Para realizar una aproximación a Santa Catalina de Siena es necesario contextualizar su acción en medio de la crisis eclesial y política del siglo XIV. Catalina se opuso al traslado del Papado a Avignon, al nepotismo y a la influencia de los “señores temporales” sobre la Iglesia. Clamó por una reforma de esta última, pero se opuso a las “reformas” propiciadas desde los poderes políticos de la época, ya que adivinaba intenciones no muy santas detrás de esas declamaciones. Su actividad coincidió con el período de emergencia de las monarquías centralistas, preocupadas por someter política y económicamente a las iglesias locales; situación agravada en el caso de la monarquía francesa, que llegó a ejercer una profunda influencia sobre el mismo
Papado durante su estancia en Avignon. Este hecho provocaba complicaciones en otras regiones de la Cristiandad, en particular en Italia, donde muchas comunas comenzaron a rebelarse contra la autoridad política del Papa. Por otra parte, la nueva situación coincidía con una elaboración discursiva defensora de los nuevos poderes emergentes que se alejaba de la vieja concepción sacra del orden cósmico dentro del cual estaba incluido el orden político. El poder político se convertía en el creador de la ley y ya no en el intérprete de un orden superior. Contra este estado de cosas luchó Catalina.
Otro aspecto que se puede analizar es cómo ciertas formas de vida religiosa propias de la Baja Edad Media –por ejemplo, las Terceras Órdenes-, así como de vivencia de la religiosidad –experiencias místicas de lo divino a través del dolor, de la asistencia a los pobres y enfermos- colocaron a algunas mujeres en situación de “autoridad” sobre grupos de hombres y mujeres. Se trataba de un liderazgo de tipo místico-carismático, que les permitió traspasar los límites del orden establecido. Se puede apreciar en la peculiar de Catalina con Raimundo de Capua.
Estas mujeres que lograron tal poder de persuasión sobre sus contemporáneos “andaban” y “hablaban”. Su voz se hizo escuchar, con toda la fuerza que tenía la oralidad en el Medioevo. Pero, además, estas voces en muchas ocasiones se convirtieron en escritura. Tal es el caso de Catalina. Y por medio de la escritura, los ecos de aquellas voces llegaron a rincones muy lejanos: a príncipes, cardenales, reyes y papas.
Si bien Santa Catalina no contó con una formación académica asimiló, a través de las prédicas escuchadas, de las conversaciones con sus confesores, de la lectura indirecta –hecha en grupos-, y de la fuerte carga simbólica presente en la cultura medieval, los discursos comunicados por la elite intelectual. Su relación con los dominicos la acercó a las posturas filosóficas y teológicas de Tomás de Aquino, cuya presencia se adivina en sus escritos. Los grandes temas de la teología de su tiempo son reelaborados en un lenguaje propio de una mujer de clase media de la Italia del siglo XIV. Con respecto al discurso político, reconoce claramente a los dos órdenes propios de la sociedad medieval: el temporal y el espiritual, y considera al primero subordinado al segundo: los príncipes son “hijos” del “Padre santo”. Es evidente que frente a las nuevas concepciones del poder, propia de autores como Marsilio de Padua o de Ockham, y contra la realidad de las nuevas prácticas políticas que estaban comenzando a imponer los príncipes de su tiempo, Catalina se jugó por una concepción sacra del cosmos y del orden socio-político, al que vio fundado en la virtud de la justicia. Se jugó, además, por el pontificado romano, al que vio como el sostén de todo aquel ordenamiento. A éste le pedía el regreso a Roma y una profunda reforma de la estructura eclesial. Y a los príncipes cristianos les pedía que se sometieran al Pontífice y que lo secundaran en una Cruzada que éste debía convocar contra la presión del Islam.
En definitiva, Catalina desarrolló una profunda acción social, política y eclesial. Y mientras iba y venía de un lugar a otro, y hablaba y escribía –o dictaba sus cartas-, fue articulando un discurso político y eclesial fundado en
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