El proceso revolucionario que se desata en Occidente a partir del último cuarto del siglo XVIII es la culminación de aquellos valores que encarnó la Modernidad: la profundización del proceso de secularización, la centralización mayor de un Estado crecientemente burocrático, la irrupción de una sociedad fuertemente “burguesa”, gracias al desarrollo de un saber al servicio de la Técnica y del progreso económico; progreso que permitió la expansión del capitalismo, que a partir de este momento se vuelve industrial. Las dos naciones que encarnan este proceso son Francia e Inglaterra. En la primera se da la Revolución Francesa, en la segunda, la Industrial.
En España, la llegada de los Borbones al Trono, a principios del siglo XVIII, significó el intento por convertir la Hispanidad a la Modernidad: progresiva secularización de la cultura -orientada hacia posturas más utilitarias-; centralización del Estado -a través del Decreto de Planta Nueva o de Instituciones como las Intendencias-; la clausura de la misión evangelizadora y el intento por convertir a América en un mero centro colonial proveedor de las materias primas necesarias para ingresar en la etapa capitalista -orientación puesta de manifiesto a través de la expulsión de los Jesuitas y de las nuevas políticas económicas de la dieciochesca centuria-.
Sin embargo, una cosa es lo que pasa en la cima del poder, y las nuevas orientaciones de los sectores intelectuales; y otra, la cultura que sigue arraigada en las clases populares. Lo “barroco” es muy difícil de desarraigar del Pueblo. Y si bien, en aquellas esferas superiores se imponen las nuevas formas ilustradas, en estos sectores sigue vivo el barroquismo. Esto se puede apreciar en las reacciones populares de principios del siglo XIX, tanto en la Península como en América. El pueblo sigue siendo fuertemente monárquico, porque lo monárquico es parte de su cultura barroca; pero, se opone a la burocracia virreinal aquí en América, y a la corrupta corte godoísta allá en la Península. Por eso aquel grito: “¡Viva el Rey, y muera el mal gobierno!”. Es la vieja concepción de la Monarquía como brazo de la Justicia divina, que debe ajustar su acción a dicha Justicia.
Cuenta el Padre Cayetano Bruno que encontrándose Buenos Aires invadida por los ingleses “había decaído lastimosamente el culto religioso en el histórico templo (de Santo Domingo) por la prohibición de exponer el Santísimo durante las funciones de la Cofradía y efectuar por las calles la procesión acostumbrada con el Señor Sacramentado”. Fue entonces que aquel bravo caballero que fue don Santiago de Liniers “se acongojó al ver que la función de aquel día no se hacía con la solemnidad que se acostumbraba. Entonces, conmovido de su celo pasó de la iglesia a la celda prioral, y encontrándose en ella con el Reverendo Padre Maestro y Prior fray Gregorio Torres, y el Mayordomo primero, les aseguró que había hecho voto solemne a Nuestra Señora del Rosario (ofreciéndole las banderas que tomase a los enemigos) de ir a Montevideo a tratar con el Señor Gobernador sobre reconquistar esta Ciudad, firmemente persuadido de que lo lograría bajo tan alta protección”.
“Santísima Trinidad
una, indivisible esencia,
desatad mi torpe labio
y purificad mi lengua,
para que al son de mi lira
y sus mal templadas cuerdas
el hecho más prodigioso
referir y cantar pueda
(...)
La muy noble y leal ciudad
de Buenos Aires, ¡qué pena!
por un imprevisto acaso
o por una suerte adversa
del arrogante britano
se lloraba prisionera
(...)
¿No hay alguno que valiente
a nuestros ecos se mueva
y de nuestro cautiverio
rompa las duras cadenas?
(...)
Entonces nuestro gran Dios,
cuya omnipotente diestra
a los soberbios humilla
y a los humildes eleva,
entonces compadecido
a nuestras súplicas tiernas,
suscita un nuevo Vandoma,
un de Villars, un Turena,
que émulo del mismo Marte
sea más que Marte en la guerra.
Es Don Santiago de Liniers
y Bremont; ocioso fuera
de este ilustre caballero
decir las brillantes prendas:
su religión, su piedad,
su devoción la más tierna
al Santo Dios escondido
en su misteriosa apariencia,
en los templos humillado
lo declara y manifiesta
(...)
Siente un fuego que le abrasa
siente un ardor que le quema,
un celo que le devora
una llama que le incendia,
un furor que le transporta
por el Dios de cielo y tierra.
Los espíritus vitales
nuevo ardor dan a sus venas
y allí mismo se resuelve
a conquistar la tierra,
para que el Dios de la gloria,
Señor de toda grandeza,
sea adorado como antes
descubierto y sin la pena
de verle expuesto al desprecio
de gente insana y soberbia
(...)
Los valientes voluntarios
dejando sus conveniencias
con valor inimitable
se alistan para la empresa,
sin escuchar los gemidos
y lágrimas las más tiernas
de sus amadas esposas,
hijos, y otras caras prendas,
llevando solo en sus pechos
el honor que los alienta
por su Dios y por su Rey.
¡Oh! acción gloriosa, ¡oh grandeza!”
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