El estudio y la enseñanza de la Historia se debe proponer un fin pedagógico: elevar al educando, promover en él el desarrollo de las virtudes humanas y cristianas, el esclarecimiento de su inteligencia y el fortalecimiento de su voluntad –siempre con el auxilio de la Gracia Divina-. Uno de los métodos recomendados para obtener dicho fin es el mostrar aquellas personalidades arquetípicas que son un modelo a seguir, y de quienes tanto se puede aprender. .
En la historia argentina del siglo XX aparece, entre otras, la figura de un gran hombre, desconocido para muchos, que está camino a los altares, y que es un ejemplo de cristiano, padre de familia y empresario: Enrique Shaw.
Sus padres pertenecían a dos importantes familias de la alta sociedad argentina: Sara Tornquist y Alejandro Shaw. Cuando Enrique nace, sus progenitores se encontraban en Francia ya que Alejandro era representante de la casa Tornquist. Su lugar de nacimiento fue París. No obstante, Enrique fue cien por ciento argentino. De joven ingresó en la Armada Argentina, lo que lo llevó a sentir más fuertemente a la Patria. Contrajo matrimonio con Cecilia Bunge, miembro, también, de una de las familias más influyentes del país. O sea, que por su entorno familiar, pertenecía a lo que algunos llaman, despectivamente, la “oligarquía". No es cristiano atacar a una persona sólo por su pertenencia social, ya que las virtudes evangélicas se pueden cultivar en cualquier contexto. Por otra parte, muchas de estas familias habían sido protagonistas fundamentales de la historia argentina del siglo XIX, y poseían un hondo sentimiento de pertenencia nacional, a pesar de muchos de los errores que puedan haber cometido algunos de sus miembros. La vida de Enrique se va a caracterizó por eso: su preocupación por la expansión social del Reino de Cristo, y el servicio a la Patria.
Habiendo dejado la marina, la Providencia lo llevó a ejercer tareas ejecutivas en empresas a las que estaba ligado por vínculos familiares. Desde allí, su preocupación principal fue llevar al mundo de los negocios, las directivas de la Doctrina Social de la Iglesia, preocupándose más por la promoción humana de sus obreros y empleados, que por las utilidades empresariales. Si bien es cierto que consideraba muy importante la eficiencia en su labor empresarial, sin embargo, ésta era para él sólo un medio encaminado a mejorar la condición social de las personas que le eran encomendadas. Se oponía tenazmente a toda competencia destructiva, ya que pensaba que la misma era perjudicial para las familias de muchos obreros. Para él el mando era un servicio, y procuraba un trato cordial y familiar para sus empleados, dedicándoles el tiempo que ellos necesitasen. Evitaba, además, todo tipo de abuso. Su conducta era lo opuesto de lo que proclama cierto liberalismo, que hace del mercado una jungla en la que las libertades de unos se devoran a la libertades de otros. Reconocía el valor que tiene un espacio de libertad que permita a los hombres de negocios margen para su creatividad, pero lo entendía enmarcado en fuertes límites morales.
A pesar de dedicarse con todo su corazón a su trabajo entendido como una misión encomendada por Dios, su primera preocupación fue el amor a su familia y la educación de sus nueves hijos. Para él su familia era su “primera empresa”, y los trabajadores de su empresa eran “la familia” del ámbito laboral. Fue tan fuerte la impronta de su personalidad que en su última enfermedad casi todo el personal se prestó a donar sangre, lo que él vio como un viejo sueño realizado: “al fin corre por mis venas sangre de obreros”, decía. Murió a los 42 años, luego de haber vivido intensamente.
Comentarios
Publicar un comentario