Son muchísimas las devociones a la Santísima Virgen que se difundieron durante el Medioevo. Tal vez una de las más importantes, que más han recomendado los Sumos Pontífices y que en sus diversas manifestaciones y en forma reiterada ha pedido la misma Madre del Cielo, sea el rezo del Santo Rosario. A partir del siglo XIII fueron los miembros de la Orden de los Predicadores quienes le dieron un fuerte impulso a esta práctica devocional. Surgió como el “salterio de la Virgen”. Al no poder el común de los fieles recitar los 150 salmos, que los clérigos rezaban en su Oficio diariamente, se inició la práctica de rezar 150 Ave Marías acompañada de la meditación de los Misterios de la Vida de Cristo y de su Santa Madre. Esta forma de piedad mariana se fue extendiendo por la Cristiandad Occidental, hasta alcanzar una altísima difusión. Un gran apóstol de la Virgen, San Luis María Grignion de Montfort, ya en el siglo XVII, en un precioso libro dedicado al Rosario, nos presenta una narración acerca del origen del mismo, llena del encanto y de la ingenua frescura de la fe.
“(...) el Santo
Rosario (...) no ha sido dado a la Iglesia (...) sino recién en el año 1214
(...).
Viendo Santo Domingo que los crímenes de los hombres obstaculizaban la
conversión de los albigenses, entró en un bosque cercano a Tolosa (Francia), y
pasó en él tres días, y tres noches en continua oración y penitencia.(...) La
Santísima Virgen se le apareció (...) y le dijo: ‘¿Sabes, mi querido hijo
Domingo, de qué arma se ha servido la Santísima Trinidad para reformar el
mundo?’ (...). Ella agregó: ‘Sabe que el arma principal ha sido el Salterio
angélico (...); por lo cual, si quieres ganar para Dios esos corazones
endurecidos, predica mi salterio’.
El
Santo se levantó totalmente consolado (...).
Así, Santo Domingo -inspirado por el Espíritu Santo e instruido por la
Santísima Virgen y por su propia experiencia- predicó todo el resto de su vida
el Santo Rosario, con el ejemplo y con la voz, en las ciudades y en el campo,
ante grandes y pequeños, ante sabios e ignorantes, ante católicos y herejes.
El
Santo Rosario -que él rezaba todos los días- era su preparación antes de
predicar y el lugar a donde acudía después de hacerlo. Un día de San Juan
Evangelista, estando en Nuestra Señora de París detrás del altar mayor en una
capilla, preparándose mediante el rezo del Santo Rosario (...).
Llegada la hora del sermón subió al púlpito y, después de haber dicho en
alabanza de San Juan Evangelista sólo que había merecido ser custodio de la
Reina del Cielo, dijo (...) que él no les hablaría con las palabras de la
sabiduría humana, sino con la sencillez y fuerza del Espíritu Santo. Entonces
les predicó y les explicó, palabra por palabra, como a niños, la salutación
angélica.(...)
El
Beato Alano de la Roche (...) refiere varias otras apariciones de Nuestro Señor
y de la Santísima Virgen a Santo Domingo, para instarle y animarle cada vez más
a predicar el Santo Rosario, a fin de destruir el pecado y convertir a los
pecadores y herejes.”[1]
Cuenta San Luis de Montfort que, como
suele ocurrir, el fervor que siguió a la primera predicación del Santo Rosario,
pasados unos años, decayó. La Justicia Divina, por este motivo, afligió a los
reinos de Europa con la peste que hizo estragos en el año 1349. En ese contexto
se da la predicación de ese otro gran difusor del Rosario que fue el beato
Alano de la Roche:
“Después
que por la misericordia de Dios hubieran cesado estas calamidades, la Santísima
Virgen ordenó al Beato Alano de la Roche (...) que renovara la antigua cofradía
del Santo Rosario (...).
Este bienaventurado Padre comenzó a trabajar en esta gran obra en el año
1460, especialmente después que Nuestro Señor Jesucristo (...) le hubiera dicho
un día en la santa Hostia (...): ‘¿Por qué me crucificas de nuevo? (...) Y aun
ahora me crucificas porque tienes ciencia y cuanto es necesario para predicar
el Rosario de mi Madre y por este medio instruir y apartar muchas almas del
pecado (...)
He
aquí, en compendio, lo que la historia nos enseña acerca del establecimiento
del Santo Rosario, por el bienaventurado Domingo, y de su renovación por el
Beato Alano de la Roche.”[2]
En definitiva, fue grande la labor de
los dos misioneros dominicos por difundir la práctica del Santo Rosario. Nos
dice de ellos San Luis de Montfort:
“Nada
tomó Santo Domingo tan a pecho, durante su vida, como el alabar a la Santísima
Virgen, predicar sus grandezas y anima ra todo el mundo a honrarla por medio de
su Rosario. Esta poderosa Reina del cielo no cesó tampoco de derramar sobre
este Santo bendiciones a manos llenas; coronó sus trabajos con mil prodigios y
milagros; nada pidió él a Dios que no obtuviera por la intercesión de la
Santísima Virgen; y para colmo de favores lo hizo salir victorioso de la
herejía de los albigenses, y lo hizo padre de una Gran Orden.
¿Qué diré del Beato Alano de la Roche, renovador de esta devoción? (...)
Después de haber atraído a la cofradía del Rosario más de cien mil
personas, murió en Zunolle, en Flades, el 8 de setiembre de1475.”[3]
Luego de la Edad Media, y en medio de
nuevas tempestades que sacudieron a la barca de la Iglesia, la Virgen del
Rosario continuó sosteniendo a la Cristiandad por medio de la oración
suplicante de los fieles. El Cardenal Newman se refiere a cinco ocasiones en
que María ha sido Auxilio de los
Cristianos, gracias al rezo del Rosario:
“Nuestra gloriosa Reina, desde su Asunción al cielo, ha hecho
innumerables servicios al pueblo elegido de Dios sobre la tierra, y a su Santa
Iglesia. Este título de ‘Auxilio de los cristianos’ remite a cinco servicios a
los que se refiere el Oficio Divino cuando nos recuerda la ocasión de ese
auxilio, y que están relacionados más o menos con el Rosario.
El
primero fue la primera institución del Rosario por Santo Domingo, cuando con la
ayuda de la Virgen Santísima tuvo éxito en detener y derribar la formidable
herejía de los albigenses en el sur de Francia.
La
segunda fue la gran victoria de la flota cristiana sobre el poderoso Sultán
turco, en respuesta a la intercesión del Papa San Pío V y las oraciones de las
Congregaciones del Rosario por todo el mundo. Como memoria de esta maravillosa
merced el Papa Pío introdujo en la Letanías el título ‘Auxilium Christianorum’,
y el Papa Gregorio XIII, que lo sucedió, dedicó el primer domingo de octubre,
el día de la victoria, a Nuestra Señora del Rosario.
El
tercero fue, según el Oficio Divino, ‘la gloriosa victoria’ en Viena, bajo la
protección de la Santísima Virgen, sobre el salvaje Sultán turco, que estaba
pisoteando tierras cristianas. En perpetua memoria el Papa Inocencio XI dedicó
el domingo en la octava de la Natividad de María como fiesta de su Santo
Nombre.
El
cuarto ejemplo de su ayuda fue la victoria sobre las innumerables fuerzas de
los mismos turcos en Hungría en la fiesta de Santa María de Nives, en respuesta
a la solemne súplica de las Cofradías del Rosario. Con esa ocasión los Papas
Clemente XI y Benedicto XIII dieron nuevo honor y privilegio a la devoción del
Rosario.
Y
la quinta fue la restauración del poder temporal del Papa al comienzo de este
siglo (XIX), después que Napoleón I, Emperador de los franceses, lo había
usurpado de la Santa Sede. Con esa ocasión el Papa Pío VII señaló el 24 de
mayo, día de esta gracia, como la fiesta del ‘Auxilio de los cristianos’, para
perpetua acción de gracias.”[4]
Enseñó Don
Bosco en el siglo XIX que la devoción a la Eucaristía, a la Santísima Virgen y
al Vicario de Cristo, son manifestaciones de auténtica catolicidad. Sobre estos
pilares se ha sostenido la misma; y la forma más difundida de devoción a la
Virgen ha sido en Occidente, como venimos mostrando, el rezo del Santo Rosario.
El mismo, como quedó dicho por el Beato Henry Newman, acompañó a la Cristiandad
durante los momentos más traumáticos de su historia. Y, ya en el siglo XX,
cuando apareció un enemigo superior a todos los conocidos hasta entonces -esto
es, el comunismo-, nuevamente fue el rezo del Santo Rosario el que sostuvo a
los fieles cristianos. Las manifestaciones de la Virgen en Fátima y su pedido
del rezo del mismo para hacer frente a tan tremendo monstruo hablan con toda
elocuencia.
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