“Con la toma de Granada el 2 de enero de 1492
pareció como si España respirase a pulmón lleno. Libre de moros la península
(...)
El
2 de enero (...) señala el comienzo del gran Imperio colonial (...)
El calendario español trae para ese día la primera de las fiestas anuales de Nuestra Señora del Pilar. En otra festividad de ese año, el 12 de octubre, al grito de ¡tierra! un Mundo Nuevo se abría con el alba del otro lado del mar.”[1]
Desde la antiquísima villa romana de
Zaragoza, la Virgen del Pilar ejerce su Señorío sobre toda la Hispanidad:
“Salud
a Zaragoza, ciudad invicta, epopeya viviente, ciudad privilegiada, que vive a
la sombra de su Virgen del Pilar, cuya devoción hace dichosos a sus habitantes,
que al sueño y descanso de la noche se entregan entre rumores del Rosario,
mezclados con el murmullo del Ebro, y se despiertan antes que el día para
entonar angélicas alabanzas en la Misa de Infantes; Zaragoza es (...) cuna de
héroes y de santos (....)”.[2]
Continúa el autor cantando loas a la
ciudad de la Virgen:
“Salud a Zaragoza,
ciudad invicta, epopeya viviente, ciudad privilegiada que vive a la sombra de
su Virgen del Pilar, cuyo origen se pierde en la más remota antigüedad, surgió
espontáneamente, formándose un núcleo de moradores, atraídos por la belleza del
paraje y la fertilidad de su suelo (...)
Pasando por distintas etapas y nombres, en sucesivas transformaciones,
llegó la época del emperador romano César Augusto, el cual fundó la gran ciudad
cesarugustana, admirado por la bellísima situación que la favorecía; se hizo la
fundación con todos los honores y grandes solemnidades. (...)
(...) Parecía Zaragoza (...) providencialmente dispuesta para ser punto
de partida de la expansión del Cristianismo por la Península Ibérica. (...)
No
hay persona que resida habitual o accidentalmente en Zaragoza, que no haya oído
pronunciar el nombre de la Santísima Virgen del Pilar y que ignore que en la
ciudad hay un magnífico Templo donde esa santa imagen se venera.
Están tan íntimamente unidos estos dos nombres, Zaragoza y el Pilar, que
es imposible conocer el uno y desconocer el otro. Parece que el alma de esta
ciudad y centro de su vida se encuentran en el Templo del Pilar (...)
Solar de héroes, cuna de sabios y teólogos, plantel de mártires, ciudad
de santos: Zaragoza será siempre en España, la centinela avanzada de la fe,
inquebrantable guardadora del Santo Pilar y su bella imagen.”[3]
Llegados hasta
aquí, se impone explicar la presencia de María en el glorioso Pilar de
Zaragoza. Javier Velasco en su obra María,
la Madre de Jesús nos relata brevemente la historia de la Virgen del Pilar:
“(...) la
aparición que reivindica más antigüedad es la de la Virgen del Pilar (...).
Santiago el mayor, uno de los hermanos zebedeos, llegaría predicando hasta
Aragón, conocido en aquella época como la Celtiberia, y en Zaragoza recibió la
visita de María, sobre un pilar, para animarle y apoyarle en su labor
evangelizadora, poco fructuosa hasta aquel momento, y solicitándole que se
construyese en ese lugar una iglesia, con el altar en torno al pilar donde se
había aparecido. El testimonio histórico más antiguo que se conserva sobre la
construcción de una iglesia dedicada a María es de un escrito datado entre los
años 870-888, de un monje francés, llamado Amonio, donde menciona la iglesia de
la Virgen de Zaragoza. También se sabe que antes de la ocupación musulmana de
Zaragoza (714) había en la ciudad un templo dedicado a María, con el lugar de
la sepultura de San Braulio (+651). El santuario actual, que se comenzó a construir en 1681, buscó respetar
la tradición de la ubicación original del ‘pilar’ donde se apareció María.
Sobre el pilar descansa una imagen gótica de la Virgen, que sostiene a Jesús
Niño en el brazo izquierdo. Todo Aragón, de una manera singular, pero no
exclusiva, se siente especialmente vinculado a la Virgen del Pilar. (...) No es
posible trazar la historia de la espiritualidad y del patriotismo aragonés de
los cuatro últimos siglos sin contar con esta devoción. Una devoción que no se
agota en Aragón, sino que se extiende a prácticamente toda España. Su Himno, el
Himno a la Santísima Virgen del Pilar, se hace eco del amor popular a María, y
de la tradición que conforma esta advocación. (...)
Virgen Santa, Madre mía, Luz hermosa, claro
día,
Que la tierra aragonesa te dignaste visitar.
Este pueblo que te adora, de tu amor favor
implora
Y te aclama y te bendice abrazado a tu Pilar.
Pilar Sagrado, Faro esplendente,
Rico presente de caridad.
Pilar bendito, Trono de gloria,
Tú a la victoria nos llevarás.
Cantad, cantad himnos de amor y alabanza,
Cantad, cantad, a la Virgen del Pilar."[4]
Desde el Pilar de Zaragoza María extendió su Señorío Maternal a lo largo de las tierras descubiertas y conquistadas por España:
“El
descubrimiento de América transformó este continente hasta entonces
desconocido, en tierra de María. La evangelización que trajo España a estas
tierras se hizo de la mano de María, y por eso se puede recorrer todo nuestro
continente, y uno se encuentra permanentemente con las diversas advocaciones de
la Virgen, las capillas, los templos, que la devoción popular le ha hecho a
María.
María protege a América. María está presente en la vida de nuestros
pueblos desde su fundación (...) (aquel) 12 de octubre (de 1492) (...).
La
cultura católica no es otra cosa que la cultura de la cristiandad, que llega a
Hispanoamérica a través del descubrimiento y evangelización que hacen España y
la Iglesia. No es de extrañar que en la festividad de la Virgen del Pilar,
Patrona de España, también se festeje el descubrimiento de América, porque su
descubrimiento y evangelización vienen de la mano de Ella.”[5]
Siempre, en las grandes gestas del
pueblo español ha estado presente la Virgen del Pilar. Y la epopeya americana, “La mayor cosa después de la creación del
mundo, sacando la Encarnación y muerte del que lo creó” (Francisco López de
Gómara) -de la que María fue parte imprescindible, dentro del Plan de Dios-, no
podía desconocer esta realidad. Quiso la Providencia que desde ese bendito
Pilar María condujera tan magna empresa convirtiéndose desde allí, en la
Patrona de toda la Hispanidad.
No queremos dejar de hacer alusión a
un hecho singular de la historia española en la que la devoción del pueblo
aragonés a la Virgen del Pilar se hizo particularmente presente: la invasión
napoleónica de 1808. Ante la presencia del extranjero, que era portador -para
peor- de una ideología herética, el pueblo aragonés se aferró a la Virgen del
Pilar y luchó hasta quedar exhausto, no quedando de Zaragoza más que piedra
sobre piedra. Benito Pérez Galdós dedicó una de las novelas que componen sus Episodios Nacionales a la epopeya
zaragozana. En efecto, el mundo hispano representó durante los siglos XVI, XVII
–e incluso el XVIII y parte del XIX- la oposición de lo Tradicional contra lo
Moderno. Frente a la Reforma Protestante, la afirmación tridentina, prolongada
luego en América a través de la conclusiones del III Concilio de Lima; frente a
la concepción de una ciencia puramente utilitaria, el cultivo de la Sabiduría y
de los saberes humanísticos; frente al Estado-“Iglesia”, de tipo absolutista y
de origen protestante -ya sea predominantemente monárquico (como en Francia), o
predominantemente Parlamentario (como en Inglaterra)-, la concepción de la
política como la coronación de un Orden regido por la Justicia; frente al
desarrollo del capitalismo, el mantenimiento de los viejos conceptos
escolásticos de “Lucro Honesto” y “Precio Justo”; frente a la cultura burguesa
utilitaria, la moral caballeresca y misionera del Servicio -ya sea al Rey o a
Dios-. El modo hispano de ser se expresó a través de la grandiosidad del Barroco.
El
proceso revolucionario que se desata en Occidente a partir del último cuarto
del siglo XVIII es la culminación de aquellos valores que encarnó la
Modernidad: la profundización del proceso de secularización, la centralización
mayor de un Estado crecientemente burocrático, la irrupción de una sociedad
fuertemente “burguesa”, gracias al desarrollo de un saber al servicio de la
Técnica y del progreso económico; progreso que permitió la expansión del
capitalismo, que a partir de este momento se vuelve industrial. Las dos
naciones que encarnan este proceso son
Francia e Inglaterra. En la primera se da la Revolución Francesa, en la
segunda, la Industrial.
En España, la llegada de los Borbones al Trono, a principios del siglo XVIII, significó el intento por convertir la Hispanidad a la Modernidad: progresiva secularización de la cultura -orientada hacia posturas más utilitarias-; centralización del Estado -a través del Decreto de Planta Nueva o de Instituciones como las Intendencias-; la clausura de la misión evangelizadora y el intento por convertir a América en un mero centro colonial proveedor de las materias primas necesarias para ingresar en la etapa capitalista -orientación puesta de manifiesto a través de la expulsión de los Jesuitas y de las nuevas políticas económicas de la dieciochesca centuria-.
Sin embargo, una cosa es lo que pasa en la cima del poder y las nuevas orientaciones de los sectores intelectuales; y otra, la cultura tradicional que sigue arraigada en las clases populares. Lo “barroco” es muy difícil de desarraigar del Pueblo. Y si bien, en aquellas esferas superiores se imponen las nuevas formas ilustradas, en estos sectores sigue vivo el barroquismo. Esto se puede apreciar en las reacciones populares de principios del siglo XIX, tanto en la Península como en América. El pueblo sigue siendo fuertemente monárquico, porque lo monárquico es parte de su cultura barroca; pero, se opone a la burocracia virreinal aquí en América, y a la corrupta corte manejada por el inescrupuloso Godoy allá en la Península. Por eso aquel grito: “¡Viva el Rey, y muera el mal gobierno!”. Es la vieja concepción de la Monarquía como brazo de la Justicia divina, que debe ajustar su acción a dicha Justicia.
Y la
fidelidad a Dios, al Rey y a la Patria, lo lleva a enfrentar fuertemente a
aquellas dos naciones que encarnaban lo contrario de lo hispano: Francia,
portadora de una “Revolución herética” que se iba imponiendo por las fuerzas de
las armas de Napoleón; e Inglaterra, la tradicional rival Protestante de la
España Católica. Si bien las clases cultas hispanas pactaron con una o con otra
según las circunstancias, o aprovecharon la evolución de los hechos para
intentar reformas en la línea de la Revolución Francesa -como ocurrió con las
Cortes de Cádiz-, el pueblo se desangró con un ardor único, ya sea contra los
“herejes” britanos, o contra los “franchutes”. Un ejemplo de esto fue lo
ocurrido en Buenos Aires durante la Invasiones Inglesas -1806/1807-, en donde
el pueblo luchó por el Rey y por la Fe, encomendándose a la Virgen del Rosario,
con una valentía y un entusiasmo admirables. Otro hecho fue lo ocurrido en la
ciudad de Zaragoza frente a la Invasión napoleónica. La reacción popular fue
llevada hasta las últimas consecuencias, hasta casi no quedar nada en pie de la
que fuera -y sigue siendo, gracias a Dios- la ciudad de la Virgen del Pilar,
principal Patrona de la Hispanidad.
“Zaragoza era la ciudad de la desolación, de la epopeya digna que
cantara Homero y llorara Jeremías.
Benito Pérez Galdós escribe ‘Zaragoza’ con la esperanza de que el nombre
de la ciudad heroica sea tanto para los españoles de su tiempo como lo fue
Numancia en épocas cervantinas.
Zaragoza es indestructible: ‘Entre los escombros y entre los muertos
había siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde’. (...)
La
ciudad zaragozana es el grito de la unidad nacional, es la historia próxima,
tan grande e inmortal como los hechos antiguos. Es la conciencia de la
eternidad en España. Ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su
propia sangre, la consagra, como consagran los mártires en el circo la idea
cristiana.”[6]. Zaragoza vivía aquello que cantaba en la
célebre jota aragonesa: “¡La Virgen del
Pilar dice que no quiere ser francesa, que quiere ser capitana de la tropa
aragonesa!”
Volviendo al principio: Un 12 de
octubre, día de la Virgen del Pilar, comenzaba la epopeya americana. La que iba
a trasplantar en estas tierras la Cruz; la que iba a poner a las mismas bajo el
Manto de María; la que iba a entronizar en ellas a la Santa Eucaristía; la que
iba a sembrar por doquier el amor al Vicario de Cristo. En el año 1934, en el
teatro Colón de la ciudad de Buenos Aires, durante los célebres acontecimientos
del Congreso Eucarístico Internacional, el gran Cardenal Gomá cantaba las
glorias de la Hispanidad. Imposible no pensar en María, la principal gestora de
tan magna empresa, y su guardiana, allí, desde el pilar de Zaragoza. He aquí
las palabras del gran Gomá referidas a la Hispanidad:
“Esta es la síntesis de mi
discurso. Ni podía ser otra, por mi carácter de obispo católico que ha venido a
estas Américas para presenciar esta función de catolicismo, el congreso
eucarístico, una de las más fastuosas que habrán presenciado los siglos cristianos,
culminación del espíritu que la vieja España infundió en estas tierras
americanas, ni por la misma naturaleza de las cosas; porque si no puede
olvidarse la historia sin que sucumban los pueblos desmemoriados de ella, la
historia de nuestra vieja hispanidad es esencialmente católica, y ni hoy ni
nunca podrá hacerse hispanidad verdadera de espaldas al catolicismo.
¡Que esto es hacer oficio de
paleontólogo, como ha dicho alguien, y empeñarse en vivificar estos grandes
pueblos de América enseñándole un fósil como lo es el sistema católico! ¡Que
España ha dejado de ser católica, que se ha borrado de su constitución hasta el
nombre de Dios y que un español no tiene derecho a invocar el catolicismo para
hacer obra de hispanidad!
Un fósil el catolicismo, cuando el
espíritu moderno, en medio de las tinieblas y el miedo que nos invaden, sólo
está iluminado por el lado por donde mira a Jesucristo; cuando públicamente ha
podido decirse: ‘O la Iglesia o los bárbaros’; cuando este japonés que escribe
de historia y de conflictos sociales y de razas, profetiza el choque tremendo
del Asia con Europa, y sólo ve flotar sobre las ruinas más grandes de la
historia la cruz refulgente a cuya luz se reconstruirá la civilización nueva;
cuando los espíritus más leales y abiertos y que más han profundizado en las
ideologías que pretenden gobernar el mundo queman los dioses que han adorado y
se postran ante Jesucristo, luz y verdad y camino del mundo; cuando el anuncio,
hoy hecho glorioso, de que en Buenos Aires, la ciudad nueva que en pocos años
ha alcanzado las más altas cimas del progreso, iba a levantarse la Hostia
Consagrada, que es el corazón del catolicismo, porque en ella está Jesucristo,
el Hijo de Dios vivo, se ha conmovido el mundo, y han venido acá multitudes de
toda la tierra para aclamarle Rey inmortal de todos los siglos. ¡Ved el fósil
con que quisiera yo vivificar estas Américas, en cuyas entrañas mi madre España
depositó, hace cuatro siglos, esta partícula de Jesucristo, de donde derivó
toda su actual grandeza!
¡Que España ha dejado de ser
católica! En la constitución, sí; en su corazón, no; y en la entraña llevan los
pueblos su verdadera constitución. Yo respeto las leyes de mi país; pero yo os
digo que hay leyes que son expresión y fuerza normativa, a la vez, de las
esencias espirituales de un pueblo; y que hay otras, elaboradas en un momento
pasional colectivo, sacadas con el forceps de mayorías artificiosas manejado
por el odio que más ciega, que es el de la religión, que se impone a un pueblo
con la intención malsana de deformarlo.
Id a España, americanos, y veréis
como nuestro catolicismo, si ha padecido mucho de la riada que ha pretendido
barrerlo, pero ha ahondado sus raíces; veréis una reacción que se ha impuesto a
nuestros adversarios; veréis que las fuerzas católicas organizan su acción en
forma que podrá ser avasalladora; veréis surgir, por doquier, la escuela
cristiana frente a la laica, así hecha y declarada a contrapelo por el Estado;
veréis el fenómeno que denunciaba Unamuno en metáfora pintoresca, cuando decía
que los ateos españoles que, quien más quien menos, llevan sobre su pecho un
crucifijo; veréis el hecho real, ocurrido en mi diócesis de Toledo, de
veinticuatro socialistas que mueren al estrellarse en un barranco el autocar en
que regresaban de un mitin ácrata, y sobre el rudo pecho se les encuentra a
todos el escapulario de la Virgen o la imagen de Cristo; y veréis más: veréis
cómo los hombres de nuestra revolución mueren también como españoles: abrazados
con el crucifijo, es decir, con el fundador del catolicismo que combatieron.
Esto es el catolicismo, hoy; y éste
es el catolicismo de España. El catolicismo es, en el hecho dogmático, el
sostén del mundo, porque no hay más fundamento que el que está puesto, que es
Jesucristo; en el hecho histórico, y por lo que a la hispanidad toca, el
pensamiento católico es la savia de España. Por él rechazamos el arrianismo,
antítesis del pensamiento redentor que informa la historia universal, y
absorbidos sus restos, catolizándolos en los concilios de Toledo, haciendo
posible la unidad nacional. Por él vencimos a la hidra del mahometismo, en
tierra y mar, y salvamos al catolicismo de Europa. El pensamiento católico es
el que pulsa la lira de nuestros vates inmortales, el que profundiza en los
misterios de la teología y el que arranca de la cantera de la revelación las
verdades que serán como el armazón de nuestras instituciones de carácter social
y político. Nuestra historia no se concibe sin el catolicismo: porque hombres y
gestas, arte y letras, hasta el perfil de nuestra tierra, mil veces quebrado
por la Santa Cruz, que da sombra a toda España, todo está como sumergido en el
pensamiento radiante de Jesucristo, luz del mundo, que, lo decimos con orgullo,
porque es patrimonio de raza y de historia, ha brillado sobre España con
matices y fulgores que no ha visto nación alguna de la tierra.
Y con todo este bagaje espiritual,
cuando, jadeante todavía España por el cansancio secular de las luchas con la
morisma, pudimos rehacer la patria rota en la tranquilidad apacible que da el
triunfo, abordamos en las costas de esta América, no par uncir el Nuevo Mundo
al carro de nuestros triunfos, que eso lo hubiese hecho un pueblo calculador y
egoísta, sino para darle nuestra fe y hacerle vivir al unísono de nuestro
sobrenaturalismo cristiano. Así quedamos definitivamente unidos, España y
América, en lo más substancial de la vida, que es la religión. Y esta es,
americanos y españoles, la ruta que la Providencia nos señala en la historia:
la unión espiritual en la religión del Crucificado. Un poeta americano nos
describe el momento en que los indígenas de América se postraban por vez
primera ‘ante el Dios silencioso que tiene los brazos abiertos’: es el primer
beso de estos pueblos aborígenes a Cristo Redentor; beso rudo que da el
indígena ‘a la sombra de un añoso fresno, ‘al Dios misterioso y extraño que
visita la selva’, hablando con el poeta. Hoy, lo habéis visto en el estupor de
vuestras almas, es el mismo Dios de los brazos abiertos, vivo en la Hostia, que
en esta urbe inmensa, en medio de esplendores no igualados, ha recibido, no el
beso rudo, sino el tributo de alma y vida de uno de los pueblos más gloriosos
de la tierra. Es que este Dios, que acá trajera España, ha obrado el milagro de
esta gloriosa transformación del Nuevo Mundo.
Ni hay otro camino. ‘Toda tentativa
de unión latina que lleve en sí el odio o el desprecio del espíritu católico
está condenada al mismo natural fracaso’; son palabras de Maurras, que no tiene
la suerte de creer en la verdad del catolicismo. Y fracasará porque la religión
lo mueve todo y lo religa todo; y un credo que no sea el nuestro, el de Jesús y
la Virgen, el de la Eucaristía y el papa, el de la misa y los santos, el que ha
creado en el mundo la abnegación y la caridad y la pureza; todo otro credo,
digo, no haría más que crear en lo más profundo de la raza hispanoamericana
esta repulsión instintiva que disgrega las almas en lo que tienen de más vivo y
que hace imposible toda obra de colaboración y concordia.
¿Me diréis que hay otros hombres y otras
ideas que pueden servir de base a la hispanidad y amasar los pueblos de la raza
en una gran unidad para la defensa y la conquista? ¿Cuáles? ¿La democracia? Ved
que en la vieja Europa sólo asoman, sobre el mar que ha sepultado las
democracias, las altas cumbres de las dictaduras. ¿El socialismo? Ha degenerado
en una burguesía a lo Sardanápalo, porque será siempre una triste verdad que
humanum paucis vivit genus: son los vivos los que medran cuando no estorba Dios
en las conciencias. ¿El estatismo? Pulveriza a los pueblos bajo el rodaje de la
burocracia sin alma. ¿El laicismo? Nadie es capaz de fundar un pueblo sin Dios;
menos una alianza de pueblos. ¿La hoz y el martillo del comunismo? Ahí está la
Rusia soviética.
Catolicismo, que es el denominador común de
los pueblos de raza latina: romanismo, papismo, que es la forma concreta, por
derecho divino e histórico, del catolicismo, y que el positivista Comte
consideraba como la fuerza única capaz de unificar los pueblos dispersos de
Europa. Una confederación de naciones, ya que no en el plano político, porque
no están los tiempos para ello, de todas las fuerzas vivas de la raza para
hacer prevalecer los derechos de Jesucristo en todos los órdenes sobre las
naciones que constituyen la hispanidad. Defensa del pensamiento de Jesucristo,
que es nuestro dogma, contra todo ataque, venga en nombre de la razón o de otra
religión. Difusión del pensamiento de Jesucristo, del viejo y del nuevo, si así
podemos hablar, de las verdades cristalizadas ya en siglos pasados y de la
verdad nueva que dictan los oráculos de la Iglesia a medida que el nuevo vivir
crea nuevos problemas de orden doctrinal y moral. La misma moral, la moral
católica, que ha formado los pueblos más perfectos y más grandes de la
historia; porque las naciones lo son, ha dicho Le Play, a medida que se cumplen
los preceptos del Decálogo. Los derechos y prestigio de la Iglesia, el amor
profundo a la Iglesia y a su cabeza visible, el papa, signo de catolicidad
verdadera, porque la Iglesia es el único baluarte en que hallarán refugio y
defensa los verdaderos derechos del hombre y de la sociedad. El matrimonio, la
familia, la autoridad, la escuela, la propiedad, la misma libertad, no tienen
hoy más garantía que la del catolicismo, porque sólo él tiene la luz, la ley y
la gracia, triple fuerza divina capaz de conservar las esencias de estas
profundas cosas humanas.
Organícense para ello los ejércitos
de la Acción Católica según las direcciones pontificias, y vayan con denuedo a
la reconquista de cuanto hemos perdido, recatolizándolo todo, desde el a b c de
la escuela de párvulos hasta las instituciones y constituciones que gobiernan
los pueblos.
Esto será hacer catolicismo, es
verdad, pero hay una relación de igualdad entre catolicismo e hispanidad; sólo
que la hispanidad dice catolicismo matizado por la historia que ha fundido en
el mismo troquel y ha atado a análogos destinos a España y a las naciones
americanas.
Esto, por lo mismo, será hacer
hispanidad, porque por esta acción resurgirá lo que España plantó en América, y
todo americano podrá decir, con el ecuatoriano Montalvo: ‘¡España! Lo que hay
de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro
entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos. El pensar grande, el
sentir animoso, el obrar a lo justo, en nosotros son de España, gotas
purpurinas son de España. Yo, que adoro a Jesucristo; yo, que hablo la lengua
de Castilla; yo, que abrigo las afecciones de mi padre y sigo sus costumbres,
¿cómo haría para aborrecerla?’
Esto será hacer hispanidad, porque
será poner sobre todas las cosas de América aquel Dios que acá trajeron los
españoles, en cuyo nombre pudo Rubén Darío escribir este cartel de desafío al
extranjero que osara desnaturalizar esta tierra bendita: ‘Tened cuidado: ¡Vive
la América española! Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!’
Esto será hacer hispanidad, porque
cuando acá reviva el catolicismo, volverán a cuajar a su derredor todas sus
virtudes de la raza: ‘el valor, la justicia, la hidalguía’; y ‘los mil
cachorros sueltos del león español’, ‘las ínclitas razas ubérrimas, sangre de
España fecunda’, de que hablaba el mismo poeta, sentirán el hervor de la
juventud remozada que los empuje a las conquistas que el porvenir tiene
reservadas a la raza hispana.
Esto será hacer hispanidad, porque
será hacer unidad, y no hay nada, es palabra profunda de San Agustín, que
aglutine tan fuerte y profundamente como la religión.
¡Americanos! En este llamamiento a
la unidad hispana no veáis ningún conato de penetración espiritual de España en
vuestras repúblicas; menos aún la bandera de una confederación política
imposible. Unidad espiritual en el catolicismo universal, pero definida en sus
límites, como una familia en la ciudad, como una región en la unión nacional,
por las características que nos ha impuesto la historia, sin prepotencias ni
predominios, para la defensa e incremento de los valores e intereses que nos
son comunes.
Seamos fuertes en esta unidad de
hispanidad. Podemos serlo más, aún siéndolo igual que en otros tiempos, porque
hoy la naturaleza parece haber huido de las naciones. Ninguna de ellas confía
en sí misma; todas ellas recelan de todas. Los colosos fundaron su fuerza en la
economía, y los pies de barro se deshacen al pasar el agua de los tiempos.
Deudas espantosas, millones de obreros parados, el peso de los Estados
gravitando sobre los pueblos oprimidos, y, sobre tanto mal, el fantasma de
guerras futuras que se presienten y la realidad de las formidables
organizaciones nihilistas, sin más espíritu que el negativo de destruir y en la
impotencia de edificar.
El espíritu, el espíritu que ha sido
siempre el nervio del mundo; y la hispanidad tiene uno, el mismo espíritu de
Dios, que informó a la madre en sus conquistas y a las razas aborígenes de
América al ser incorporadas a Dios y a la patria. La patria se ha partido en
muchas; no debe dolernos. El espíritu es el que vivifica. El es el que puede
hacer de la multiplicidad de naciones la unidad de hispanidad.
La Hostia divina, el signo y el
máximo factor de la unidad, ha sido espléndidamente glorificada en esta
América. Un día, y con ello termino, una mujer toledana, ‘La loca del
Sacramento’, fundaba la cofradía del Santísimo, y no habían pasado cincuenta
años del descubrimiento de América cuando esta cofradía, antes de la fundación
de la Minerva, en 1540, estaba difundida en las regiones de Méjico y el Perú.
Otro día Antonio de Ribera coge de los campos castellanos un retoño de oliva y
lo lleva a Lima y lo planta y cuida con mimo, ocurre la procesión del Corpus, y
Ribera toma la mitad del tallo para adornar las andas del Santísimo; un
caballero lo recoge y lo planta en su huerta, y de allí proceden los inmensos
olivares de la región. Es un símbolo: el símbolo de que la devoción al
Sacramento ha sido un factor de la unidad espiritual de España y América. Que
este magno acontecimiento del congreso eucarístico de Buenos Aires sea como el
refrendo del espíritu católico de hispanidad, el vínculo de nuestra unidad y el
signo que indique las orientaciones y destinos de nuestra raza.”
La obra hispana en América fue
pues una obra eminentemente eucarística, y por eucarística, mariana. Allí,
desde el Pilar de Zaragoza la Madre protege, a su sombra, a toda la Hispanidad.
[1] Bruno, Cayetano. La Virgen
Generala. Estudio documental. Ediciones Didascalia. Rosario. 1994, pp.16-17.
[2] De Arnells, Roman. La venida de la Virgen y glorias del Pilar. Talleres editoriales El Noticiero. Zaragoza. 1963, p. 7.
[3] Ibídem, pp. 7-10.
[4] Javier Velasco. María, la Madre de Jesús. Edimat Libros. Madrid. 2006, pp. 102-103.
[5] Fosbery, Aníbal. María. Madre de Dios y Madre Nuestra, pp. 286 y 287.
[6] Beatriz M. de Borovich y Elsa Leibovich. Introducción, notas y propuestas de trabajo a Benito Pérez Galdós. Zaragoza. Buenos Aires. 1984, p. 59.
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