EL ILUSTRE RESTAURADOR

En sus “Notas sobre Juan Manuel de Rosas”, Antonio Caponnetto nos describe al Restaurador como un “Príncipe” católico, un contrarrevolucionario, un hispanista y un “monarca" sin corona. La acción de gobierno del Restaurador, así como su conducta y su forma “mentis”, pueden ser perfectamente encuadradas, pues, como tradicionalista.

     Un gran carlista, don Juan Vázquez de Mella, nos enseña:

     “La tradición es el progreso hereditario; y el progreso, si no es hereditario, no es progreso social. Una generación, si es heredera de las anteriores, que le transmiten por tradición hereditaria lo que ha recibido, puede recogerla y hacer lo que hacen los buenos herederos: aumentarla y perfeccionarla, para comunicarla mejor a sus sucesores.” 

     Esta definición, de acuerdo con lo que sostuvimos al principio siguiendo al maestro Caponnetto, se corresponde perfectamente con la figura del ilustre Restaurador. Para comprender cómo se fue conformando la identidad tradicionalista de don Juan Manuel es necesario tener en cuenta el desarrollo histórico anterior a su llegada al Gobierno, desde el comienzo de los hechos revolucionarios del año 10 hasta el fusilamiento de Dorrego en 1829.

     En este período podemos distinguir claramente tres procesos: la Guerra autonomista que luego se convirtió en independentista; la lucha entre Unitarios y Federales a partir de 1820, en la que las políticas centralistas y anticlericales de los unitarios provocaron una dura reacción en el Interior y en la misma Buenos Aires, destacándose en dicha reacción el caudillo riojano Facundo Quiroga. El tercer proceso fue la Guerra con el Imperio del Brasil, en la que los unitarios se destacaron por su espíritu entreguista. En los dos últimos procesos se pone de relieve los rasgos antipopulares, y hasta antipatrióticos, que fue adquiriendo la figura de Rivadavia, principal referente del Unitarismo porteño. Su acción realmente sembró el caos. La presencia de Rosas en el poder a partir de los años 30 representará la antítesis del vil mulato, una reafirmación de la Independencia lograda a costa de tanta sangre, y un enderezamiento de las desviaciones ideológicas a las que había conducido la acción de Rivadavia.

     Jordán Bruno Genta nos explica este proceso:

     “Es la nuestra, desde el principio, la historia de una Nación que fundan, consolidan y defienden auténticos jefes que deciden militarmente, con carácter

autoritario y antidemocrático, encuadrados siempre en la tradición secular y en el derecho histórico; pero es también la historia de una infiltración demagógica,

populista y disolvente que desde el 25 de mayo de 1810, trata de adueñarse de la Revolución y convertirla en el proceso de una democracia liberal, popular y sufragista, cuyo lema es la trilogía masónica que se declama en las plazas públicas desde 1789: Libertad, Igualdad, Fraternidad.”

     Lamentablemente, como el mismo Genta nos muestra, paralelamente hubo un sector ilustrado –encarnado en las figuras de Moreno, Castelli, Monteagudo, Rivadavia (cada uno con sus matices)-, que buscó responder a la situación de vacío político a partir de las fábulas de la época: el dogma de la soberanía popular y el mito de la “libertad, igualdad, fraternidad”. Se proponían, en definitiva, crear una nueva Patria fiel a la cátedra de los Hermanos “Tres puntos”, muy distinta de la “vieja”.

     La Espada de San Martín, que nos dio soberanía e independencia, fue tomada por Rosas. Y blandida ante los grandes del mundo, mereciendo el reconocimiento del General San Martín. Pero en su realismo político no se apropió los frutos podridos que Moreno, Castelli, Monteagudo y Rivadavia sembraron en el proceso revolucionario. Éstos no solo llevaron, cada uno en su momento, un combate contra el Orden, sino que su acción política –fundada en tan falsos principios, sembraron en la naciente República el caos y la anarquía. Y no sólo esto; sino que ante el desorden que ellos introdujeron, al plantearse disputas externas –como la Guerra con el Imperio del Brasil-, su ineficiencia –producto de esa desorganización introducida-, buscó “sacar las papas del fuego”, a través de políticas entreguistas. El mal fue respondido por caudillos como Quiroga o Dorrego. La herencia tradicionalista de tan nobles caudillos será tomada a partir de los años 30, y hasta su caída, por Juan Manuel de Rosas, motivo que se condice con el bello título de Restaurador con el que se lo conoce.





Comentarios