"Cuando el mundo era medio milenio más joven, tenían todos los sucesos formas externas mucho más pronunciadas que ahora. Entre el dolor y la alegría, entre la desgracia y la dicha, parecía la distancia mayor de lo que nos parece a nosotros. Todas las experiencias de la vida conservaban ese grado de espontaneidad y ese carácter absoluto que la alegría y el dolor tienen aún hoy en el espíritu del niño. Todo acontecimiento, todo acto, estaba rodeado de precisas y expresivas formas, estaba inserto en un estilo vital rígido, pero elevado. Las grandes contingencias de la vida -el nacimiento, el matrimonio, la muerte- tomaban con el sacramento respectivo el brillo de un misterio divino. Pero también los pequeños sucesos un viaje, un trabajo, una visita iban acompañados de mil bendiciones, ceremonias, sentencias y formalidades.
Para la miseria y la necesidad había menos lenitivos que ahora. Resultaban, pues, más opresivas y dolorosas. El contraste entre la enfermedad y la salud era más señalado. El frío cortante y las noches pavorosas del invierno eran un mal mucho más grave. El honor y la riqueza eran gozados con más fruición y avidez, porque se distinguían con más intensidad que ahora de la lastimosa pobreza. Un traje de ceremonia, orlado de piel, un vivo fuego en el hogar acompañado de la libación y la broma, un blando lecho, conservaban el alto valor de goce que acaso la novela inglesa ha sido la más perseverante en recordar con sus descripciones de la alegría de vivir. Y todas las cosas de la vida tenían algo de ostentoso, pero cruelmente público. Los leprosos hacían sonar sus carracas y marchaban en procesión; los mendigos gimoteaban en las iglesias y exhibían sus deformidades. Todas las clases, todos los órdenes, todos los oficios, podían reconocerse por su traje. Los grandes señores no se ponían jamás en movimiento sin un pomposo despliegue de armas y libreas, infundiendo respeto y envidia. La administración de la justicia, la venta de mercancías, las bodas y los entierros, todo se anunciaba ruidosamente por medio de cortejos, gritos, lamentaciones y música. El enamorado llevaba la cifra de su dama; el compañero de armas o de religión, el signo de su hermandad; el súbdito, los colores y las armas de su señor.
El mismo contraste y la misma policromia imperaban en el aspecto externo de la ciudad y del campo. La ciudad no se diseminaba, como nuestras ciudades, en arrabales descuidados de fábricas aisladas y de casitas de campo uniformes, sino que se erguía rotunda, cercada por sus muros, con sus agudas torres sin número. Por altas y ponderosas que fuesen las casas de piedra de los nobles o de los comerciantes, eran las iglesias las que dominaban con sus eminentes masas pétreas la silueta de la ciudad.
Así como el contraste del verano y el invierno era entonces más fuerte que en nuestra vida actual, lo era también la diferencia entre la luz y la obscuridad, el silencio y el ruido. La ciudad moderna apenas conoce la obscuridad profunda y el silencio absoluto, el efecto que hace una sola antorcha o una aislada voz lejana.
Por virtud de este universal contraste, de esas formas multicolores, con que todo se imponía al espíritu, emergía de la vida diaria un incentivo, una sugestión apasionante, que se revela en los fluctuantes sentimientos de ruda turbulencia y áspera crueldad, pero también intima emoción, entre los cuales oscila en la Edad Media la vida urbana.
Había un sonido que dominaba una y otra vez el rumor de la vida cotidiana y que, por múltiple que fuese, no era nunca confuso y lo elevaba todo pasajeramente a una esfera de orden y armonia: las cam panas. Las campanas eran en la vida diaria como unos buenos espíritus monitorios, que anunciaban con su voz familiar, ya el duelo, ya la alegría, ya el reposo, ya la agitación; que ya convocaban, ya exhortaban, Se las conocía por sus nombres: la gruesa Jacqueline, la campana Roelant. Se sabía lo que significaba el tocarlas y el repicarlas. Y, a pesar de los excesivos repiques, nadie era nunca sordo a su voz..." (JOHAN HUIZINGA, "El otoño de la Edad Media")
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