LAS ÓRDENES MENDICANTES, RENOVADORAS DE LA CRISTIANDAD

Los historiadores de la Iglesia suelen destacar la novedad que constituyó, a principios del siglo XIII, la aparición de las órdenes mendicante s y su rápida difusión. Los frailes predicadores de Domingo de Guzmán vieron aprobada su regla en 1220 y los menores, que seguían a Francisco de Asís desde 1209, recibieron confirmación de la suya en 1223. Aunque éstas sean las órdenes mendicantes por antonomasia, otras comunidades recibieron poco después ese estatuto. Los carmelitas, fundados en Oriente por Bertoldo de Calabria, consiguieron la aprobación papal en 1226 y fueron considerados mendicantes veinte años después. Se les pueden añadir los mercedarios, instituidos en 1218 por Pedro Nolasco en Barcelona y cuya regla fue confirmada por Gregorio IX en 1235, y los agustinos, que nacieron en 1243 bajo los auspicios de Inocencio IV; en 1198 ya, Inocencio III había aprobado la regla de los trinitarios de Juan de Mata y Félix de Valoís.

Persiguiendo fines diferentes y cada una con una espiritualidad específica, las seis órdenes que aparecieron en la Cristiandad en menos de medio siglo tenían rasgos comunes. En vez de retirarse del mundo, como lo habían hecho en los siglos XI Y XII las congregaciones monásticas -siguiendo el ejemplo de los ermitaños del desierto-1, los miembros de las nuevas órdenes pretendían vivir en el siglo, actuar en él y transformarlo por la palabra y el ejemplo. Sin abandonar el campo, se volcaron hacia las ciudades y, en 1968, Jacques Le Goff pudo llamar la atención de los historiadores sobre la coincidencia entre el grado de urbanización y la implantación de conventos de mendicantes en Francia a lo largo del siglo XIII2. Algunos historiadores asocian la aparición de los mendicantes con las aspiraciones espirituales de los laicos3, a veces transformadas en brotes "heréticos" que Roma intentaba contener o vencer, y muestran que eran herejes "ortodoxos" o fueron, al contrario, el instrumento utilizado por la jerarquía eclesiástica para combatirlos. El desarrollo económico y el mayor grado de riqueza de los europeos se aducen también para explicar los deseos de ciertos grupos de poner en práctica la fórmula de San Jerónimo: "seguir desnudo a Cristo desnudo" -nudus nudum Christum sequi-; la pobreza voluntaria se encontraba con la pobreza real y cotidiana y le imprimía un carácter sagrado4.

No se ha destacado, en cambio, entre las características comunes de las órdenes mendicantes, el que se trate de creaciones propias del mundo mediterráneo. Frente a los benedictinos cuya regla había sido revisada por Cluny, a los cartujos de San Bruno, a los premostratenses de San Norberto y a los cistercienses de Bernardo de Claivaux, cuyos fundadores eran originarios de Borgoña y del Imperio germánico, las seis órdenes mendicantes nacen a orillas del Mediterráneo, en un mundo de ciudades y comerciantes que se caracteriza por su diversidad lingüística y religiosa. El rechazo o el uso de la riqueza mercantil, el desprecio o la utilización de los saberes que circulaban entonces por los centros de estudio -Boloña, Salerno, Montpellier, Palencia, París, Nápoles- y el aprendizaje de los idiomas -árabe, hebreo, siriaco (caldeo)- se combinaron así con la retórica -predicación- y el ejemplo para anunciar el Evangelio, combatir o convertir herejes, judíos e infieles, para rescatar cristianos y poner el Derecho al servicio de la Iglesia5.

Las condiciones geográficas, económicas y sociales no son suficientes, sin embargo, para explicar el auge de los mendicantes en el siglo XIII. Su aparición coincide con una gran mutación intelectual que algunos especialistas consideran el "renacimiento del siglo XII" y que fue sistematizada en teología por el dominico Tomás de Aquino. La curiosidad intelectual, notable a partir de finales del siglo XI, había revalorizado, a través del estudio de las ciencias y del lenguaje, la naturaleza como creación de Dios6; los juristas de finales del siglo XII, asociando "natura" y "nacer", asimilaron finalmente la Naturaleza y Dios: Natura, id est Deus7. Cumbre de la creación divina, el hombre era un microcosmo, objeto del estudio de los médicos, imagen del macrocosmo que escrutaban astrónomos, astrólogos, matemáticos y geómetras. La afirmación de este "humanismo" medieval llevó a Walter Ullmann a publicar en 1966 un estudio sobre "Individuo y sociedad en la Edad Media", al que siguió seis años después otro de Colin Morris, titulado "El descubrimiento del individuo, 1050-1200"8. La espiritualidad y la búsqueda de una mayor pobreza personal que caracterizaron a los franciscanos, el recurso a la inteligencia y los saberes de que hicieron alarde los dominicos se insertaron así en un mundo en el que el individuo había recobrado protagonismo y podía salvarse, en un mundo que empezaba a valorar a Cristo en su humanidad, Cristo desnudo, sufriendo y muriendo. Hacia 1240, el canónigo de San Isidoro de León Lucas de Tuy fustigó a los herejes "maniqueos" de las Galias por representar a Cristo en una cruz en forma de thau griega y con tres clavos en vez de cuatro, y aludió en su demostración a los estigmas del "santíssimo padre Francisco"9. Pero ya se iniciaba la evolución hacia una religiosidad hecha de sentimientos y afectividad, volcada hacia el niño Jesús o los sufrimientos de Cristo en su cuerpo humano, que llamaba a las manifestaciones de la naturaleza "hermano" o "hermana" y que pronto vería nacer las cofradías de la Sangre de Cristo y de la Vera Cruz, las procesiones con flagelantes y los brotes místicos.

Más que de un mundo medieval en general, en el que las ciudades empezarían a constituirse a expensas de una economía rural dominante -cómoda y erróneamente llamada "feudal"-, las órdenes mendicantes son una creación específica del mundo mediterráneo, mundo de ciudades, de comercio y de circulación de las ideas, en el que se encontraban, influían recíprocamente y rivalizaban las tres grandes religiones monoteístas. Son, al mismo tiempo, fruto de la evolución de las mentalidades y participan del concepto de la redención individual; personajes como Domingo de Guzmán o Francisco de Asís difieren en ello esencialmente de los grandes fundadores de órdenes de los siglos anteriores.

Ahora bien, si numerosos son los rasgos que tienen en común las dos grandes órdenes mendicantes, más numerosas son probablemente las diferencias que las separan. Partidario, hasta en su propia vida, de una búsqueda individual de salvación que le hizo dudar de la necesidad de crear conventos, el lego Francisco rechazó la riqueza material mientras desconfiaba de la cultura; en una carta que dirigió a fray Antonio de Lisboa -venerado luego bajo el nombre de Antonio de Padua-, Francisco le autorizó a enseñar teología a los frailes, siempre y cuando éstos no perdieran de vista "el espíritu de santa oración y devoción indicado en la Regla"10. En cambio, el canónigo de Osma Domingo de Guzmán, que había estudiado en Palencia, puso los saberes al servicio de la Iglesia y permitió que los grandes problemas doctrinales fuesen llevados hasta clérigos y laicos a través de la predicación; apoyándose en la tradición y el método aristotélico, el italiano Tomás de Aquino ofreció a la reflexión una visión teológica que reconciliaba el mensaje pesimista de San Agustín y la fe en la bondad de la creación divina. La elección del mundo universitario y de las élites y una doctrina -el tomismo- que distó mucho de ser compartida por la mayoría de los teólogos de los siglos XIV y XV parecen haber reducido el alcance del mensaje dominico. En cambio, la espiritualidad franciscana, más afectiva y menos racional, con sus incesantes cuestionamientos y hasta sus desviaciones en busca de una mayor fidelidad a la Regla primitiva, caló más hondamente en las mentalidades medievales, a las que San Francisco había sido presentado por sus primeros sucesores como un alter Christus.
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LOS FRANCISCANOS EN EL REINO DE CASTILLA
Adeline Rucquoi
C.N.R.S. 

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