La figura de San Martín ha desatado enormes polémicas entre los historiadores argentinos. La historiografía liberal lo ha querido presentar como un agente masón, en tanto la revisionista –de cuño nacionalista[1]- ha reivindicado la no afiliación del prócer a la secta. Lo que ocurre con San Martín es que se trata de una figura paradigmática de nuestro pasado, en muchas ocasiones ha sido presentado como el arquetipo de la nacionalidad, y el ejército argentino –pilar fundamental de la Patria- ha inspirado su mística en la obra militar de don José. Fernando Romero Moreno tiene un artículo en el que trata con ecuanimidad y profundidad el tema. Lo reproducimos:
“a) El
caso de San Martín es un caso polémico en ambientes tradicionalistas y
católicos. Es innegable que al pedir la baja del Ejército español en 1811
–cuando toda España estaba ocupada ya por Napoleón- y decidir su vuelta a
América, estaba influenciado por cierto liberalismo al estilo inglés, moderado
y nada anticlerical. Su pertenencia a la Masonería no está probada y, lo que es
más importante, toda su actuación pública revela un accionar contrario a los intereses
de Inglaterra, de la Masonería y de los liberales criollos o peninsulares. Eso
no implica que no pudiera pertenecer a cierta masonería irregular, lo que
explicaría ciertas conductas, escritos y hechos de su vida. Cierto pensamiento
ilustrado lo mantuvo a lo largo de su existencia (se nota en muy pocas cartas
privadas, en la semblanza de algún contemporáneo y en las Máximas a su hija)
pero el tono general de su vida privada y sobre todo su actuación como hombre
público (como Jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, como Gobernador de
Mendoza, como Jefe del Ejército de los Andes, como Protector del Perú, como
enemigo del gobierno laicista de Rivadavia y como admirador de la dictadura
tradicionalista y católica de Rosas) es la de un hombre profundamente
respetuoso de la tradición católica americana y, a su manera, el de un católico
más o menos práctico. Muy difícilmente un liberal hiciera rezar diariamente el
Rosario en el Ejército como lo hacía San Martín, pedir más capellanes para sus
oficiales y soldados, tener él un capellán y oratorio personal, honrar a la
Virgen del Carmen como Patrona del Ejército de los Andes, declarar al
catolicismo la religión oficial del Perú, fundar una Orden aristocrática (la
Orden del Sol) bajo el patrocinio de Santa Rosa de Lima…y proyectar una gran
monarquía católica americana e independiente, con un Príncipe Español a la
cabeza y sin la Constitución de 1812, como le propuso al Virrey La Serna en la
Hacienda de Punchauca (siendo obstaculizado en esto por el masón General
Valdés, enviado por Fernando VII) o, fracasada la propuesta del príncipe
español, enviar a buscar Príncipes europeos (ingleses, rusos, austríacos, etc.)
con la expresa condición de que fueran católicos y vinieran a garantizar la
Independencia americana. Como afirma un historiador americano, la historia de
la Independencia es la de la lucha de los Libertadores (San Martín, O´Higgins,
Bolívar, Iturbide) contra los liberales. Los conflictos que pudo tener San
Martín con ciertas autoridades eclesiásticas no fueron de índole religiosa,
sino política (como en el Perú), y además fueron algo excepcional.
b) Los proyectos de San Martín se remontan al
momento de su llegada al Río de la Plata (1812), cuando discute con Rivadavia
-oponiéndose a la exigencia masónica de instalar repúblicas en América- , y se
extienden a lo largo de toda su vida, siendo de especial importancia sus
recomendaciones monárquicas al Congreso de Tucumán (1816) y las propuestas en
el Perú (1821-22).
c) Que San Martín estuvo vinculado a los ingleses
no ofrece mayor dificultad: toda la España que combatía a Napoléon lo estaba.
Que tenía algunas influencias liberales en su pensamiento (como se desprende de
los recuerdos de Mrs. Graham, de alguna carta a Guido, de las Máximas a su hija
o de las referencias al estilo de la leyenda negra) tampoco, pues poco influyeron
en su vida política y no fueron permanentes en su intimidad. En su vida pública
San Martín obró habitualmente -con alguna excepción- en sentido católico,
monárquico y si no tradicionalista, al menos conservador. Escribió además en
contra de las teorías liberales, socialistas y comunistas y en favor de la
religión y la tradición. Lo de la masonería regular no está probado y si estuvo
ligado a una suerte de masonería irregular, lo importante es que obró en
sentido contrario y le costó el exilio y casi la vida. Que por otro lado no
obedeció a los intereses ingleses se desprende de su lucha constante por la
Independencia, hecho que Gran Bretaña no apoyaba desde 1808. Esto es importante
aclararlo, pues aún hoy se sigue insistiendo en que Inglaterra fomentó la
Independencia americana: eso fue así hasta la invasión napoléonica a la
Península, luego actuó como intermediaria, procurando que los gobiernos
americanos garantizaran la libertad de comercio y la libertad de cultos, pero
procurando un entendimiento con Fernando VII. En el Río de la Plata esto es
conocido, sobre todo siguiendo la actuación de Lord Strangford. Y en lo que a
San Martín se refiere, el Libertador -que había dicho en 1816 que nada se podía
esperar de los ingleses- se propuso precisamente lo que Inglaterra no quería:
la Independencia de Sud América, tratados comerciales favorables a España y la
construcción de una gran monarquía que uniera Chile, Perú y el Río de la Plata
bajo la Corona de un Príncipe Español.
d) Este ofrecimiento de Punchauca y
Miraflores parece sincero porque a pesar de la carta a Miller, lo dicho allí se
contradice con la que le escribió a Riva Agüero, y además están los testimonios
contrarios de Guido, Abreu, García del Río, más la última carta del propio San
Martín a La Serna, poco antes de Guayaquil. Y las tratativas que hizo a través
de su hermano Justo Rufino, que trabajaba en la Secretaría de Guerra en España.
Mitre, que tuvo toda la documentación sobre el Libertador en sus manos, la da
por cierta, criticándolo porque de este modo se perdía el apoyo de EE.UU, nos
ligábamos a la política "reaccionaria" de la Santa Alianza y se
abandonaba el camino "republicano" de la Independencia (república que
en realidad nunca estuvo en la cabeza de los protagonistas de la Independencia
-salvo la minoría liberal-, como puede advertirse conociendo la discusión al
respecto del Congreso de Tucumán)
e) El conflicto con la masonería peruana y
rioplatense se deduce leyendo las Memorias de Iriarte. Y probablemente sea
cierta la interpretación de que eso ex-lique el "secreto" de
Guayaquil, como sugiere Steffens Soler.
f) La postura contraria de algunos
"tradicionalistas" se refuta diciendo que de obrar en sentido
contrario, San Martín hubiera tenido que seguir peleando en una España que en
1812 casi no existía (¡y al mando de Beresford, el jefe de las tropas
británicas que invadieron Bs. As en 1806!) o luego ser cómplice de los
militares iluministas que nos mandó Fernando VII (Morillo y más precisamente
Valdés, el General masón, Venerable de la Logia en Perú y que fue quien se
opuso al ofrecimiento de Punchauca). O aceptar la unión con España de un modo
contrario a la Tradición: aceptando la Constitución de 1812 (como pedía el Rey
en 1821, luego de la Revolución de Riego) y bajo un régimen centralizado,
contrario a la autonomía que América tenía desde tiempos de Carlos V. ¿Quién
era pues más tradicionalista? Lo de Punchauca es similar al Plan de Iguala de
Iturbide, y de allí que fuera alabado por algunos monárquicos europeos de la
Santa Alianza.
g) El hilo conductor parece ser este: San
Martín comenzó a pelear por la independencia de América cuando la Península
estaba ya totalmente ocupada por Napoléon y luego contra la testarudez de Fernando
VII, a pesar de los ofrecimientos de paz del gobierno rioplatense (en 1814) o
del propio San Martín en el Perú. Con España o sin España, San Martín propuso
la unión de Perú, Chile y el Río de la Plata bajo una monarquía católica.
Fueron los masones Valdés y Rivadavia quienes combatieron este proyecto hasta
lograr vencer a San Martín, quien sin embargo apoyó al Partido Federal y sobre
todo al Restaurador, que defendían los intereses americanos y la Tradición
hispano-católica en el Río de la Plata.
h) Todo esto está muy bien documentado en los
libros de Ibarguren, Díaz Araujo y Steffens Soler. Hay que leerlos
detenidamente y que el árbol (cierto liberalismo marginal de San Martín) no
tape el bosque (el proyecto de monarquía católica con príncipe español a la
cabeza y luego el apoyo a Rosas).
J) No se comprende esto, por otro lado, sin conocer el contexto en que se dio el proceso emancipador: el progresivo incumplimiento de los Borbones respecto al pacto explícito de Carlos V con los Reinos de Indias (1519) -Tratado de Permuta de 1750, expulsión de los Jesuitas, Conferencia de Bayona, alianza del Virrey Elío con los portugueses, represión violenta de Fernando VII a las Juntas americanas- que condujeron a los pueblos del Nuevo Mundo de un planteo inicialmente autonomista a uno más decididamente emancipador. Los argumentos jurídicos esgrimidos en el Manifiesto del Congreso de Tucumán son claros en ese sentido. Lo mismo fue expuesto por Mariano Moreno en su polémica con el Marqués de Casa Irujo, por Fray Francisco de Paula Castañeda (quien dijo que debíamos emanciparnos con el honor propio de quienes habíamos sido hijos y súbditos de la Corona, porque entre otras cosas, "por Castilla somos gente"), por Don Juan Manuel de Rosas en su discurso de 1835 y por las cartas al propio Rosas de Tomás Manuel de Anchorena -partícipe de los hechos de Mayo de 1810 y congresal en Tucumán-. Que en la Independencia actuaron también liberales y masones es algo similar a lo que ocurrió en España en la Guerra contra Napoléon. Pero el primer grito de autonomía se dio en el Río de la Plata bajo el lema "por Dios, por la Patria y el Rey". La Guerra de la Independencia no fue una guerra ideológica (hubo tradicionalistas y liberales en ambos bandos), ni étnica (hubo criollos y peninsulares en un lado y en el otro), ni religiosa (masones y católicos actuaron por igual a favor o en contra de la emancipación americana). Fue una guerra separatista, fundada no en los principios abstractos del nacionalismo moderno (principio de las nacionalidades, autodeterminación de los pueblos) sino en aquellos derechos concretos reconocidos en el Fuero Juzgo, las Leyes de Partidas y sobre todo las Leyes de Indias, que garantizaban para nuestro caso que América era intangible, inalienable y autónoma.”[2]
Del artículo de Romero Moreno se extraen dos aspectos fundamentales de la vivencia cristiana del Libertador: la religiosidad vivida en el ámbito privado, y su actuación pública en conformidad con los sanos principios del orden social cristiano. Con respecto a la vivencia íntima de la Fe existen varios testimonios. Gracias a Estela Arroyo de Sáenz contamos con el testimonio de la tradición familiar enriquecido con la investigación histórica seria, de lo que dejó constancia en una pequeña pero sólida obrita de la que extraemos los siguientes párrafos:
“Hoy
más que nunca es necesario conservar el buen hábito de leer, que es conservar
el derecho a ser persona y huir de la masificación. Libros que responden al
deseo de Verdad, de Belleza o de Bien que todos tenemos, ensanchan horizontes e
introducen en ese universo maravilloso que se abre a los que aman la lectura;
serán una ayuda para desarrollar la capacidad de pensar en el niño y lo
acompañarán hasta ser un medio de superar la soledad en la edad madura.
Es que los libros son una afirmación de vida
interior, una maravilla del espíritu que perdura a través de los siglos,
conservando valores eternos. Ellos nos acompañan dando calidez a las casas y a
las vidas; nos permiten el contacto con grandes almas, cuyos mensajes están
allí, esperándonos, como amigos silenciosos y fieles. Si no hubieran quedado
escritos, cuántos bellos relatos se perderían, no tendríamos lazos de unión con
el pasado, seríamos como árboles sin raíces, que cualquier viento derriba.
Estas son las razones que me llevaron a
escribir estas líneas, que nacieron hace mucho tiempo, a través de los relatos
de mi abuela, Sara Villanueva Delgado de Arroyo, nieta a su vez de Josefa
Álvarez de Delgado, que fuera madrina de Merceditas y conoció al ‘General’,
como lo llamaba, en su vida diaria y no sólo por sus actos de gobierno. Ella me
hizo comenzar a admirar desde mi infancia a nuestro héroe a través de sus
relatos, que venían de fuente tan directa.
Somos realmente privilegiados los argentinos, porque podemos mostrar a nuestra juventud un modelo de esa talla. Edad del entusiasmo y de la búsqueda, necesita de alguien a quién admirar y tomar como modelo para salir de la mediocridad, ante tantos falsos ídolos que no ayudan a elevarse, parece necesario recatar la figura de San Martín, sobre todo, en su grandeza moral.”[3]
Ya en el cuerpo central de su enjundiosa obrita se refiere a la riqueza moral y espiritual del alma del Libertador:
“Sería temeraria la tesis de este trabajo si no contáramos, además de la
tradición oral, con documentos que permiten seguir el derrotero espiritual de
San Martín, si bien no son numerosos. Es que el alma tiene también sus pudores,
y hay algo íntimo en esa relación (religio) entre ella y Dios, que no se desea
exhibir ante los demás, sobre todo tratándose de un alma masculina. Pero
tenemos los testimonios suficientes para ver en él una conducta coherente y
cristiana, sobre todo si se lo ubica en su época.
(…)
No
hay en él un solo acto o escrito que trasunte esa irreligiosidad tan de moda en
su época: obró como católico en actos tanto oficiales, como privados, (…) y su
moral tanto en la vida pública como en la privada, fue intachable. (…)
Pero lo que nos induce a asegurar su fe, además de una tradición directa
de quien gozó de su amistad y lo conoció en su diario vivir en Mendoza, ya que
fue la madrina de su única hija, es precisamente su conducta en la vida
privada. El bautismo de su hija en la mayor intimidad, la entrega de su bastón
de mando a la Virgen, muchas de sus cartas que hoy se conocen. ‘Dedique a su
amigo media hora cada correo, que Dios y Nuestra Madre y Señora de las Mercedes
se lo recompensarán…’
(…)
En
esta época nace su única hija (1816), que fue bautizada a los tres días de
nacer, apenas estuvo repuesta la frágil salud de su esposa. De la ceremonia,
que fue muy íntima, conocemos los detalles por la madrina, Josefa Álvarez de
Delgado, ligada en estrecha amistad con doña Remedios, y cuyas casas se
comunicaban por los fondos, mediante una puerta que había hecho colocar el
General. Tanto ella como el padrino, Antonio Álvarez Condarco (también íntimo
amigo, que hizo de memoria los planos de la cordillera, en el mayor secreto)
fueron llamados con urgencia pues el General mandaba decir que ‘deseaba que
cuanto antes su hija fuera cristiana, y que era el sacramento y no la
ostentación lo que le interesaba’.
En un altar preparado en la casa, dos grandes velas de cera ardían ante un Cristo tallado en madera, y allí fue bautizada Mercedes, por el Padre Lorenzo Guiraldez, luego Capellán del Ejército, con la sola presencia de padres y padrinos.”[4]
Señala la autora, hacia el final de su obrita, cómo fueron los últimos años del General:
“Sigue
a pesar de la distancia, todos los acontecimientos de su amada patria en una
correspondencia bastante abundante. Y una vez más la nobleza de su corazón
cristiano le hace escribir a Guido: ‘no soy dueño de olvidar injurias, eso es
cuestión de memoria, pero al menos sé perdonarlas, porque eso depende del
corazón: gozo de una paz que doce años de revolución me hacían desear’. (…)
Nace en el exilio su nieta Josefa, hija del matrimonio de su hija con
Mariano Balcarce, quienes siguen viviendo con él; su yerno nos ha dejado estas
palabras para retratarlo: ‘Aún cuando dicen que nadie es grande para su ayuda
de cámara, el General es una excepción a la regla. Cuan más íntimamente se le
conocía, mayor admiración y respeto inspiraban la rigidez de sus principios, la
afabilidad y sencillez de su trato y su virtud cristiana’.
En
esa época su gran amigo es el abate Bertin, que probablemente fue su confesor;
en sus conversaciones siempre recomendaba el respeto a la moral, las buenas
costumbres y las tradiciones: se lamentaba de los reformadores con el pretexto
de corregir abusos, trastornan en un día el estado político y religioso de los
países.
(…) Al morir tiene un Cristo entre sus manos y otro preside su
velatorio, donde dos hermanas de la Caridad rezan por su alma, ellas lo habían
asistido en su última enfermedad, hasta que llegó la imprevista muerte.
El cortejo fúnebre, sencillo como fue su vida, se detuvo en la Iglesia de San Nicolás para recibir las últimas oraciones y sus restos fueron depositados en la Catedral de Boulogne, donde descansaron hasta ser repatriados.”[5]
El padre Cayetano Bruno, en los capítulos dedicados a San Martín de su Historia de la Iglesia en la Argentina, se refiere al Rosario que llevaba siempre consigo:
“Así en el combate de
San Lorenzo como en las batallas de Chacabuco y Maipú, el Libertador llevaba
consigo y, en ocasiones, colgada en el cuello la corona del santísimo rosario.
Lo
testimonia Olazábal, subalterno de San Martín, en la siguiente nota
autógrafa publicada en La Nación el 5 de
octubre de 1972, y que identifica el susodicho objeto piadoso:
´Rosario de madera del monte de los Olivos perteneciente al general San
Martín, a quien se lo regalara la hermana de la caridad que cuidó de él después
de la batalla de Bailén contra Bonaparte en 1808, de la que fue ligeramente
herido.
San Martín lo usó siempre, y hasta en ocasiones se lo vi suspendido del
cuello debajo de la casaca y a manera de escapulario.
El
día 15 de mayo de 1820 me presenté a la revista de Rancagua, a pesar de
hallarme todavía enfermo a consecuencia de las heridas recibidas; el General me
abrazó y me entregó su rosario (…). Desde entonces lo usé yo también, siempre
al cuello. (…)’.”[6]
El Padre Guillermo Furlong, en su obra El General San Martín, ¿masón-católico-deísta?, también aporta importantes datos sobre la devoción personal del General a la Reina del Cielo:
“Se asegura, pero no lo hemos podido comprobar documentalmente, que
desde 1813 hasta 1823, llevó San Martín consigo un sencillo relicario, con la
imagen de Nuestra Señora de Luján, relicario que le había obsequiado su esposa
doña Remedios de Escalada, pero consta documentalmente que poseyó un cuadrito
de Nuestra Señora del Carmen, que también llevó consigo, durante muchos años, y
donó después al General las Heras.
(…)
Mientras estuvo San Martín en Mendoza, antes de cruzar los Andes, preocupóse de adornar la Capilla del Plumerillo, según afirma Enrique Prack (…), y se dice que donó a la misma un hermoso cuadro del Ecce Homo, de la escuela de Van Dyck; cierto es, y consta documentalmente, que una vez en Santiago de Chile, instaló una Capilla en su mansión particular, y contó con capellán, y en esa Capilla había ‘un altar portátil, un ornamento completo para celebrar misa, un retablo de la Dolorosa, un nicho con la Virgen del Carmen, con el Niño cargado y su coronita de plata, un crucifijo grande, con su peana, y un crucifijo chico de bronce’.”[7]
Pero fue sobre todo en su actuación pública donde el Libertador manifestó su devoción y agradecimiento a la Madre Celestial. Para indagar en este aspecto seguiremos la obra documentada y devota del Padre Cayetano Bruno, La Virgen Generala:
“La devoción del General D. José de San Martín a Nuestra Señora, rica
herencia materna, es asunto que corre parejo con su austera religiosidad. (…)
(…)
En las Memorias del
coronel D. Manuel A. Pueyrredón, publicadas por primera vez en 1947, se
conservan algunos datos acerca de las prácticas religiosas que el regimiento de
Granaderos a Caballo cumplía en el Retiro desde los primeros días de su
creación (…)
‘Después de la lista de diana –recuerda el coronel Pueyrredón- se
recitaban las oraciones de la mañana, y el rosario todas las noches en las
cuadras por compañías, dirigido por el sargento de la semana.’
A
esas prácticas diarias se añadían las semanales: ‘El domingo o día festivo
–prosigue Pueyrredón-, el regimiento formado con sus oficiales asistía al Santo
Sacrificio de la Misa, que decía en el Socoro el capellán del regimiento’
Y
agrega a renglón seguido: ‘Todas estas prácticas religiosas se han observado
siempre en el regimiento, aun mismo en campaña. Cuando no había una iglesia o
una casa adecuada, se improvisaba un altar en el campo, colocándolo en alto
para que todo el regimiento pudiese ver al oficiante’.
Tampoco se descuidaba la instrucción religiosa. ‘El capellán tenía la
obligación de predicar para el regimiento en ciertos días del año, para lo cual
se erigía una cátedra en el mismo cuartel. O era una plática, sentado en una
silla, cuando estaba en campaña’. (…)
Igual programa religioso se propuso y realizó San Martín en la formación
del ejército libertador de Cuyo (…).
Se
contrajo en desterrar el vicio de la blasfemia con sanciones severísimas. El
artículo del Código Militar que esto disponía es muy aleccionador (…)
‘Todo el que blasfeme –así se expresa- contra el santo nombre de Dios,
su adorable Madre, e insultare la religión, por primera vez sufrirá cuatro
horas de mordaza atado a un palo en público, por el término de ocho días, y por
segunda (vez) será atravesada su lengua con
un hierro ardiente, y arrojada del cuerpo.’
‘…Sea honrado el que no quisiera sufrirlas. La Patria no es abrigadora
de crímenes.’
(…)
Se
interesó igualmente San Martín por la atención espiritual de la tropa en
general. Propuso para ello al presbítero D. José Lorenzo Güiraldes, quien,
gracias a sus dotes personales, había de ejercer el ministerio –anotaba- ‘con
la piedad y circunspección apetecibles’. Los fundamentos que expuso en su
petición al Gobierno son clara manifestación del celo religioso que lo animaba.
‘Se hace ya sensible la falta de un vicario castrense, que contraído por
su instituto al servicio exclusivo del ejército, se halle éste mejor atendido
en sus ocurrencias espirituales y religiosas (…).’
Recibido el nombramiento, pasó el P. Güiraldes a ocupar su puesto en el
campamento de ‘El Plumerillo’.
Merced a esta providencia pudo atender la tropa con más holgura a sus
prácticas de piedad. Éstas se cumplían regularmente.
El
rezo diario del santo rosario fue tradicional en nuestros ejércitos. (…) San
Martín lo impuso en ‘El Plumerillo’, como lo había impuesto en el cuartel del
Retiro a sus granaderos.
(…)
No
sólo el rosario, sino también la Misa y plática dominicales eran de regla en el
campamento. (…)
El General Espejo (…)
nos ha dejado recuerdos interesantes de aquellos años heroicos (…).
Entre mil curiosos pormenores refiere Espejo el programa religioso
dominical del ejército de los Andes:
‘Los domingos y días de fiesta se decía Misa en el campamento y se
guardaban como de descanso. En el centro de la plaza de armas se armaba una
gran tienda de campaña (forrada de damasco carmesí, que de Inglaterra le habían
mandado al General); allí se colocaba el altar portátil y decía la Misa el
capellán castrense doctor don José Lorenzo Güiraldes o alguno de los capellanes
de los cuerpos. El ejército se presentaba en el mejor estado de aseo; mandaba
la parada el jefe de día, los cuerpos formaban al frente del altar en columna
cerrada estrechando las distancias, presidiendo el acto el General acompañado
del Estado Mayor.’
‘Concluida la Misa, el capellán dirigía a la tropa una plática de
treinta minutos poco más o menos, reducida por lo general a excitar las
virtudes morales, la heroicidad en la defensa de la Patria y la más estricta
obediencia a las autoridades y superiores.’
(…)
‘Entre los diversos accesorios a que la atención del General se contraía
para completar sus aprestos de campaña –refiere Espejo-, no olvidó uno de los
más esenciales entre ellos…, el de poner el ejército bajo el tutelar patrocinio
de la Virgen Santísima en alguna de sus advocaciones.’
(…)
Desde la victoria de Tucumán la advocación de la Santísima Virgen con el
título de las Mercedes era, ciertamente, la más popular entre los soldados. En
algunos documentos asoma esta preferencia también del Libertador. El 29 de
agosto de 1816 le nacía su primogénita y única hija, ‘la infanta mendocina’,
como dio en llamarla. Púsole por nombre Mercedes en honor de la Virgen de ese
título. El 3 de octubre siguiente insinuaba al General D. Tomás Guido: ‘Dedique
para su amigo media hora cada correo, que Dios y Nuestra Señora de Mercedes se
lo recompensarán’. El 1º de febrero de 1817 así concluía Pueyrredón una de sus
memorables misivas al Gran Capitán: ‘Ojalá sea Ud. oído por nuestra Madre y
Señora de Mercedes’. (…)
Ello no obstante prefirió San Martín someter el caso al veredicto de su
Estado Mayor. (…).
Trae el general Espejo el dato: ‘(…) Nuestra Señora del Carmen había
merecido la preferencia’.
Hubo de influir en el ánimo de todos el hecho de que la Virgen del
Carmen era la advocación mariana más arraigada entre los pueblos de aquende y
allende los Andes.
El
acto debía tener carácter oficial, y juntar a la proclamación y jura de la
Patrona, la bendición y jura de la bandera que el ejército pasearía victoriosa
por los campos y ciudades de Chile y Perú.
También el origen de la bandera de los Andes guarda íntimo enlace con la
piedad del Libertador.
Había solicitado éste de las ‘Patricias Mendocinas’ el susodicho pendón
como regalo de Reyes para su ejército. Laureana Ferrari de Olazábal, una de las
hacendosas damas patriotas, recordaría después las dificultades que hubieron
todas de superar para satisfacer el pedido.
‘Por fin –así concluyó su Memoria- a las dos de la mañana del día 5 de
enero de 1817, Remedios de Escalada de San Martín, Dolores Prat de Huici,
Margarita Corvalán, Mercedes Álvarez y yo estábamos arrodilladas ante el
crucifijo de nuestro oratorio, dando gracias a Dios por haber terminado nuestra
obra y pidiéndole bendijera aquella enseña de nuestra Patria, para que siempre
la acompañara en su victoria.’
Gobernador Intendente de Mendoza era, por aquel entonces, el coronel D.
Toribio de Luzuriaga. A él se dirigió el Libertador con fecha 1º de enero de
1817:
‘El domingo 5 del corriente se
celebra en la Iglesia Matriz, la jura solemne de la Patrona del ejército
y bendición de su bandera. V (uestra) S (eñoría) al frente de la muy ilustre
Municipalidad, Corporaciones, Prelados y Jefes militares y políticos de esta
Capital, se servirá solemnizar la función con su asistencia, en que el ejército
y yo recibiremos honra. Principiará (la función) a las cinco de la mañana.’
(…)
Daba luego las normas para el desarrollo de los festejos. A las cinco de
la mañana debía comenzar la solemnidad en la Iglesia Matriz. Abandonaría San
Marín ‘el campo de instrucción con la plana mayor, oficiales y tropa, con la
magnificencia y pompa que corresponde a la dignidad de un objeto tan santo’.
En
llegando éstos a la Ciudad debía el pueblo rebosar en entusiasmo a su paso.
Gravaba sobre el Gobernador Intendente la responsabilidad de aquel acto que
tanta trascendencia revestía para el General en Jefe. Lo que explica el énfasis
que puso al fin:
Apresurémonos ‘a recibirlo entre aclamaciones, con todo el brillo y
esplendor que quepa en la esfera de nuestros deseos: adórnense con colgaduras
las calles de la Cañada y los cuatro ángulos de la plaza: ilumínense en la
víspera por la noche las portadas y casas, y a proporción haga cada uno todas
las demostraciones que le inspire su entusiasmo: concurran cuantos puedan al
Santo Templo a derramar sus fervorosos votos por el triunfo de nuestras armas:
después de todo, unidos dulcemente, rompamos los aires con himnos de alegría
entonando en acordes acentos: ¡Viva la Patria! ¡Viva el invencible ejército de
los Andes! ¡Y viva la inmortal provincia de Cuyo!’
El
bando ‘se publicó…con toda solemnidad, fijándose en cada parte de su
publicación un ejemplar’, anotará el secretario Barcala. Y los mendocinos
respondieron con creces a la expectación de sus gobernantes. Relata Espejo:
‘El pueblo entonces, rebosando en las más vivas efusiones de patriotismo
como quizás no se ha manifestado otras veces, se vio desde la víspera
iluminado, engalanado con banderas, gallardetes y colgaduras, para recibir tan
honorable visita. La calle que en ese tiempo se llamaba de la Cañada por su
extensión y anchura, y era por donde el ejército debía transitar desde el
campamento, se cubrió de grandes y caprichosos arcos de las más vistosas telas
y cintas, follajes y ramilletes, de flores artificiales y naturales’.
Amaneció radiante el 5 de enero de 1817, que Damián Hudson describió con
arranques poéticos:
‘La naturaleza misma manifestabáse risueña, bañando con refulgente luz,
con una brisa perfumada y tibia…a la Ciudad famosa (nido que fue del águila
argentina)…, como llamó a Mendoza nuestro célebre vate Juan María Gutiérrez
treinta y seis años después.’
Habíase improvisado ‘un suntuoso altar inmediato a la puerta lateral de
la Iglesia Matriz’. La plaza ostentaba toda la magnificencia del alma cuyana.
Estaba ‘decorada con trofeos de armas, y sus edificios ostentaban un lujo de
colgaduras y banderas del más bello efecto’.
(…)
En
correcta formación abandonó el ejército el campo de ‘El Plumerillo’. Lo
comandaba el general Soler. En pos de él, ataviados con sus mejores galas, el
Estado Mayor y las tropas marchaban ‘al son de las cuatro músicas militares que
poseían sus cuerpos de infantería, de las bandas de cornetas de la caballería
que se presentó montada, así como el regimiento de artillería’.
A
las diez de la mañana entraban en la Ciudad y recorrían la ancha calle de la
Cañada (…).
En
la esquina del convento de San Francisco, al noroeste de la plaza mayor,
recibió la columna orden de hacer alto, ‘para esperar –narra Espejo- que
saliera del templo Nuestra Señora del Carmen, Patrona electa, y escoltada como
prescribía el ceremonial’.
Allí se formó la procesión. Encabezábala el Clero secular y regular con
sus vistosos ornamentos rituales. Tras ellos la imagen maternal de la Virgen
del Carmen llenaba de místico fervor el ambiente de aquella mañana histórica.
Es pos de la Virgen, con devoto continente marchaba ‘el general San Martín, de
gran uniforme, con su brillante Estado Mayor’. Lo acompañaban el gobernador
intendente Luzuriaga, el Cabildo, la gente de gobierno y lo más granado de la
sociedad mendocina.
El
ejército, así que hubo llegado a la Iglesia Matriz, ‘desplegó su línea
cubriendo los cuatro costados de la plaza y parte de una de sus avenidas’. Era
de ver el porte marcial de aquellos varones predestinados para la inmortalidad.
Damián Hudson pondera, como extasiado, ‘el grandioso, imponente espectáculo que
allí representaba el nuevo ejército de la República, creado, organizado,
disciplinado y equipado en poco más de un año’.
Llevaban todos los soldados el escapulario de Nuestra Señora del Carmen,
según el testimonio de doña Manuela Guiñazú de Encinas
Aseguraba ésta en 1911 haber ‘oído declarar a su madre que asistió
–siendo de unos 25 o 30 años de edad- a la proclamación de la Virgen del Carmen
que se veneraba en el templo de San Francisco, como Patrona del ejército de San
Martín, y que recordaba…que todos los soldados ostentaban en el pecho el
escapulario del Carmen’.
La
procesión entró solemnemente en la Iglesia Matriz. Situada la imagen en un
trono junto al altar, colocáronse el general San Martín y su comitiva a la
derecha del mismo. ‘En un sitial cubierto con un tapete de damasco estaba
doblada la bandera sobre una bandeja de plata’.
También entró en el templo ‘una guardia de honor al mando de un capitán,
compuesta de piquetes de las compañías de granaderos de los cuatro batallones
de infantería y un abanderado que se situó en la nave del costado del
Evangelio’.
Tan pronto como se presentaron, después de tercia, los ministros del
altar para la Misa solemne, levantóse San Martín de su asiento ‘y, subiendo al
presbiterio, acompañado de los edecanes, tomó la bandera y la presentó al
preste. Este la bendijo en la forma de ritual, bendiciendo también el bastón
del General, que era de un hermoso palisandro, con puño de un topacio como de
dos pulgares de tamaño’.
(…)
Hubo un momento de alegre expectación entre las tropas que ocupaban la
plaza y el pueblo que se agolpaba junto a ellas. Todas las miradas se dirigían
hacia la puerta de la Iglesia y hacia el altar que sobre un entablado esperaba
la imagen de la Patrona.
‘Al asomar la bandera y la Virgen –consigna Espejo- los cuerpos
presentaron armas y batieron marcha’. El regocijo y la conmoción rebasaron toda
medida cuando, ‘al subir la imagen para colocarla en el altar’, el general San
Martín ‘le puso su bastón (de mando) en la mano derecha’, declarándola así, ‘en
la advocación que representaba, Patrona del ejército de los Andes’.
Acallados los aplausos y aclamaciones, y concluido que hubieron los
instrumentos sus sones marciales, el General, tomando la bandera ‘en su
diestra, y avanzando hasta las gradas del atrio, presentándose al pueblo y al
ejército en esa actitud digna, marcial, tan esencialmente característica de su
gallarda persona, con voz sonora, vibrante’, se dirigió a la tropa:
‘¡Soldados: Esta es la primera bandera que se ha levantado en América!
La batió por tres veces, (y) cuando las tropas y el pueblo respondían con un
¡Viva la Patria!, rompieron dianas las bandas de música, de cajas y clarines, y
la artillería hizo otra salva de veinticinco cañonazos’.”[8]
[1] Últimamente se ha
desarrollado una línea revisionista, de matriz carlista, que reniega de toda la
obra y los próceres de nuestra independencia. No adherimos a esta cosmovisión
que, fundada en una justa reivindicación de nuestro pasado hispano, termina
repitiendo ciertos lugares comunes de la historiografía liberal contra la cual
se levantaron los primeros maestros del revisionismo clásico argentino. Hay una
obra reciente que creemos definitiva sobre San Martín, de Enrique Díaz Araujo, San Martín. Cuestiones disputadas. Editorial
UCALP. Fondo Editorial. San Francisco Javier. La Plata. Buenos Aires. 2015.
[2] http://elultimoalcazar.blogspot.com/2008/05/conjetura-sobre-san-martn.html
[3] Arroyo de Sáenz, Estela. El secreto de San Martín. Gladius &
Narnia. Mendoza. Argentina. 2000, pp. 7-8.
[4] Ibídem, pp. 12-15, 34.
[5] Ibídem, pp. 72-74.
[6] Bruno, Cayetano. Historia de la Iglesia en la Argentina. Editorial
Don Bosco. Buenos Aires. 1972. T. VIII (1812-1823), pp. 390-392.
[7] Furlong, Guillermo. El General San Martín, ¿masón-católico-deísta? Club de Lectores. Buenos Aires.
1950, pp.47-48, 58.
[8] Bruno, Cayetano, La Virgen General…, pp. 287-300.
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