LOS PEREGRINOS EN LA EDAD MEDIA

El peregrinus es el que aspira al cielo, que es su patria, y vive insatisfecho en su morada provisional, que es la tierra. En aras de mantener vivo su objetivo, el peregrino consciente debe renunciar voluntariamente a todo lo que puede fijarlo en esta habitación terrenal. Debe, en definitiva, elegir, libremente, desde luego, el camino de la ascesis. Y esto puede hacerlo de dos formas. Una, física; el desarraigo se traduce en el movimiento, en la partida hacia espacios en que uno es un extraño; lo que le sitúa en un nivel de debilidad, de obligada humildad. Otra, psicológica: inmóvil, estable en su lugar, es el alma la que se va desprendiendo de las cosas, buscando esa simplicidad anhelada. Entre los siglos XI y XV, los europeos fueron convocados sucesivamente, y en el orden indicado, a las dos modalidades. Las dos dieron lugar a una relativamente abundante producción de textos. En muchos de ellos, como era inevitable, los dos ámbitos se interfieren continuamente. La narración del viaje físico se convierte en recurso retórico de la alegoría del viaje espiritual. La Navigatio Brendani es, sin duda, como su editor, Giovanni Orlandi, puso de manifiesto, uno de los mejores ejemplos".

Como viajeros físicos, los peregrinos constituyeron, quizá, el grupo socialmente menos homogéneo de viajeros de ida y vuelta de la Europa medieval. Un rey, un noble, un obispo, un embajador, un mercader, un artesano, un campesino..., cualquiera puede ser peregrino. Y se puede ser peregrino al monasterio prestigioso que guarda los restos de un santo taumaturgo: San Millán de la Cogolla, Santo Domingo de Silos. En 1073, el monarca navarro Sancho IV, ante las reclamaciones del conde Gonzalo Salvadórez de Lara, garantizó el libre acceso de quienes desearan acudir al monasterio de San Millán, cum sportella vel ferrone, a honrar al santo". O peregrino a los santuarios marianos que, al cuidado de monjes o frailes, extienden su fama: Montserrat o, en el siglo XIV, Guadalupe. Y, sobre todo, se puede ser peregrino a Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela. Visitar los lugares santos de la pasión del Señor. Los lugares santos de la pasión de San Pedro y San Pablo y los innumerables mártires de la primera hora del Cristianismo occidental. Y, en la Península, el lugar santo que guarda la tumba del apóstol Santiago y, si es posible, de paso, la iglesia de San Salvador de Oviedo. Tales son los objetivos mayores de todo peregrino...

Las razones de su puesta en camino fueron siempre, a título individual, muy variadas. Pero, a título colectivo, parece que, según épocas, unos motivos pesaron más que otros. Hasta fines del siglo XI, la fe y la devoción espontáneas son los estímulos más generalizados. A partir de 1095, la predicación de la cruzada hizo inevitable que, al menos, la peregrinación a Tierra Santa se mezclara con dosis de guerra santa. La cruzada, como la peregrinación, posee, desde luego, un carácter penitencial muy marcado. Pero tiene algo más: una perspectiva escatológica. La Jerusalén terrestre, imagen de la Jerusalén celeste, es el lugar en que se producirá la parusía de Cristo. Sociológicamente, es también una empresa nueva, de carácter colectivo y universal. Una empresa, tal vez, sin retor-no. Por ello, quienes participen, quienes tomen la cruz, se beneficiarán de indulgencia plena. La pena temporal debida por sus pecados les será perdonada. Por primera vez en la historia de la Iglesia, en 1095, se concedía una indulgencia plenaria. La historia de las indulgencias y la de las cruzadas o, en tono menor, las peregrinaciones y los jubileos, empiezan a entreverarse".

No extraña, por ello, que, en los siglos XII, XIII y XIV, los estímulos a la peregrinación sean diferentes a los anteriores. El cumplimiento de un voto formulado con ocasión de un peligro mortal o de un cautiverio. El anhelo de alcanzar la remisión plena de los pecados. La obligación de cumplir una penitencia sacramental o, simplemente, una sentencia judicial civil aparecen como causas de la puesta en camino de peregrinación. En todos los casos, sin embargo, subsitía la vieja idea de que la cercanía a los restos del santo, la posibilidad de palpar sus reliquias, podían realizar, además, la curación de los cuerpos enfermos. El culto de las reliquias es, así, uno de los soportes permanentes de la peregrinación medieval. Más aún, un dato descollante de la mentalidad de la época. Por lo menos, hasta el siglo XV.

Por estas fechas, la multiplicación de las posibilidades de obtener, en condiciones menos duras, las indulgencias plenarias, resta exclusividad a las fórmulas de antaño. La Iglesia admite, además, la peregrinación por delegación. Peregrinos profesionales se encargan, entonces, de cumplir los votos de aquellos que no pueden o no quieren efectuar el camino. La iniciativa habla bien a las claras de la decadencia del viejo espíritu peregrino. Por su parte, la difusión del caballeresco y los anticipos del humanista utilizan las peregrinaciones de larga distancia, en concreto, las de Compostela, para otros objetivos. Lucir el valor, habilidad y destreza en justas y torneos. Lo vimos a propósito del «paso honroso» defendido por Suero de Quiñones, a orillas del Orbigo. O conocer países y costumbres exóticos. La curiositas ha sustituido a la devoción. No es extraño que, entonces, tuviera más aplicación que nunca la máxima "Qui multum peregrinantur, rare sanctificantur". Para entonces, en efecto, la santificación era ya atributo, más bien, de los viajeros espirituales... ("Viajeros, peregrinos, mercaderes en el Occidente Medieval", Actas de la XVIII Semana de Estudios Medievales de Estella. 22-26 de julio de 1991)

1991.pdf https://share.google/EQ62wPdBS6Av1sEJ5

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