La Liturgia era el centro de la vida del hombre tradicional y marcaba todas sus actividades. Por medio de la Fiesta aquellos hombres hacían presente en sus vidas los misterios celebrados, aprendían lecciones de arquetipos presentados como modelos, y se integraban a la vida de la ciudad, a sus orígenes y a sus fundadores, brindando, este tipo de celebraciones, pertenencia e identidad. Por otra parte, todos los rituales contenían una gran profusión de símbolos por medio de los cuales se accedía a lo Superior.
Rubén Calderón Bouchet nos describe el ritmo de la vida en las aldeas rurales de la Europa medieval: “La vida rural estaba regulada por dos factores: uno cósmico y otro espiritual. La Iglesia trató de que sus fiestas fundamentales coincidiesen en general con el ciclo de las estaciones en su relación con las faenas agrarias. La campana de la parroquia o el convento daba a la existencia campesina un ritmo cronológico preciso. Poco antes del alba sonaban a maitines y la jornada se cerraba al toque del ángelus. Oración matinal y plegaria vespertina daban al trabajo su revestimiento sacro. Los días de fiesta eran muchos y, en general, la Iglesia los había hecho coincidir con las antiguas fiestas agrarias. Los labriegos asistían a las misas dominicales y participaban activamente en las diversas festividades religiosas. Las procesiones, los autos sacramentales en los atrios, los sermones, el catecismo, las homilías y las visitas domiciliarias de los sacerdotes eran ocasiones para la educación del espíritu y la formación moral en los principios de la fe.” (Calderón Bouchet, Rubén. Apogeo de la Ciudad cristiana. Dictio. Buenos Aires. 1978, p. 238)
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