El
SALVADOR de la humanidad, Nuestro Señor Jesucristo[1],
llevó a la máxima perfección la unión
de las Naturalezas humana y Divina. El Misterio de la Encarnación del Verbo ha
sido el hecho que más debate intelectual ha generado en los primeros siete
siglos del Cristianismo. La historia de los Concilios así lo demuestra. Y no es
casual que estos primeros Concilios se hayan cerrado con la controversia en
torno a la licitud de representar a Nuestro Señor y a sus santos a través de
los iconos. Frente a los iconoclastas, enemigos de los iconos, el II Concilio
de Nicea salvó la Ortodoxia, y aseguró para el futuro la riqueza de la belleza
sacra que contemplamos cuando nos posicionamos ante a una imagen sagrada, la
cual nos abre una ventana al Mundo Sobrenatural. Nos dice al respecto el Padre
Alfredo Sáenz: “El triunfo de la
Ortodoxia celebra la síntesis dogmática que el Séptimo Concilio Ecuménico
realizara de los seis primeros concilios, concretada en el culto de las
imágenes. Porque, como se ha podido observar, esta querella no es reductible al
ámbito meramente pastoral, como si hubiera versado sobre la conveniencia o disconveniencia de venerar las imágenes.
Fue por sobre todo una cuestión teológica”[2].
La unión de lo humano y lo Divino que se da
en Cristo se continúa en la Iglesia. A partir de elementos tomados del cosmos
material los Sacramentos nos permiten acceder al mundo de Dios. La Gracia que
nos comunican los Sacramentos nos inicia en las Virtudes Teologales: Fe,
Esperanza y Caridad. El arte sacro, a través de la belleza y del simbolismo,
también nos ayuda a elevar el alma a lo Divino, como pone de manifiesto la obra
del Padre Sáenz arriba citada. Es más, arte y liturgia deben ir de la mano. La
liturgia bellamente celebrada no sólo incoa en nuestra alma el organismo
sobrenatural, que es lo primero; sino que también nos eleva a la presencia de
lo Sacrum, expresado a través de lo Magnum y lo Pullcrum. La materia empleada en la acción litúrgica –imágenes,
música, gestos, olores- eleva la mente y el corazón a Dios. Lo que entra al
interior del hombre a través de los sentidos lleva a una profundización en la
Verdad celebrada, a una asimilación del Bien propuesto, y a un gozo en la
Belleza increada reflejada en la acción solemne que se celebra.
La Iglesia, cuya Sede Primada reside no
casualmente en Roma, no sólo comunica la Vida Trinitaria que Cristo nos ganó
con su Sacrificio Pascual, sino que promueve la “promoción” integral del ser
humano. La sustancia humana, que recibe la Gracia, debe tener condiciones
aptas. La Gracia no niega, sino que supone la Naturaleza, y la eleva. El
Organismo Sobrenatural perfecciona al Organismo natural, el que a su vez debe
estar orientado hacia la Verdad y el Bien para poder acceder a la Vida Divina.
Justamente, la Iglesia es la gran heredera de la cultura humanista clásica. La
rica herencia de Grecia y de Roma ha sido asimilada y transfigurada por la
Esposa de Cristo. La filosofía griega permitió a los sabios cristianos
reflexionar acerca de lo que es el hombre, el mundo y Dios; y de este modo se
logró una gran profundización en el Depósito de la Revelación. Al mismo tiempo,
la sabiduría práctica y jurídica del mundo romano permitió a la Iglesia contar
con una estructura organizativa que le sirviera de base para su
institucionalización.
Retomando, la rica herencia grecorromana
le dio a la Iglesia herramientas conceptuales para dar una definición acerca de
lo que es el hombre. Con ese fundamento teórico, los Padres de la Iglesia
–siguiendo a los sabios helenos, pero anclados también en la Escritura-,
pudieron explicar cuáles eran las virtudes fundamentales sobre las que se debe
desarrollar la vida humana: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. Los
maestros espirituales de los primeros siglos reflexionaron también sobre los
vicios capitales que degradan al ser humano[3].
La vida virtuosa, enseñada por los maestros antiguos y propuesta por la
Iglesia, supone un conocimiento intelectual del Bien que se debe alcanzar.
Obrar bien es obrar conforme a la Verdad. En el caso del hombre, de acuerdo con
lo que él es. O sea que la vida buena se apoya en la vocación metafísica del hombre[4].
No es un tema menor, a pesar de todo lo que nos plantea el pensamiento moderno
y posmoderno, saber[5] lo que cada cosa es.
La cultura clásica elevada al Orden
Sobrenatural dio como fruto la conformación de la civilización cristiana
medieval, o lo que es lo mismo: la Cristiandad. En su obra “Hacia la Cristiandad”, el Padre Julio Meinvielle se refiere a tres
de las naciones del Occidente Cristiano, y a la vocación recibida por cada una
de ellas en el seno de la Cristiandad. En Italia, Roma representa la Fe, y está
fundamentada sobre el apóstol San Pedro. En el extremo occidental de Europa,
España, bajo el patrocinio del apóstol Santiago, llevó adelante las batallas de
Dios, fundada en la virtud de la Esperanza. Francia, la “hija primogénita de la Iglesia”, representa la caridad, virtud en
la que brilló el apóstol San Juan. De este modo, el Padre Julio relaciona,
pues, a cada una de estas naciones con uno de los tres apóstoles más íntimos
del Señor, y con una virtud teologal[6]:
“Y así como tres son las virtudes
teologales, Fe, Esperanza y Caridad, sin las cuales no es posible concebir el
cristianismo y con sólo las cuales el cristianismo es una hermosa realidad y
así como Pedro, Santiago y Juan, símbolos de estas tres virtudes, se formó
alrededor de Cristo el núcleo esencial del apostolado cristiano; del mismo
modo, con Roma, España y Francia, queda en substancia constituida la Cristiandad”[7].
[1] Por ser Salvador de la Humanidad, a la que rescató por su Sacrificio, Jesucristo es Rey Absoluto del género humano. Justamente esta condición de Redentor, junto con la unión hipostática de la naturaleza humana de Cristo con la Persona Divina del Verbo, son los fundamentos sobre los que el Papa Pío XI establece la Realeza de Cristo en su Encíclica Quas Primas: “...la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática...Pero, además...Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención...” (Carta Encíclica Quas Primas, 11-12)
[2] Sáez, Alfredo. El Icono, esplendor de lo sagrado. Gladius, Buenos Aires, 1991, p. 40.
[3] Según el autor puede haber alguna variación. Una clasificación de general aceptación establece los siguientes pecados capitales: soberbia, envidia, avaricia, ira, lujuria, gula y pereza.
[4] “La filosofía que es el pilar
del Occidente Cristiano es la ciencia de la eternidad y de lo que es eterno en
las cosas.
La lógica que define a la mentalidad occidental es la lógica de la identidad esencial de lo que existe, esto es, el discurso que concluye que el agua es agua y no es vino; y que el vino es vino y no es agua…” (Genta, Jordán B. Guerra contrarrevolucionaria. Dictio, Buenos Aires, 1976, pp. 368-369.
[5] El término saber nos remite a una doble significación: conocer, pero también gustar, saborear, la Verdad alcanzada intelectualmente.
[6] Siguiendo la metodología propuesta por el Padre Meinvielle se podría reflexionar acerca de la vocación de cada una de las grandes naciones cristianas: Austria, la gran heredera del Sacro Imperio; Alemania, espada de Cristiandad protegiendo el centro de Europa; la Santa Rusia, como la prolongación del Imperio de Oriente para llevar a esas regiones la Luz de la Fe….
[7] Meinvielle, Julio. Hacia la Cristiandad. Adsum, Buenos Aires, 1940, pp.53-54.
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