LAS RAÍCES HISPANAS DE LA ARGENTINA

      Siguiendo a Palacio en su Historia de la Argentina podemos sostener con toda verdad que la historia de nuestra Nación fue un fiel reflejo de aquella identidad de fe militante recibida de la Madre Patria. Si repasamos los largos 500 años de nuestra historia nacional podremos constatar esto: la Conquista, la fundación de ciudades, la evangelización, la acción de los Padres Jesuitas, la militancia de las tropas guaraníes en la frontera portuguesa... 

   Circunscribámonos, sin embargo, a nuestra historia contemporánea. Comencemos por las Invasiones Inglesas. En los años 1806 y 1807 el pueblo de Buenos Aires, encomendándose a la Virgen del Rosario, luchó por el Rey y por la Fe con un ardor admirable. Hombres, mujeres, niños, negros, entregaron su vida con un entusiasmo pocas veces visto para expulsar al “invasor hereje”, y salvar el honor de la Patria. Pocos años después, ante la defección del Rey, que entregó su Corona al “Tirano” de Europa –Napoleón I-, el pueblo americano se mantuvo fiel, pero organizando sus propias Juntas de Gobierno. Esta situación dio origen a una guerra civil dentro de los límites del Imperio Español, que condujo a las independencias de las naciones americanas. En estas luchas el pueblo se volvió a entusiasmar por lo que consideraba que era la causa de la “Patria”. Como nos demuestra el Padre Cayetano Bruno, esta lucha se llevó a cabo en la más estricta fidelidad con la Tradición hispana: los guerreros de la Independencia se pusieron bajo la protección de la Virgen Generala. Belgrano encomendó sus tropas a Nuestra Señora de la Merced, repartió escapularios entre sus soldados, y en cada acometida invocaba al “Dios de los Ejércitos”. San Martín, por su parte, puso su campaña Libertadora bajo la protección de Nuestra Señora del Carmen, actual Patrona de Chile. 

     Lograda la Independencia, comenzaron los enfrentamientos entre Unitarios y Federales. Una vez más podemos constatar en estos conflictos la intransigencia hispana en cuestiones de Tradición, Religión, Patria, e identidades regionales, frente al proyecto centralizador, liberal, extranjerizante y masónico del Unitarismo. Dice Alberdi en sus “Bases”: “Desde el siglo XVI no ha cesado Europa un solo día de ser el manantial y origen de la civilización de este continente. Bajo el Antiguo Régimen, Europa desempeñó  ese papel por conducto de España. Esta nación nos trajo la última expresión de la Edad Media (…) Los reyes de España nos enseñaron a odiar bajo el nombre de extranjero todo lo que no era español”. Evidentemente este recelo hacia lo extranjero se fundamentaba en la orientación secularizante que había tomado la cultura occidental durante la Modernidad.

     En efecto, Unitarios y Federales, representaron a partir de la década del 20, dos realidades totalmente antagónicas. Detrás de los hombres y de las banderas, podemos percibir, como diría don Salvador Borrego, una “batalla metafísica”, de la cual, muchas veces, sus mismos protagonistas no eran del todo conscientes. El General San Martín vio claro el carácter inconciliable de ambos partidos, y sostuvo que uno de los dos “debía desaparecer”. Quiroga levanta la Bandera de la Religión para enfrentar a Rivadavia. Dorrego es fusilado injustamente abrazándose al consuelo que le brindaba la Fe en aquella situación extrema. Rosas promete restablecer el Orden conculcado. En la proclama al asumir su segundo mandato manifiesta:

"Compatriotas:

     Ninguno de vosotros desconoce el cúmulo de males que agobia a nuestra amada patria, y su verdadero origen. Ninguno ignora que una fracción numerosa de hombres corrompidos, haciendo alarde de su impiedad, de su avaricia, y de su infidelidad, y poniéndose en guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe, ha introducido por todas partes el desorden y la inmoralidad; ha desvirtuado las leyes, y hécholas insuficientes para nuestro bienestar; ha generalizado los crímenes y garantido su impunidad; ha devorado la hacienda pública y destruido las fortunas particulares;
ha hecho desaparecer la confianza necesaria en las relaciones sociales, y obstruido los medios honestos de adquisición; en una palabra, ha disuelto la sociedad y presentado en triunfo la alevosía y perfidia. La experiencia de todos los siglos nos enseña que el remedio de estos males no puede sujetarse a formas, y que su aplicación debe ser pronta y expedita y tan acomodada a las circunstancias del momento.

     Habitantes todos de la ciudad y campaña: la Divina Providencia nos ha puesto en esta terrible situación para probar nuestra virtud y constancia; resolvámonos pues a combatir con denuedo a esos malvados que han puesto en confusión nuestra tierra; persigamos de muerte al impío, al sacrílego, al ladrón, al homicida, y sobre todo, al pérfido y traidor que tenga la osadía de burlarse de nuestra buena fe. Que de esta raza de monstruos no quede uno entre nosotros, y que su persecución sea tan tenaz y vigorosa que sirva de terror y espanto a los demás que puedan venir en adelante. No os arredre ninguna clase de peligros, ni el temor a errar en los medios que adoptemos para perseguirlos. La causa que vamos a defender es la de la Religión, la de la justicia y del orden público; es la causa recomendada por el Todopoderoso. Él dirigirá nuestros pasos y con su especial protección nuestro triunfo será seguro”.

     Frente a esta identidad histórica se habían levantado los ideales de Libertad, Democracia, Comercio y Progreso, tan caros a los sectores liberales y unitarios, y que en parte fueron asumidos por el sector cismático del Partido Federal. Estos grupos liberales consideraban que los principios por ellos defendidos debían ser establecidos por medio de una constitución escrita. El federalismo rosista, por su parte, ponía su confianza en el poder y el prestigio personal de los caudillos. En definitiva, para unos el poder era la encarnación de la voluntad general, a través del contrato establecido en un documento escrito -constitución-; para los otros la potestad se encarnaba, sobre todo, en una personalidad vigorosa que la hacía efectiva.



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