"Era 1294. Desde hacía diez años, Florencia había ensanchado el encintado de la población y construido el Palacio Viejo. Un decreto comprometió al arquitecto Arnolfo a reconstruir la catedral 'con un dibujo tal que el arte y el poder de los hombres no pudieran imaginar nada más grande ni más bello'. Pareció que era bastante para honrar a un pueblo de obreros y mercaderes. Sin embargo, la República florentina, habiendo decidido que recibiría a las dos Órdenes de Santo Domingo y San Francisco a causa de su celo y de sus buenos servicios, quiso darles una magnífica hospitalidad. En tanto que dos dominicos, Fray Ristoro y Fray Sixto, construían la iglesia de Santa María la Nueva, Arnolfo recibió orden de erigir para los franciscanos, a expensas de la ciudad, la iglesia de la Santa Cruz. Este artista, acostumbrado a concebir todo en grande, se acordó, sin embargo, de que trabajaba para los pobres, y, puesto que su edificio había de llevar el nombre de la Santa Cruz, quiso darle no solamente la forma sino la severidad. Construyó tres naves sobre catorce pilares y catorce ojivas dignas de las más orgullosas catedrales, pero renunció a recargarlas con una cúpula, y las cubrió de una armadura que recuerda, en su desnudez, al establo de Belén. El coro no tuvo esplendor de nuestros santuarios góticos, pero a derecha e izquierda, en los brazos de la cruz, abrió numerosas capillas a las que vinieron un verdadero enjambre de pintores. Comenzó el infatigable Giotto; después, sus discípulos, Stefano y Tadeo Gaddi; luego, Giottino, hijo de Stefano, y Angelo, hijo de Tadeo, porque en estos tiempos heroicos, el pincel era hereditario como la espada, Representaron, en una larga serie de frescos, la cruz descubierta por Santa Elena y llevada en triunfo por el emperador Heraclio; la historia de la Virgen reúne los atractivos relatos del Evangelio en la santa infancia; la leyenda de Santa Magdalena, para consuelo de los pobres pecadores; el martirio de los Apóstoles, para estímulo de los que marchaban a predicar a los sarracenos y a los tártaros; en fin, la vida y milagros de San Francisco, Orcagna, el pintor de las justicias eternas, vino a cerrar estos cuadros con con la visión del Juicio Final. Sin embargo, no debemos pensar que los artistas de la Santa Cruz habían creído terminada su obra; su gloria consistía en no terminar nunca. Después de la iglesia, decoraban la sacristía, el refectorio; Giotto ejecutó para un armario veintiséis pequeñas composiciones de un valor inestimable. Poco a poco, las obras de arte, no hallando ya sitio en el lugar sagrado, fueron a amontonarse en las galerías y en las salas adyacentes, en las que se han recogido terracotas de Luca della Robbia, viejos Cristos bizantinos, pinturas de antiguos maestros, desde Cimabue hasta el bienaventurado Angélico de Fiésoli. La Santa Cruz ha llegado a ser un museo en el que el Mendigo de Asís reunió más obras de arte que los reyes en sus palacios. Es verdad que los frescos han sufrido cruelmente por el tiempo y la negligencia de los hombre. Pero si no quedan más que cuatro capillas decoradas por Giotto, se conserva, en cambio, de él la Coronación de Nuestra Señora, pintura en madera para el altar de la capilla de los Baroncelli, en donde existe, desde hace seiscientos años, sin que nada haya alterado la frescura de su brillo...La acción de Cristo enternecido que corona a su Madre, se rodea por la multitud de los elegidos, prestándole no la unidad del reposo, sino la armonía del movimiento. Todas las figuras, incluso las de los ancianos, son jóvenes, como el arte que las ha concebido, como el pueblo italiano de la Edad Media, en el primer brote de su prosperidad y de su genio." (FEDERICO OZANAM, Los poetas franciscanos de Italia en el siglo XIII)
Comentarios
Publicar un comentario