“Louis Edouard Pie (1815-1880), hijo de un zapatero, nace en un pueblecito de la diócesis de Chartres, estudia en un colegio y en el Seminario Menor de esa ciudad, en 1835 ingresa en el Seminario de San Sulpicio, cerca de París, es ordenado sacerdote en 1839 y Obispo de Poitiers en 1849, donde ejerce su ministerio pastoral durante treinte años, hasta su muerte, siempre bajo el lema mariano Tuus sum ego, que hace suyo ya al recibir el subdiaconado…
Mons. Pie, desde su ordenación episcopal,
se mostró sumamente devoto de San Hilario de Poitiers (310-367) –el gran
defensor, con San Atanasio, de la divinidad de Cristo frente a los arrianos–,
procurando en todo seguir su ejemplo y citando sus escritos con gran frecuencia…
La vida de Mons. Pie transcurre en una Francia,
posterior a la Revolución Francesa, (en la que) a lo largo del siglo XIX,
permanece y crece...el espíritu de la Revolución, afirma los derechos del
hombre negando los derechos de Dios y de su Iglesia, retira los crucifijos de
los tribunales, hace estatal y laicista la enseñanza, oprime o suprime las
órdenes religiosas, controla el nombramiento de los Obispos, etc…
Es,
pues, en el XIX cuando se consuma en Francia la configuración cultural y
política de la nación en un espíritu naturalista, que se cierra a la gracia, a lo sobre-natural, racionalista, que se cierra a la Revelación divina y a la fe,
y liberal, que afirma la libertad del hombre como la fuente
única de los valores: «seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gén
3,5), rechazando toda sujeción a la soberanía de Dios y del orden natural por
Él creado y mantenido…”[1]
En medio de semejantes convulsiones, el
eminente cardenal, fue un apóstol infatigable de la Realeza Social de Nuestro
Señor Jesucristo. En efecto, en una homilía pronunciada con motivo de la fiesta
de San Hilario, afirmaba:
“Sí,
nada hay acá abajo, nada hay en la tierra que no deba doblar su rodilla ante el
nombre de JESÚS. Habiéndolo DIOS resucitado de entre los muertos, habiéndolo
puesto a su diestra en los cielos, y habiéndole dado un nombre por encima de
todo nombre pronunciable, no solamente en el siglo presente sino también en el
siglo futuro, puso todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza a toda la
humanidad regenerada…Y así como es deber de toda rodilla doblarse ante este
nombre, es deber de toda lengua reconocer y proclamar su poder soberano. Et
omnis lengua confiteatur.”[2]
En otra ocasión, afirmaba cómo en otros
tiempos mejores Francia había sido fiel a su vocación y reconocía tan sublime
vasallaje:
“Más
privilegiada que ningún otro pueblo moderno, Francia había sido iluminada,
desde su primer origen, con los rayos más puros de la luz celestial; sus
labios, desde la cuna, se habían visto humedecidos con el vino generoso de la
doctrina ortodoxa; desde temprana hora, su brazo se había convertido en el
instrumento de la providencia sobrenatural de DIOS sobre los pueblos
regenerados por el Evangelio; ninguna boca había saboreado mejor, había
anunciado mejor la benefactora palabra de CRISTO y las poderosas energías del
mundo futuro.”[3]
Ahora bien, el Cardenal tenía muy claro
que la SOBERANÍA DE DIOS, emerge como de su fuente más genuina del Misterio
celebrado y vivido en la acción litúrgica. Por eso ponía todo su esmero porque
la misma se realice con la mayor solemnidad y delicados cuidados. Por este
motivo tenía un gran amor a todo lo que tenga relación con el SUBLIME
SACRIFICIO DE LA MISA. Tiene bellísimas palabras para referirse al Altar:
“…un
altar fijo (es ) un altar que se adhiere al suelo; un altar que se convierte en
el centro hacia el cual todo converge, el fundamento sobre el que todo se
apoya; un altar de piedra sólidamente fundada, sobre la cual reposa la
extremidad inferior de la escala cuya parte superior toca el cielo, y a lo
largo de la cual suben y bajan los ángeles de DIOS, llevando al SEÑOR las
oraciones de la tierra y trayendo a los hombres las gracias y las bendiciones
de lo alto; un altar, en fin…es algo tan grande, que por sí solo…concentra,
resume, cosecha la creación entera. Esta piedra, en efecto, iguala en precio al
mundo entero, porque es el teatro del único acto gracias al cual DIOS es
honrado por las creaturas según toda la extensión de sus derechos, según todas
las exigencias de sus atributos.”[4]
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