La Señora Cristina Fernández durante su presidencia odificó a través de un decreto el régimen de feriados. Entre dichas modificaciones se estableció el cambio de denominación del “Día de la Raza”, que pasará a denominarse a partir de dicho cambio: “Día del respeto a la diversidad cultural” (relativismo cultural y culto a la Pachamama, mediante). Con esto se altera profundamente el Decreto del Presidente Yrigoyen estableciendo dicho feriado, el cual decía:
“...descubrimiento de más trascendencia, que haya
realizado la humanidad a través de los tiempos...que se debió al genio
hispano...Que la España descubridora y conquistadora...ha dado con la levadura
de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos
afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento.” (Decreto del
4-X-1917)[1]
Por otra parte, con dicho proyecto, la
mandataria se pone en una postura totalmente contraria a la de los fundadores
del Movimiento político al cual dice pertenecer. Veamos qué decía Eva Perón
acerca del Día de la Raza:
“Cuando, ante la
Academia Argentina de Letras, con motivo del Día de la Raza, el General Perón
rindió homenaje a la memoria del genial autor de ‘Don Quijote de la Mancha’
-breviario y síntesis de una estirpe inmortal -fijó en su discurso un concepto
básico. ‘Para nosotros -dijo el Líder- la raza no es un concepto biológico.
Para nosotros es algo puramente espiritual. Constituye una suma de
imponderables valores que (...) nos impulsa a ser lo que debemos ser, por
nuestro origen y por nuestro destino. Ella es la que nos aparta de caer en el
remedo de otras comunidades cuyas esencias son extrañas a las nuestras (...)’
Estas palabras
del General Perón tienen su raíz ideal en el lama sanmartiniano de aquel severo
y terminante ‘serás lo que debas ser o si no, no serás nada’. Una raíz ideal
que se confunde y se amalgama en ese sello personal, indefinible e
inconfundible, como dijo nuestro conductor, que no es menos personal por heredado
de la que fue madre de pueblos y sembradora de naciones. Es este sello personal
el que une el claro sabor americano que tiene en nuestros días la hispanidad
con el resabio del añejo y generoso tronco secular, tan rico en virtudes, en santos
y en héroes, que fue capaz de trasponer las puertas hasta entonces invioladas
del mar e incorporar un mundo nuevo, virgen, al servicio de Dios y a la
fraternidad de los hombres. Esa raza inmortal, descubridora y conquistadora,
encontró en ese mundo nuevo el teatro ideal para el ejercicio de sus virtudes.
Dictó leyes de humanidad y fraternidad, doscientos años antes que los
enciclopedistas osaran mencionar los derechos del hombre; proclamó la igualdad
ante el Creador de todas las criaturas y abonó con la sangre y con el alma de
su pueblo los surcos del porvenir. De esas sementeras nacieron las naciones que
glorifican hoy el tronco común del que están orgullosas. Porque América es la
eternidad de España en el mundo de la civilización.
La epopeya del
descubrimiento y la conquista es, fundamentalmente, una epopeya popular. No
sólo por sus hombres (...) sino por la cruz que venía a la par de la espada.
Ésta era la herramienta del héroe aislado en el mundo agreste; aquella, el
signo de paz, de igualdad y de amor entre los fieros defensores de la fe y los
conquistadores para el reino de Jesús más que para el reino de Fernando e
Isabel. La leyenda negra con que la Reforma se ingenió en denigrar la empresa
más grande y más noble que conocen los siglos, como fue el descubrimiento y la
conquista, sólo tuvo validez en el mercado de los tontos o de los interesados”.
Varios años después, pero estando en el
poder el mismo movimiento político, un 12 de octubre de 1974, Argentina y
España celebraron el Día de la Raza, a través de un encuentro deportivo -se
enfrentaron en un partido amistoso las selecciones de fútbol de ambos países,
en el Estadio Monumental- disputándose la “Copa Hispanidad”.
Pero volvamos nuevamente a elevarnos al
ámbito del espíritu, allí donde contemplamos lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello,
y escuchemos la voz inefable del Magisterio de la Iglesia, que sobre tan
importante materia no nos puede confundir:
“Al cumplirse cuatrocientos años desde que un hombre
ligur, con el auspicio de Dios, llegó por primera vez a las ignotas costas que
se encuentran al otro lado del Océano Atlántico, los hombres desean con ansias
celebrar la memoria de este evento de grato recuerdo, así como ensalzar a su
autor. Y ciertamente no se encontrará fácilmente causa más digna de mover los
ánimos e inflamar las voluntades. En efecto, este evento es por sí mismo el más
grande y hermoso de todos los que tiempo alguno haya visto jamás; y aquél que
lo realizó es comparable con pocos hombres por la magnitud de su valor e
ingenio. Por obra suya emergió de la inexplorada profundidad del océano un
nuevo mundo: cientos de miles de mortales fueron restituidos del olvido y las
tinieblas a la comunidad del género humano, fueron trasladados de un culto
salvaje a la mansedumbre y a la humanidad, y lo que es muchísimo más, fueron
llamados nuevamente de la muerte a la vida eterna por la participación en los
bienes que nos trajo Jesucristo.
(...)
Así pues, en tan grandiosa manifestación de honor, y entre tal sinfonía de
voces agradecidas, la Iglesia ciertamente no ha de permanecer en silencio,
sobre todo cuando ha tenido por costumbre e institución suya aprobar
gustosamente y tratar de fomentar todo cuanto haya visto de honesto y laudable.
Ésta conserva los singulares y mayores honores a las virtudes más destacadas y
que conducen a la salvación eterna del alma. No por ello, sin embargo, desdeña
o estima en poco a las demás; más aún, con gran voluntad ha solido siempre
promover y honrar de modo especial los méritos obtenidos por la sociedad civil
de los hombres, también si han alcanzado la inmortalidad en la historia.
Admirable, en efecto, es Dios sobre todo en sus santos; no obstante, su divino
poder deja también huellas en aquellos en quienes brilla una fuerza
extraordinaria en el alma y en la mente, pues no de otro lugar viene a los
hombres la luz del ingenio y la grandeza del alma, sino tan sólo de Dios, su
Creador.
Hay además otra causa, ciertamente singular, por la que creemos que se ha de
recordar con grata memoria este hecho inmortal: Colón es de los nuestros. Si
por un momento se examina cuál habría sido la causa principal que lo llevó a
decidir conquistar el mar tenebroso, y por qué motivo se esforzó en obtenerlo,
no se puede poner en duda la gran importancia de la fe católica en el inicio y
realización de este evento, al punto que también por esto es no poco lo que
debe a la Iglesia el género humano.
En efecto, no son pocos los hombres fuertes y experimentados que tanto antes
como después de Colón buscaron con esfuerzo pertinaz tales tierras ignotas y tales
aún más ignotos mares. Su memoria es y será justamente predicada por su fama y
el recuerdo de sus beneficios, ya que propagaron los fines de las ciencias y de
la humanidad, e incrementaron la común prosperidad, no fácilmente, sino con
gran esfuerzo, y no raramente a través de inmensos peligros.
Ocurre, sin embargo, que hay una gran diferencia entre aquéllos y aquel de
quien hablamos en esta ocasión. Una característica distingue principalmente a
Colón: al recorrer una y otra vez los inmensos espacios del océano iba tras
algo mucho más grande y elevado que todos los demás. Esto no quiere decir que
no lo moviese en nada el honestísimo deseo de conocer o de ser bien apreciado
por la sociedad humana, o que desdeñase la gloria, cuyas penas más ásperas
suelen estar en los hombres más valerosos, o que despreciase del todo la
esperanza de obtener riquezas. No obstante, mucho más decisiva que todas estas
razones humanas fue para él la religión de sus padres, que ciertamente le dio
mente y voluntad indubitables, y lo proveyó a menudo de constancia y solaz en
las mayores dificultades. Consta, pues, que esta idea y este propósito residían
en su ánimo: acercar y hacer patente el Evangelio en nuevas tierras y mares.
Esto podrá parecer poco verosímil para quien reduzca su pensamiento y sus
intereses a esta naturaleza que se percibe con los sentidos, y se niegue a
mirar realidades más altas. Por el contrario, suele suceder que los más grandes
ingenios desean elevarse cada vez más, y así están preparados mejor que nadie para
acoger el influjo y la inspiración de la fe divina. Ciertamente Colón unió el
estudio de la naturaleza al de la religión, y conformó su mente a los preceptos
que emanan de la íntima fe católica. Por ello, al descubrir por medio de la
astronomía y el estudio de los antiguos la existencia hacia el occidente de un
gran espacio de tierra más allá de los límites del orbe conocido, pensaba en la
inmensa multitud que estaría aún confusa en miserables tinieblas, crueles ritos
y supersticiones de dioses vanos. Triste es vivir un culto agreste y costumbres
salvajes; más triste es carecer de noticia de mayores realidades, y permanecer
en la ignorancia del único Dios verdadero. Así pues, agitándose esto en su
ánimo, fue el primero en emprender la tarea de extender al occidente el nombre
cristiano y los beneficios de la caridad cristiana. Y esto se puede comprobar
en la entera historia de su proeza.
Cuando se dirigió por primera vez a Fernando e Isabel, reyes de España, por
miedo a que rechazasen emprender esta tarea, les expuso con claridad su
objetivo: para que creciera su gloria hasta la inmortalidad, si determinasen
llevar el nombre y la doctrina de Jesucristo a regiones tan lejanas. Y habiendo
alcanzado no mucho después sus deseos, dio testimonio de que pidió a Dios que
con su gracia y auxilios quieran los reyes continuar en su deseo de imbuir
estas nuevas costas con el Evangelio. Se apresuró entonces a dirigir una carta
al Sumo Pontífice Alejandro VI pidiéndole hombres apostólicos. Allí le dice:
confío, con la ayuda de Dios, en poder algún día propagar lo más ampliamente
posible el sacrosanto nombre de Jesucristo y su Evangelio. Juzgamos que también
debe haberse visto transportado por el gozo cuando al retornar por primera vez
de la India escribió desde Lisboa a Rafael Sánchez que había dado inmortales
gracias a Dios por haberle concedido benignamente tan prósperos éxitos, y que
había que alegrarse y vitorear a Jesucristo en la tierra y en el cielo por
estar la salvación ya próxima a innumerables gentes que estaban antes perdidas
en la muerte. Y para mover a Fernando e Isabel para que sólo dejasen que
cristianos católicos llegaran hasta el Nuevo Mundo e iniciaran las relaciones
con los indígenas, les dio como motivo el que no buscaba nada más que el
incremento y la honra de la religión cristiana. Esto fue comprendido
excelentemente por Isabel, que entendió mejor que nadie el propósito de este
gran varón. Más aún, se sabe que esta piadosísima mujer, de viril ingenio y
gran alma, no tuvo sino el mismo propósito. De Colón afirmó que con gusto se
dirigiría al vasto océano para realizar esta empresa tan insigne para gloria de
Dios. Y cuando retornó por segunda vez escribió a Colón que habían sido
óptimamente empleados los aportes que había dado a las expediciones a las Indias,
y que habría de mantenerlos, pues con ellos habría de conseguir la difusión del
catolicismo.
De otro modo, si no hubiese sido por esta causa mayor que toda causa humana,
¿de dónde podría haber obtenido la constancia y la fortaleza de ánimo para
soportar, incluso hasta el extremo, cuando tuvo que soportar y sufrir? Sabemos
que le eran contrarias las opiniones de los eruditos, los rechazos de los
hombres más importantes, las tempestades del furioso océano, las continuas
vigilias, por las que más de una vez perdió el uso de la vista. Experimentó
guerras con los bárbaros, la infidelidad de sus amigos y compañeros, infames
conspiraciones, la perfidia de los envidiosos, las calumnias de sus
detractores, los grillos que le impusieron siendo inocente. Por necesidad
tendría que haber sucumbido ante tan grandes sufrimientos y ataques, si no lo
hubiese sostenido la conciencia de la hermosísima tarea, gloriosa para el
nombre cristiano y saludable para una infinita multitud, que sabía que iba a
realizar.
Que esto sucedió así lo ilustra admirablemente cuanto sucedió en aquel tiempo,
pues Colón abrió el camino a América en un momento en que estaba cercana a
iniciarse una gran tempestad en la Iglesia. Por eso, en cuanto sea lícito
considerar los caminos de la Providencia a partir de los eventos acontecidos,
parece que este adorno de la Liguria nació por un designio verdaderamente
singular de Dios, para reparar los daños que en Europa se infligirían al nombre
católico.
Llamar al género de los Indios a la vida cristiana era ciertamente tarea y
misión de la Iglesia. Y ciertamente la emprendió en seguida desde el inicio, y
sigue haciéndolo, habiendo llegado recientemente hasta la más lejana Patagonia.
Por su parte, Colón orientó todo su esfuerzo con su pensamiento profundamente arraigado
en la tarea de preparar y disponer los caminos al Evangelio, y no hizo casi
nada sin tener como guía a la religión y a la piedad como compañera.
Conmemoramos realidades muy conocidas, pero que han de ser declaradas por ser
insignes en la mente y el ánimo de aquél hombre. A saber, obligado por los
portugueses y por los genoveses a partir sin ver cumplida su tarea, se dirigió
a España y maduró al interior de las paredes de una casa religiosa su gran
decisión de meditada exploración, teniendo como compañero y confesor a un
religioso discípulo de San Francisco de Asís. Siete años después, cuando iba a
partir al océano, atendió a cuanto era preciso para la expiación de su alma.
Rezó a la Reina del Cielo para que esté presente en los inicios y dirija su recorrido.
Y ordenó que no se soltase vela alguna antes de ser implorado el nombre de la
Trinidad. Luego, estando en aguas profundas, ante un cruel mar y las
vociferaciones de la tripulación, era amparado por una tranquila constancia de
ánimo, pues Dios era su apoyo.
El propósito de este hombre se ve también en los nombres mismos que puso a las
nuevas islas. Al llegar a cada una, adoraba suplicante a Dios omnipotente, y
tomaba posesión siempre en el nombre de Jesucristo. Al pisar cada orilla, lo
primero que hizo fue fijar en la costa el sacrosanto estandarte de la Cruz; y
fue el primero en pronunciar en las nuevas islas el divino nombre del Redentor,
que a menudo había cantado en mar abierto ante el sonido de las murmurantes
olas. También por esta causa empezó a edificar en la Española sobre las ruinas
del templo, y hacía preceder las celebraciones populares por las santísimas
ceremonias.
He aquí, pues, adónde miraba y qué hizo Colón al explorar tan grandes
extensiones de mar y tierra, inaccesibles e incultas hasta esa fecha, pero cuya
humanidad, nombre y riqueza habría luego de crecer rápidamente a tanta amplitud
como vemos hoy. Por todo ello, la magnitud del hecho, así como la importancia y
la variedad de los beneficios que le siguieron, demandan ciertamente que sea
celebrada con grato recuerdo y todo honor; pero ante todo habrá que reconocer y
venerar de modo singular la voluntad y el designio de la Eterna Sabiduría, a
quien abiertamente obedeció y sirvió el descubridor del Nuevo Mundo.
Así pues, para que el aniversario de Colón se realice dignamente y de acuerdo a
la verdad, ha de añadirse la santidad al decoro de las celebraciones civiles. Y
por ello, tal como cuando se recibió la noticia del descubrimiento se dio
públicamente gracias a Dios inmortal y providentísimo por indicación del Sumo
Pontífice, así también ahora consideramos que se haga lo mismo para renovar la
memoria de este feliz evento. Decretamos por ello que el día 12 de octubre, o
el siguiente día domingo, si así lo juzga apropiado el Ordinario del lugar, se
celebre después del Oficio del día el solemne rito de la Misa de la Santísima
Trinidad en las iglesias Catedrales y conventuales de España, Italia y de ambas
Américas. Confiamos asimismo en que, además de las naciones arriba mencionadas,
las demás realicen lo mismo por consejo sus Obispos, pues cuanto fue un bien
para todos conviene que sea piadosa y gratamente celebrado por todos.
Entre tanto, deseándoles los bienes divinos y como testimonio de Nuestra
paternal benevolencia, os impartimos de corazón, a vosotros Venerables
Hermanos, lo mismo que a vuestro clero y pueblo, la bendición apostólica en el
Señor.”
Carta “Quarto abeunte
saeculo”
de S.S. León XIII
[1] No nos escapa que incluso la denominación “Día de la Raza” tiene sus limitaciones. Es célebre, al respecto, el cuestionamiento que hizo el sacerdote vasco, residente en ese tiempo en Argentina, Zacarías de Vizcarra. Éste propuso denominar a la celebración “Día de la Hispanidad”. No obstante, aquella denominación era fiel todavía al espíritu de la gesta colonizadora y evangelizadora. En cambio, el ánimo que rige a la actual nomenclatura es absolutamente hostil a la significación de la fecha.
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