Roberto Di Stefano, en un artículo para la revista Todo es Historia, nos describe la vida socio-religiosa de la Buenos Aires de principios del 1800:
“La religión impregna todas las
manifestaciones de la vida colectiva de esa sociedad, tiene que ver con los
vínculos familiares, con la educación, con la atención sanitaria, con la
administración de la justicia, con la organización del tiempo y del
espacio...No es necesario ir al templo para tener contacto con la vida
religiosa: se la encuentra en cada esquina, en cada plaza, en cada casa, en
todo edificio público. Un abigarrado año litúrgico establece los momentos más
trascendentes de la vida religiosa colectiva, según un esquema que recuerda los
grandes momentos de la historia de la salvación y de la vida del Cristo: los
tiempos de Adviento y Navidad, que rememoran el misterio de la Encarnación; los
de Cuaresma y Pascua, que evocan el misterio de la Pasión; el de Pentecostés,
que celebra el descenso del Espíritu Santo sobre la Iglesia y que empieza a
prepararse el domingo llamado de Quasimodo, tras la octava de Pascua. Una
multitud de fiestas menores recuerda además a los santos patronos de las
diferentes comunidades religiosas...Están por otra parte las fiestas que reúnen
a la ciudad entera para rogar y agradecerá sus patronos, venerados personajes
del mundo celestial que la protegen con variable eficacia de las temidas
calamidades.
El principal de ellos es San Martín de
Tours, cuya fiesta se celebra el 11 de noviembre, pero Buenos Aires puede
jactarse además de la protección que le prodigan Nuestra Señora de las Nieves y
Santa Lucía.
Ese abigarrado calendario espiritual, esa convivencia de espacios religiosos superpuestos, el boato barroco con que se celebran las fiestas mayores, a fines de la época colonial despierta entusiasmo pero también censuras.”[1]
Ignacio Núñez en su autobiografía cuenta que era estricto el control del cumplimiento de las prácticas religiosas en aquella Buenos Aires que nos resulta tan lejana: “el cura visitaba una vez en el año todas las casas de su feligresía, para recoger unos pequeños billetes impresos, que los penitentes recibían del confesor, en prueba de haber cumplido con este mandamiento”[2].
La ciudad de la Santísima Trinidad, más allá de los pecados que pudieran cometer sus pobladores, era fiel a su origen, a la Tradición, al nombre recibido. Por lo menos en los tiempos hispanos, y durante gran parte del siglo XIX -a pesar de los dislates ideológicos de algunos de sus dirigentes posteriores a 1810-. Esto se hacía evidente en sus fiestas, hábitos, costumbres. Un enclave de la Cristiandad en estas tierras del Sur. Una avanzada imperial en el Plata, en tiempos de don Juan Manuel. También en sus instituciones las raíces cristianas de la urbe platense eran evidentes. En particular en el Cabildo, órgano de gobierno colegiado que tenía una función icónica, ejecutiva y de homenaje. Expliquemos.
Manuel
Bilbao en sus “Tradiciones y recuerdos de
Buenos Aires” nos cuenta que “el
Cabildo de Buenos Aires ejercía en toda su plenitud las funciones municipales,
el alcalde de primer voto administraba la justicia en primera instancia civil y
criminal...El fiel ejecutor era el encargado de inspeccionar los mercados de
abastos diarios...El síndico general era encargado de promover todo lo
conducente al bienestar de la ciudad...El alférez real era el que paseaba el
estandarte de la conquista el día de San Martín y el encargado de ejecutar la
jura del nuevo monarca subiendo al tablado para esto, respondiéndole el pueblo
con los gritos de ‘¡Viva el rey!’...el Cabildo (dispuso)...que los corregidores
entrasen con vara de justicia...El pregón era un individuo que anualmente
designaba el Cabildo para anunciar sus resoluciones...Tenía la obligación de
pregonar en alta voz las disposiciones o noticias interesantes, acompañado de
un tambor o de una trompeta”[3].
Unas páginas antes, refiriéndose al edificio del Cabildo, nos decía Bilbao:
“el Cabildo fue empezado a construir en
1725...La torre se terminó en 1763...colocándose en sus frontispicios la
inscripción CASA DE JUSTICIA...La campana que daba las horas fue fundida por
Juan Pérez en 1763, y ostenta esta inscripción: SAN MARTÍN, OBISPO...”[4]
[1] Di Stefano, Roberto. La invasión hereje, en Todo es Historia N° 468, julio de 2006, pp. 60-61.
[2] Núñez, Ignacio. Autobiografía. Comisión de cultura del Senado de la Nación. Academia Nacional de la Historia. Buenos Aires. 1996, pp. 70-71.
[3] Bilbao, Manuel. Tradiciones y recuerdos. . Dictio. Buenos Aires. 1981, pp. 17-18.
[4] Íbidem, 12.
Comentarios
Publicar un comentario