su alianza con la Francia Napoleónica. El odio a Godoy, y a los burócratas que administraban al decadente Estado español hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, se hizo sentir tanto en la Península como en América. El pueblo seguía siendo fuertemente monárquico, porque lo monárquico era parte de su cultura barroca; pero, se oponía a la corrupta corte “godoísta” y, aquí en América, a la burocracia virreinal. Desde esta perspectiva podemos comprender aquel grito: “¡Viva el Rey, y muera el mal gobierno!”. Es la vieja concepción de la Monarquía como brazo de la Justicia divina, que debe ajustar su acción a la misma.
Y la fidelidad a Dios, al Rey y a la Patria, llevó al pueblo, en sus diversos estamentos, a enfrentar fuertemente a aquellas dos naciones que encarnaban lo contrario de lo hispano: la Francia, portadora de una “Revolución herética” que se iba imponiendo por las fuerzas de las armas de Napoleón; y la Inglaterra, la tradicional rival Protestante de la España Católica. Si bien las clases cultas hispanas, la elite ilustrada, pactaron con una o con otra según las circunstancias, o aprovecharon la evolución de los hechos para intentar reformas en la línea de la Revolución Francesa -como ocurrió con las Cortes de Cádiz-, el pueblo se desangró con un ardor único, ya sea contra los “franchutes” o contra los “herejes” britanos.
La victoria naval de Trafalgar dio a los británicos el dominio absoluto de los mares, lanzándose a partir de dicha batalla a la conquista de los territorios dominados por sus enemigos. Dentro de este contexto histórico podemos entender las Invasiones Inglesas a la ciudad de Buenos Aires y las reacciones del pueblo de Buenos Aires contra los invasores. El pueblo luchó por el Rey y por la Fe, encomendándose a la Virgen del Rosario, con una valentía y un entusiasmo admirables. Otro hecho similar ocurrió en la ciudad de Zaragoza frente a la Invasión napoleónica. La reacción popular fue llevada hasta las últimas consecuencias, hasta que casi no quedó piedra sobre piedra de la que era la ciudad de la Virgen del Pilar, principal Patrona de la Hispanidad.
A pesar de la resistencia heroica del pueblo español frente a la invasión francesa, la península fue ocupada por las tropas francesas y la Corona Castellana pasó a ser regida, luego de los tristísimos hechos de Bayona, por los “Bonaparte”. La resistencia política se manifestó a través de la formación de Juntas a nombre del Rey Fernando VII en todas las regiones de la Península. Esta situación logró sostenerse sólo hasta el año 1810, año en el que cayó Sevilla. No obstante, la oposición del pueblo español, a través de la guerra de guerrillas –llevada adelante por sus estamentos tradicionales: campesinos, clérigos, nobleza provinciana-, continuó.
MAYO
Fueron los “hechos de Bayona” los que determinaron el futuro de la América Hispana.
“El acontecimiento que marcó a fuego la relación entre la metrópoli y sus colonias – o reinos independientes de la corona de Castilla- y que hizo de disparador de toda la revuelta hispanoamericana, sucedió dos años antes del estallido (…). El episodio tiene nombre: la farsa de Bayona”.
Sin embargo, para comprender en profundidad los acontecimientos rioplatenses que se desarrollaron a partir de 1810 no podemos dejar de referirnos a las consecuencias de las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807. Nos dice al respecto el mismo autor:
“Buenos Aires había producido así, sin que formara parte de un plan original con arreglo al cual desarrollar una estrategia política, tres hechos notables: 1) derrotar en dos oportunidades al Imperio Británico; 2) destituir, en un hecho sin precedentes en el Imperio español en América, al virrey Sobremonte, y 3) militarizar exitosamente una ciudad mal dotada para la guerra.”
Por lo tanto los hechos desencadenados a partir del 10 son consecuencia de la crisis y caída de la Monarquía Borbónica, del vacío de poder generado por dicha situación, y por el estallido del Movimiento Juntista. Por otra parte, los cuerpos militares surgidos después de las Invasiones Inglesas tuvieron una participación fundamental en la búsqueda de una alternativa frente a la desaparición de la estructura imperial hispánica.
Frente a la caída del Imperio se abrían tres posibilidades para el Río de la Plata:
Aceptar el status quo local: el mantenimiento de la burocracia virreinal y el reconocimiento del último vestigio de poder independiente de los franceses que quedara en la Península (como por ejemplo el Consejo de Regencia de Cádiz). Esta posición tenía muchos adversarios, debido a los errores y abusos que los funcionarios virreinales habían venido cometiendo en los últimos tiempos. Por otra parte, las elites locales querían una mayor participación en las tomas de decisiones, y que la suerte del Continente no quedara atada a las desgracias de la Península y a las ambiciones de las otras potencias europeas (Gran Bretaña, Francia, y los vecinos portugueses).
El establecimiento de una monarquía borbónica en el Río de la Plata coronando a la princesa Carlota Joaquina, única representante de la familia real que no había caído en poder del “amo” de Europa. Claro que debía ser una Monarquía temperada, “a la inglesa”
Establecer Juntas de Gobierno como en la Península.
Lo señalado nos da la pauta del alto nivel de politización de las elites después de los acontecimientos locales de 1806, y sobre todo a partir de los hechos europeos posteriores a 1808. En este contexto se deben ubicar los hechos del 1 de enero de 1809 en Buenos Aires, y los de Chuquisaca y la Paz, a mediados de aquel año. A esta situación debemos agregar las rivalidades entre peninsulares y americanos, porteños y provincianos, Buenos Aires y Montevideo, etc.; para comprender los enfrentamientos que se van a desatar tras la caída del poder virreinal.
La Semana de Mayo
La suerte de nuestras tierras fue decidida en el Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810:
“El tema del Cabildo fue muy concreto. Si debía cesar el virrey en caso afirmativo cuál sería el procedimiento para elegir quien lo sucediera en el mando civil y militar (…)
Después de los discursos vinieron los votos (…). El primer voto fue el del obispo a favor del Virrey. El segundo fue el del militar de más alta graduación en el virreinato, el teniente general español Pascual Ruiz Huidobro (…)
Cornelio Saavedra votó en el orden 29, con las siguientes consideraciones: ‘consultando la salud del pueblo y en atención a las actuales circunstancias, debe subrogarse el mando superior el Excelentísimo Virrey, en el Excelentísimo Cabildo de esta Capital, en el ínterin se forma la corporación o junta que debe ejercerlo; cuya formación debe ser en el modo y forma que se estime por el Excelentísimo Cabildo, y no quede duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando.”
El reemplazo de los funcionarios que representaban a una Monarquía inexistente, así como la disputa de poder entre los distintos sectores de la sociedad criolla, a lo que hay que sumar las ambiciones de ingleses, franceses y portugueses –con las redes de aliados locales que tenían-, nos explican la seriedad de los conflictos que se desencadenaron, produciendo una guerra civil que condujo –como lógica consecuencia de la evolución de los acontecimientos americanos y europeos-, a la independencia de nuestro continente y a la fragmentación de los antiguos virreinatos –en particular el nuestro- en nuevos estados nacionales.
Autonomía y Fidelidad
En su obra Mayo Revisado el historiador revisionista Enrique Díaz Araujo desmitifica el carácter liberal de la Revolución de Mayo, explicando el proceso que se abre en el 10 en el contexto de la crisis del Imperio Español y del marco legal del mismo, indicando que las jornadas de Mayo se caracterizaron por la fidelidad a la Monarquía, pero buscando una Autonomía con respecto a las “autoridades” peninsulares que obraban en nombre del Monarca ausente. Finalmente la evolución de los hechos condujo a una justificada Independencia.
“Anarquía y usurpación peninsulares, que no el declamado ‘despotismo’, fueron las causas reales del Autogobierno (…)
La fidelidad rioplatense interpretada como una felonía, y el consiguiente ataque realista desde Montevideo y el Perú: motivos suficientes para que la Autonomía comenzara a devenir en Independencia (…)
(…) los hombres de Mayo no se movieron por impulsos ideológicos. Ellos tenían muy en claro que el movimiento americano se encaminaba contra el Consejo de Regencia y las otras autoridades metropolitanas conexas, en procura de la autonomía comarcal (empezando por la provisional, de orden municipal); para escapar a la eventualidad de la dominación francesa o la inglesa.”
Por su parte, Vicente Massot nos explica el proceso que se abre en el Río de la Plata a partir de 1808 haciendo girar su argumentación en torno a tres conceptos claves: Revolución-Independencia-Anarquía.
“el proceso que se inicia pocos años antes de 1810 y se prolonga (…) hasta mediados de la década del 30 (…) podría decirse que se compendia y resume en tres términos los cuales, a su vez, transparentan otras tantas realidades: revolución, independencia y anarquía (…)
La revolución merece su nombre menos por el impulso de trastocar los fundamentos económicos, sociales o religiosos del virreinato, que por su descendencia (…): la independencia y la anarquía.”
Retomando la obra de Díaz Araujo, éste en el Tomo III nos plantea que la revolución cambió su curso por obra de la acción de Moreno, que fue quien en realidad orientó a la Revolución hacia una posición acorde con el liberalismo, más aun, con el jacobinismo.
“Sabido es que el Primer Gobierno Patrio se constituyó basándose en unos arreglos entre los grupos políticos existentes en Buenos Aires (…)
Pues (…) uno se esos sectores, el llamado ‘morenista’, se apoderó hegemónicamente de la Revolución, desplazando a los demás y consiguientemente, reemplazando los objetivos institucionales comunes, por unos unilaterales, de corte ideológico sectario.”
Antonio Caponneto también nos presenta un morenismo jacobino:
“Otros criollos, en cambio, no entendían, no valoraban ni amaban lo que España había traído a estas tierras, y querían deshacerse de todo ello (…)
Por ejemplo, Moreno, Monteagudo, Castelli.
Querían asesinar a los españoles. Escribieron un Plan de Operaciones para fomentar el terrorismo, el rencor y el odio. Eran socios de los ingleses y defendían sus intereses económicos. Y lo peor: atacaban la Religión Católica (…)
Algo muy feo e imperdonable que cometieron fue matar a Don Santiago de Liniers. El gran Caudillo de la Reconquista.”
Massot, por su parte, nos muestra un Moreno más orientado hacia la “derecha”, o al menos no tan inclinado hacia la “izquierda”.
“Mariano Moreno, Juan José Paso, Juan José Castelli y Manuel Belgrano (…) no ganaron sus credenciales revolucionarias por su afán de trastocar los fundamentos económicos, sociales o religiosos del Virreinato, sino merced al cambio político que urdieron y, más aun, a la consecuencia que tuvo en años venideros: la independencia (…)
Al analizar, pues, el uso de algunos de los principales conceptos de la ciencia política utilizados por el secretario de la Junta hay que buscar menos en las posibles inspiraciones ideológicas (…) y hacer hincapié más en las necesidades políticas (…)
(…) atendiendo (…) más a los pactistas peninsulares que a Rousseau, apuntaba Moreno al hecho de que la Junta debía tener el consentimiento de los pueblos, aunque, delegado el poder, se establecía entre ambos una ineludible relación de mando-obediencia (…).”
Recordemos, por otra parte, que si bien Moreno hizo editar el Contrato Social de Rousseau, lo expurgó de aquellos capítulos en los que el autor “delira en materia religiosa”. En la misma obra Massot nos indica, unos renglones más arriba, que “Moreno no podía sino condenar a los negadores de Dios”; agregando una cita del secretario de la Junta, referente a tan importante materia: “El funesto sistema del ateísmo mata y desordena, al paso que la idea de Dios habla al corazón, al alma, al sentimiento (…) La religión establece en las familias una herencia de buenas acciones, que son las piedras angulares para la libertad.”
Finalmente, Massot le quita de encima el “sambenito” de jacobino con el que lo acusaron sus detractores:
“Faltaban en el secretario de la Junta tres componentes esenciales de los seguidores de Maximiliano Robespierre y de Saint Just: la adoración de la nación que rematará en una verdadera religión revolucionaria (…); la conjunción, en un mimo discurso (…) del terror y de la virtud y, por fin, la movilización general del pueblo hecha al compás de la voluntad colectiva.”
En su obra Matar y morir vuelve a desechar las interpretaciones de un Moreno jacobino y terrorista. Terrorismo discursivo, puede ser; pero no real. La aplicación de las penas rigurosas que mandó aplicar contra los que resistían al nuevo gobierno entran en la lo común de la época.
“En la materia, ni Moreno, ni Castelli, ni tampoco Bernardo de Monteagudo pueden parangonarse con el jacobinismo. Actuaron conforme a la medida de cualquier poder –revolucionario o no- en tiempos de guerra. Y lo hicieron con plena conciencia de cuáles eran sus límites infranqueables de esa violencia política. No mandaron quitar de la faz de la tierra a sus enemigos y a sus familias, a los adversarios y a los indiferentes –como había sido práctica diaria durante el dominio de los jacobinos en Francia- (…)
Cualquiera que sea su fuerza, y aun cuando su intensidad sea irresistible, el discurso del terror no es lo mismo que el terror si no existe una correspondencia acabada, perfecta, simétrica entre la dicción y la acción. Con su pluma, Moreno intentaba meter miedo (…)
El terror, para resultar efectivo, requiere una cierta competencia burocrática. Por ejemplo, la que pusieron de manifiesto el Comité de Salud Pública durante la Revolución Francesa o la Checa leninista. Si se compara a Moreno y a Castelli con Maximiliano de Robespierre o con Luis Antonio León Saint Just, fácilmente se caerá en la cuenta de que el terror de Mayo apenas justifica tal denominación. Incluso la retórica de su terror no resiste el análisis comparativo con el de los enragés franceses. Cuando Moreno prometía sangre, pensaba en el escarmiento de unos pocos cabecillas contrarrevolucionarios puestos frente al pelotón de fusilamiento. Cuando Robespierre se felicitaba por el río de sangre que dividiría a Francia de sus enemigos, sabía del genocidio que sus generales llevaban a cabo en el departamento de la Vendée a expensas de un cuarto de millón de ‘bandidos’ contrarrevolucionarios.”
Los hombres de Mayo fueron en general exponentes de una cultura hispánica, católica y monárquica, más o menos conservadores, más o menos tocados por las ideas del siglo -con mayores o menores influjos iluministas y críticas a la cultura barroca de los sectores populares-, que pedían reformas en la educación (en una línea utilitarista), o que criticaban cierta escolástica decadente; pero no fueron necesariamente radicales o impíos.
“Si el proceso revolucionario hispanoamericano triunfó (…) se debió entre otras razones a la capacidad que demostró la clase dirigente de las Provincias Unidas para gerenciar una empresa tan compleja y peligrosa. Ahora bien, sus hombres no venían de Inglaterra ni de Francia. Habían recibido la educación del reino que introdujo en América su idioma, religión, leyes y costumbres; que fundó ciudades por doquier y creó escuelas y universidades cuya calidad nada tenía que envidiarle a la del resto del mundo colonial y que legó a todos los habitantes de estas latitudes una legislación tan realista como generosa.”
Lo erróneo sería suponer que nuestra revolución significó una ruptura con el pasado y el triunfo del “jacobinismo”; en tanto que el bando realista habría representado una postura tradicionalista, ultramontana y “reaccionaria”. En realidad hubo conservadores y liberales en ambos bandos:
“Como punto de partida dejemos centrado que existieron cuatro tendencias en torno a la Revolución de Mayo: dos impulsoras de la misma y dos contrarias. De las impulsoras, una fue de tendencia tradicionalista (Saavedra) y otra liberal (Mariano Moreno). De las contrarias, una fue igualmente tradicionalista (Abascal, Liniers, Elío) y otra liberal (Consejo de Regencia y Cortes de Cádiz).”
Un representante del conservadorismo realista fue el ilustre Santiago de Liniers. Desencadenados los hechos de Mayo de 1810, no pudo ver que una “nueva fidelidad”, el servicio a la Patria naciente, venía a reemplazar a la vieja fidelidad a un Rey que ya no reinaba. Y se opuso a un Movimiento que consideró revolucionario en la entraña misma de su ser. Encabezó la resistencia contrarrevolucionaria en Córdoba, que fue fácilmente contenida, y los cabecillas capturados y condenados. En estas circunstancias, y ante la presión de su padre político que no entendía su conducta, Liniers escribe:
“(…) mi amado padre (...) en cuanto a mi individuo; ¿cómo siendo yo un general, un oficial quien en sus treinta y seis años he acreditado mi fidelidad y amor al soberano, quisiera Usted que en el último tercio de mi vida me cubriese de ignominia quedando indiferente en una causa que es la de mi Rey; que por esa infidencia dejase a mis hijos un nombre, hasta el presente intachable con la nota de traidor? ¡Ah mi padre! Yo que conozco también la honradez de sus principios, no puedo creer que Usted piense, ni me aconseje motu proprio, semejante proceder (...)
(...) Por último Señor, el que nutre a las aves, a los reptiles, a las fieras y los insectos proveerá a la subsistencia de mis hijos, los que podrán presentarse en todas partes sin avergonzarse de deber la vida a un padre que fue capaz por ningún título de quebrantar los sagrados vínculos del honor, de la lealtad, y del patriotismo, y que si no les deja caudal, les deja a lo menos un buen nombre y buenos ejemplos que imitar (...)”
Por su parte, Juan Manuel de Rosas en su mensaje a la Legislatura del año 1836 nos brinda una interpretación “tradicionalista” de la Revolución que llevó a la instalación de la Primera Junta. La Revolución se hizo, decía, “no para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituidas, sino para suplir la falta de las que acéfala la Nación, habían caducado de hecho y de derecho. No para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para preservarle la posesión de su autoridad, de que había sido despojado por el acto de perfidia. No para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos en disposición de auxiliarlos con mejor éxito en sus desgracias. No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al abismo de males, en que se hallaba sumida España.”
Anarquía
Una de las consecuencias políticas inmediatas de la Revolución fue el desencadenamiento de un proceso de gran inestabilidad política que condujo a momentos de anarquía y de tremenda guerra civil. Unos párrafos más arriba se hacía referencia al análisis que hace Massot del proceso abierto en 1810 a partir de tres conceptos claves: Revolución-Independencia-Anarquía. Intentemos, pues, encontrar algún tipo de explicación al proceso anárquico que caracteriza nuestra historia durante el período estudiado, y con posterioridad al mismo. Para ello recurriremos a algunos conceptos tomados de la Sociología, en particular del sociólogo de Max Weber.
Una crisis de Legitimidad
Para comprender lo que ocurrió en los territorios hispánicos a partir de 1808, y en particular en el Río de la Plata desde 1810, podemos recurrir a algunos conceptos elaborados por el sociólogo Max Weber acerca de la Dominación y del Poder.
“Poder significa la posibilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia (…)
Por dominación debe entenderse la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas.”
La dominación supone, por tanto, dentro del planteo que presenta Weber, la aceptación de la Legitimidad del mandato del que manda por parte de los que obedecen. Dicha legitimidad, siempre siguiendo a Weber, se construye a partir de tres tipos de dominación.
La dominación carismática: La “legitimidad” de este tipo de dominación se produce “en virtud de la devoción afectiva a la persona del señor y a sus dotes sobrenaturales (carisma) y, en particular: facultades mágicas, revelaciones o heroísmo, poder intelectual u oratorio.”
La dominación tradicional: En este tipo de “dominación” la legitimidad está “sacralizada por la tradición”. Es el caso de las Monarquías tradicionales.
La dominación legal-burocrática: “Su idea básica es que cualquier derecho puede crearse y modificarse por medio de un estatuto sancionado correctamente en cuanto a la forma.” No se obedece a una persona sino a una norma estatuida, a una norma formalmente abstracta. Es el caso de los sistemas constitucionales modernos.
Lo que explica la anarquía desatada en los territorios hispánicos a partir de la crisis de la Monarquía provocada por los acontecimientos de 1808 fue el intento de reemplazar un tipo de dominación tradicional por uno legal racional. Mientras el pueblo y los estamentos tradicionales se desangraban en la península por el Rey; y en América, al principio por el Rey, y luego por la Patria; las elites intelectuales se reunían en Asambleas y Cortes procurando crear un marco constitucional conforme a los principios de 1791. Por otra parte, el Rey a quien tanto se veneraba había “rifado” su Corona a los Bonaparte. La consecuencia fue que ya no se supo a quién o a qué había que obedecer. Proyectos constitucionales, monarquías alternativas, liderazgos fugaces, grupos enfrentados, regiones que se proclaman autónomas, guerras civiles, fueron la constante del fracaso de los primeros veinte años posteriores a la Revolución. Lozier Almazán cierra su obra referente a los diversos proyectos monárquicos que existieron para el Río de la Plata entre 1808 y 1825 con una gráfica descripción:
“Como ya hemos visto, el derrumbe de la monarquía española en Bayona, prendió la mecha revolucionaria de Mayo de 1810 que dio origen al prolongado y cruento proceso institucional, hasta que en 1820 se produjo un profundo quiebre de la ya precaria autoridad política.
Como lógica consecuencia del desmantelamiento de la estructura política virreinal, la inexistencia de un gobierno central que la sustituyera y la anarquía reinante, surgió el caudillismo, como un fenómeno social y político que asumió empíricamente la misión de restaurar el orden, construir y organizar un estado.
(…) los caudillos –del latín capitellium, o sea cabeza, cabecilla-, devenidos en señores feudales, protectores y custodios de intereses locales o regionales, sin rendir vasallaje a nadie, por carecer de rey (…)
Debió transcurrir casi una década, desde la caída del período directorial, hasta que en 1829, Juan Manuel de Rosas asumió como gobernador y capitán general de la Provincia de Buenos Aires. Época en que la situación exigía un poder fuerte para asegurar el orden y la tranquilidad de los habitantes de la ciudad y la campaña bonaerense.
De tal manera, Rosas fue, por aquel entonces, la encarnación del caudillo surgido primus inter pares, razón por la cual asumió su gobierno dispuesto a imponer el principio de autoridad para restaurar el orden, que sus antecesores no habían logrado a lo largo de 19 años, desde mayo de 1810.”
Recapitulando, el intento por parte de algunos sectores de la elite ilustrada –a un lado y otro del océano- por crear un marco legal constitucional que reemplazara a la Monarquía tradicional, acosada por una tremenda crisis, abrió un proceso de cuestionamiento de la Legitimidad. Cuestionada la Monarquía tradicional, y fracasados los primeros intentos por establecer un marco racional constitucional, se estableció un tipo de legitimidad carismática representada por los caudillos, entre los cuales sobresalió Juan Manuel de Rosas quien logró imponer un Orden que reemplazara al Antiguo Régimen caído, sustentándose en muchos de los principios sobre los que aquél se había fundado. El discurso a la Legislatura de 1836 es una prueba de esto último.
CONTINUIDAD
A partir de todo lo analizado podemos concluir que nuestro proceso “revolucionario” no se propuso abrir una brecha radical con el pasado hispano, sino que más bien debe ser entendido en el contexto de la crisis que afectó al Imperio Español a partir de 1808. Los hombres que protagonizaron el proceso, más allá de las posturas radicalizadas que pudiera sostener alguno en particular, eran producto de la cultura que la Madre Patria había implantado en estas tierras, y actuaron conforme a dicho marco. No deben buscarse entonces grandes rupturas ni raíces en el proceso francés, más allá de algún influjo accidental que pudo haber habido (en forma indirecta, y a través del liberalismo peninsular).
Tenía razón Alberto Ezcurra Medrano cuando afirmaba: “El 14 de julio es el aniversario de la Revolución por excelencia (la Francesa) (…) El 9 de julio de 1816 (por el contrario) (…) no hubo gritos, manifestaciones, asaltos ni asesinatos, pero el pueblo estuvo dignamente representado por un Congreso de abogados y teólogos, católicos, monárquicos en su mayoría y poseedores de una cultura netamente clásica.”
Claro que la Independencia abrió un proceso de anarquía que iba a costar 14 años encauzar. Pero eso ya es parte de otra historia.
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