Tomás Moro, humanista, político, hombre de fe muy profunda, supo ver los males de su tiempo y denunciarlos. Creó un nuevo género literario, las "utopías", para hacer oír su voz. Queda claro que no creía que la "utopía" (no lugar) sea algo aplicable a la sociedad. Para él se trataba de una herramienta para denunciar cosas malas que veía.
Una de las problemáticas que veía era la expansión de las tierras dedicadas a la cría de ovejas, ante la demanda de lana por parte de la artesanía textil que se estaba desarrollando en la región de Flandes. El mal que Moro veía era la expropiación de pequeños propietarios agrícolas por parte de grandes criadores de ovinos:
"... vuestras ovejas, tan mansas y tan acostumbradas a alimentarse con sobriedad, son ahora, según dicen, tan voraces y asilvestradas que devoran hasta a los mismos hombres, devastando campos y asolando casas y aldeas. Vemos, en efecto, a los nobles, los ricos y hasta a los mismos abades, santos varones, en todos los lugares del reino donde se cria la lana más fina y más cara. No contentos con los beneficios y rentas anuales de sus posesiones, y no bastándoles lo que tenían para vivir con lujo y ociosidad, a cuenta del bien común -cuando no en su perjuicio ahora no dejan nada para cultivos. Lo cercan todo, y para ello, si es necesario derribar casas, destruyen las aldeas no dejando en pie más que las iglesias que dedican a establo de las ovejas. No satisfechos con los espacios reservados a caza y viveros, estos piadosos varones convierten en pastizales desiertos todos los cultivos y granjas.
Para que uno de estos garduños inexplicable y atroz peste del pueblo- pueda cercar una serie de tierras unificadas con varios miles de yugadas, ha tenido que forzar a sus colonos a que le vendan sus tierras. Para ello, unas veces se ha adelantado a cercarías con engaño, otras les ha cargado de injurias, y otras los ha acorralado con pleitos y vejaciones. Y así tienen que marcharse como pueden hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viudas, padres con hijos pequeños, familias más numerosas que ricas, pues la tierra necesita muchos brazos.
Emigran de sus lugares conocidos y acostumbrados sin encontrar dónde asentarse. Ante la necesidad de dejar sus enseres, ya de por sí de escaso valor, tienen que venderlos al más bajo precio. Y luego de agotar en su ir y venir el poco dinero que tenían, ¿qué otro camino les queda más que robar y exponerse a que les ahorquen con todo derecho o irse por esos caminos pidiendo limosna? En tal caso, pueden acabar también en la cárcel como maleantes, vagos, por más que ellos se empeñen en trabajar, si no hay nadie que quiera darles trabajo. Por otra parte, ¿cómo darles trabajo si en las faenas del campo que era lo suyo ya no hay nada que hacer? Ya no se siembra. Y para las faenas del pastoreo, con un pastor o boyero sobra para guiar los rebaños en tierras que labradas necesitaban muchos más brazos.
Así se explica también que, en muchos lugares, los precios de los víveres hayan subido vertiginosamente. Y lo más extraño es que la lana se ha puesto tan cara, que la pobre gente de estas tierras no puede comprar ni la de la más ínfima calidad, con que solían hacer sus paños. De esta manera, mucha gente sin trabajo cae en la ociosidad."
También resultó un adelantado a su tiempo en la crítica que hizo a la pena de muerte en una época que el mínimo delito era castigado con la pena capital:
"Mi última convicción -pone en labios de uno de sus personajes-,... es que es totalmente injusto quitar la vida a un hombre por haber robado dinero. Pues creo que la vida de un hombre es superior a todas las riquezas que puede proporcionar la fortuna. Si a esto se me responde que con ese castigo se repara la justicia ultrajada y las leyes conculcadas y no la riqueza, entonces diré que, en tal caso, el supremo derecho es la suprema injusticia. Porque las leyes no han de aceptarse como imperativos manlianos, de forma que a la menor transgresión haya que echar mano de la espada. Ni los principios estoicos hay que tomarlos tan al pie de la letra que todas las culpas queden homologadas, y no haya diferencia entre matar a un hombre o robarle su dinero. Estas dos cosas, hablando con honradez, no tienen ni parecido ni semejanza.
Dios prohibe matar. ¿Y vamos a matar nosotros porque alguien ha robado unas monedas? Y no vale decir que dicho mandamiento del Señor haya que entenderlo en el sentido de que nadie puede matar, mientras no lo establezca la ley humana. Por ese camino no hay obstáculos para permitir el estupro, el adulterio y el perjurio. Dios nos ha negado el derecho de disponer de nuestras vidas y de la vida de nuestros semejantes. ¿Podrían, por tanto, los hombres, de mutuo acuerdo, determinar las condiciones que les otorgaran el derecho a matarse? Esta mutua convención, ¿tendría autoridad para soltar de las obligaciones del precepto divino a esbirros que, sin el ejemplo dado por Dios, ejecutan a los que la sanción humana ha ordenado dar muerte? ¿Es que este precepto de Dios no tendrá valor de Código más que en la medida en que se lo otorgue la justicia humana? Por esta misma razón llegaríamos a la conclusión de que los mandamientos de Dios obligan cuando y como las leyes humanas lo dictaminen.
La misma Ley de Moisés, dura y rigurosa como dictada para un pueblo de libertos de dura cerviz, castigaba el robo con fuertes multas y no con la muerte. Ahora bien, no podemos siquiera imaginar que Dios en su nueva Ley de gracia autoriza, como padre a sus hijos, a ser más libres en el rigor de sus penas. Estas son las razones que me mueven a rechazar la pena de muerte para los ladrones. Creo, además, que todos ven lo absurdo y lo pernicioso que es para la república castigar con igual pena a un ladrón y a un homicida."
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