PODER, AUTORIDAD Y REVOLUCIÓN

La vida humana necesita para desarrollarse de la autoridad: paterna, magisterial, política… Los romanos distinguían entre autoridad y potestad:  
     "Entendida como saber socialmente reconocido, la Auctoritas se identificaba con el consejo -y no con la acción-, con la prudencia, la moral, la tradición…, mientras la Potestas se definía como el poder -vale decir, la fuerza física-, también socialmente reconocido….en el binomio Auctoritas-Potestas…se encuentra la fórmula del equilibrio de la sociedad política romana…” 
( MARCOS PINHO DE ESCOBAR. Perfiles maurrasianos en Oliveira Salazar. Ediciones Buen Combate. Buenos Aires . 2014, p. 211)

     La autoridad es de origen humano. En efecto, está en el ordenamiento de la naturaleza humana la necesidad social de la autoridad. Como Dios es el Creador de la naturaleza humana, en última instancia el origen de la autoridad está en Él. Pero hay que tener cuidado de distinguir entre la autoridad política, que es de orden natural, y la autoridad religiosa, que sí es directamente de origen divino. Cuando la Reforma Protestante se alzó contra la autoridad eclesial elevó a los Príncipes como señores en el orden religioso, y de allí nació la doctrina del “derecho divino de los reyes”. Pero nunca la Iglesia ha enseñado nada parecido.
 
      En las comunidades tradicionales el Monarca era el Supremo Ordenador, responsable de ordenar en Justicia el Todo Social. Su figura tenía un carácter icónico, ya que su persona representaba a la Justicia misma que se debía establecer en el Cuerpo Político. Sin embargo, no tenía el carácter absoluto que adquirió en la Modernidad, en particular hacia el siglo XVII. El Rey era el Supremo “Hacedor” de la Justicia, pero por encima de él se encontraban las Leyes del Reino, las Leyes de la Iglesia y las Leyes Divinas. Esta concepción quedó perfectamente reflejada en aquellos versos hispánicos que decían:

“Al Rey la Hacienda y la Vida se han de dar, 
Pero la Honra es patrimonio del Alma,
y el alma sólo es de Dios”.

   El gran Felipe II decía en su Testamento a su hijo y heredero:

   “Si queréis ser buen príncipe habéis de ser buen cristiano, pues el único camino para bien reinar es la virtud. Como rey cristiano habéis de oír misa todos los días (…) Habéis asimismo de frecuentar los sacramentos de la penitencia y la eucaristía, al menos una vez a la semana (…) Debéis también (…) recogeros en la meditación dos horas cada día y hacer examen de conciencia todas las noches. Os insisto en que vuestro primer deber será defender nuestra religión sagrada, aunque perdáis el trono (…)
   La Monarquía no es de origen divino sino humano, y existe en los pueblos el derecho de acabar con el tirano. El carácter de los reyes y su corona la establecieron, la dieron y dan los hombres (…) El rey es el primer servidor del reino. El ser rey; si ha de ser como se debe, no es otra cosa que una esclavitud (…) Por tanto debe buscar la perfección en todo, y principalmente en la justicia, de tal manera que el malo le experimente terrible y el bueno generoso (…)
   Como rey deberás siempre recibir a tus vasallos, para que libremente te expongan sus quejas (…) La recta justicia pide que todo súbdito sea oído, ya agraviado, ya acusado, ya rico, ya pobre (…)
   Jamás llegues a confirmar la condenación a muerte de cualquier hombre sino de mala gana y contra tu voluntad, y forzada por el miramiento de la justicia y buena disposición de las leyes.” (RICARDO DE LA CIERVA. Yo, Felipe II)

      La Revolución atentó contra toda forma de autoridad. Primeramente, contra la religiosa, durante el siglo XVI. Luego, en el siglo XVIII -durante la Revolución Francesa- contra la autoridad política. Y a medida que se fue extendiendo la Revolución, y su nefasta influencia, contra todo tipo de autoridad. El igualitarismo radical, opuesto a toda jerarquía, pone en cuestión todo tipo de primacía, e iguala por lo bajo. Es cierto que puede haber distintas gradaciones en este odio a la autoridad, pero lo cierto es que toda autoridad está cuestionada desde su mismo fundamento. Plinio Corrêa de Oliveira nos describe la raíz profunda de esta rebelión:

     “La persona orgullosa, sujeta a la autoridad de otra, odia en primer lugar el yugo que en concreto pesa sobre ella.
     En un segundo grado, el orgulloso odia genéricamente todas las autoridades y todos los yugos, y más aún, el propio principio de autoridad, considerado en abstracto.
     Y porque odia toda autoridad, odia también toda superioridad, de cualquier orden que sea.
     En todo esto hay un verdadero odio a Dios.
    Este odio a cualquier desigualdad ha ido tan lejos que, movidas por él, personas colocadas en una alta situación la han puesto en grave riesgo y hasta perdido, sólo por no aceptar la superioridad de quien está más alto.
     Más aún. En un auge de virulencia el orgullo podría llevar a alguien a luchar por la anarquía…” ( PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA. Revolución y Contrarrevolución. Tradición, Familia, Propiedad. Buenos Aires. 1992, p. 71)

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