LUCES Y SOMBRAS DE LA ARGENTINA
DEL CENTENARIO
La Argentina de 1910, que se aprestaba a celebrar los 100 años de la Revolución de Mayo, era muy diferente de la actual. Se trataba de una nación en crecimiento, que había alcanzado un importante progreso material y un gran reconocimiento a nivel internacional. Sin embargo, no todo era luminoso en aquellos tiempos, ya que, por otro lado, existía una cara bastante oscura. Analicemos, pues, las “luces” y las “sombras” de aquel país.
La “Luces” del Centenario
La Argentina de 1910 puede ser definido
como un país conservador y liberal, a la vez. En cuanto al primer aspecto,
podemos decir que la Nación era dirigida por una serie de familias criollas,
que llevaban varias generaciones en el país, descendientes de los forjadores de
la Patria -arraigados al nuestro suelo desde los tiempos de la Conquista, o del
Virreinato, o del período Independiente-, y con una gran participación en
aquellas gestas que dieron forma a nuestra nacionalidad. Dicha elite tenía un
profundo sentimiento de pertenencia patria, y la conciencia de haber sido la
fundadora de la nueva Nación. Un miembro de este sector social nos narra los
modos de vida y los valores que animaban a estos grupos: “Mi primera infancia transcurrió en una casona de altos de la calle
Florida 534, vecina de los Ortiz Basualdo y casi enfrente al Jockey Club, un
poco más cerca de Lavalle. (...)Tengo un recuerdo muy nítido de los desfiles
militares, en las grandes fiestas patrias del 25 de Mayo y el 9 de Julio. Por
esos días veíamos marchar por Florida, apretados por la brevedad de la calzada,
a nuestros regimientos con sus pecheras engalanadas, sus morriones, la bandera
al frente escoltada por sus jefes y como emotivo fin de fiesta avanzaban los
granaderos a caballo, cuya fanfarria ejecutaba esas marchas medio sombrías,
medio dramáticas de la caballería con acordes que, al dispersarse en el aire,
evocaban como un cántico a la muerte (...) Los protagonistas de mi infancia
eran todos los que estaban ahí cerca: mis hermanos -yo soy el tercero-y, desde
luego, mis padres y mi abuela paterna (...) Yo recuerdo a mi abuela (...),
todas las mañanas, sin ánimo de dictar clases, muy espontáneamente, nos refería
episodios de la historia argentina. Los actores eran siempre San Martín y
Belgrano. Mi abuela tenía una gran veneración por el general San Martín (...)
En los días patrios salíamos con ella a ver el mausoleo de San Martín en la
Catedral y la tumba de Belgrano”[1]
Esta elite, denominada “oligarquía” por sus detractores, poseían importantes fortunas, un
apellido, una formación intelectual y una experiencia en el manejo de la Cosa
Pública, que la colocaba por encima de los otros sectores sociales. “Cada miembro (de aquel grupo) (...) fue un
ser polifacético, capaz de cubrir una docena de actividades diferentes, y
cubrirlas bien. No fue raro el caso del médico o del abogado que al mismo
tiempo hacía política y diplomacia, se enrolaba en las milicias, redactaba en
un periódico y en los raros libres escribía libros[2]” De ella surgían los miembros de los principales
cargos en las actividades económicas, sociales, políticas y eclesiales.
Del primer texto citado, de Sánchez
Sorondo, y de la referencia anterior al desempeño de los principales cargos
eclesiales[3],
se concluye la íntima conexión que existía entre las raíces más profundas de
nuestra nacionalidad y la fuerte vivencia religiosa heredada de nuestra
tradición hispana[4], a
pesar de la influencia que ejerció la Masonería a partir de la segunda mitad
del siglo XIX, sobre todo en los varones[5]
de aquellas familias, ya que las mujeres siguieron siendo, en su mayoría,
fieles a la Fe heredada de sus mayores.
Este aspecto religioso, no se quiso dejar
de lado durante los festejos del Centenario; y fueron, justamente, los principales
templos del país, los que se refaccionaron o pusieron en condiciones, en los
tiempos cercanos a tan fausto acontecimiento: “La Catedral y principales iglesias, como Santo Domingo y San
Francisco, se reforman y decoran. El santuario de Luján, una vez terminada su
construcción, se abre al culto con extraordinaria ceremonia”[6]
El progreso material que había alcanzado
el país también se exteriorizó a través de muchas otras manifestaciones: “Buenos Aires era la expresión más elocuente
del país, de su prosperidad, bienestar y cultura. Era una gran capital con un
millón trescientos mil habitantes, tan activa y animada como París. La
pavimentación de las calles, la extensión de los servicios públicos, las líneas
de tranvías y alumbrado eléctrico”[7]
(...) “La República gozaba de un
bienestar como no había alcanzado nunca. La impulsaba una extraordinaria
corriente de progreso material (...) La ganadería, la agricultura, el comercio,
las industrias fabriles expandían sus operaciones con grandes beneficios (...)
El aporte de capitales extranjeros y la gran corriente inmigratoria iban
consolidando la economía del país y diversificando su producción con la incorporación
de artesanos y técnicos extranjeros”[8]
(...) “Si Buenos Aires era la
expresión del progreso y la cultura de
la República, la calle Florida era la expresión brillante y concurrida de la capital. En las vidrieras,
las tiendas como Gath y Chaves, exhiben los mejores artículos extranjeros y las
joyerías de Carasalle y Fabre valiosas alhajas. Las librerías de Moen, Roldán y
Mendesky venden los últimos libros editados en Europa (...) Termina la calle con la ampulosa construcción
de las galerías Pacífico (...) El monumental edificio del Jockey Club es el
centro social más calificado, donde se reúnen los hombres que forman la clase
dirigente del país”[9]
(...) “La sociedad porteña enriquecida
reclama otros escenarios para exhibirse. En el nuevo Plaza Hotel, el primer
rascacielos de la ciudad, se realizan frecuentes recepciones y bailes (...) La
predilección porteña por el teatro halla un magnífico marco en el teatro Colón
recientemente inaugurado donde se escucha a los mejores artistas de Europa y se
aplaude a Caruso y Toscanini”[10]
(...) “Los artistas fijaron en el
bronce con ampulosas alegorías la Riqueza, el Progreso, la Libertad y la
Soberanía de su pueblo (...) Los poetas cantaron himnos y compusieron odas a
los campos y a las mieses (...) Las fiestas del centenario produjeron en
‘propios y extraños una sensación unánime de admiración por el país’.”[11]
Es de destacar, además, el reconocimiento que obtuvo nuestra nación: “Más que un homenaje a los hombres de 1810, fue un tributo a los hombres de 1910. Llegaron a Buenos Aires embajadas de las principales naciones, jefes de Estado y una Infanta de España. Se celebró la cuarta Conferencia Pan Americana y Estados Unidos tuvo especial cuidado de suprimir en su programa los temas que pudieran molestarlos. Diplomáticos y hombres de gobierno, escritores y banqueros observaron la marcha de la joven República y señalaron el adelanto alcanzado y un claro porvenir”[12].
La “Sombras” del Centenario
Al lado de estos aspectos que podemos
denominar “positivos”, existían otros que no lo eran tanto.
En primer lugar, refirámonos a la
influencia de la Masonería, ya señalada más arriba. Gran parte de los sectores
dirigentes de la Nación, dieron la espalda al país que sus antepasados habían
ayudado a gestar, y se incorporaron a estas sectas oscuras que respondían a
intereses contrarios a los de la Fe y la Patria. Dicho influjo queda puesto en
evidencia a partir de la presencia que cobra el Liberalismo en los elencos
gobernantes, con las consecuentes leyes laicistas -en particular la 1420, de
educación común-, cuyas consecuencias secularizantes sobre la sociedad se
hicieron sentir con fuerza; y si bien nuestra sociedad siempre se caracterizó
por su religiosidad, tanto en sus capas superiores, como en las inferiores y
medias, la práctica religiosa se enfrió notablemente. Y el influjo de filosofías
como el Positivismo fue muy fuerte.
Por otra parte, los vínculos tan estrechos
entablados con Gran Bretaña provocaron un progresivo rechazo de nuestro pasado
hispano, y nos convirtieron en una próspera factoría; ya que, si bien es cierto
que el país obtuvo un progreso material notable, también es verdad que se logró
a costa de una fuerte dependencia del Reino Unido, y sin un desarrollo
autónomo.
Además, el progreso material logrado, y
las importantes riquezas acumuladas por muchos de los miembros de la elite,
provocaron un estilo de vida frívolo y superficial: “En 1910 comienzan a transformarse las costumbres simples (...) Un
nuevo impulso lleva a los hombres a romper los cuadros de la rígida existencia
patricia. El placer de la vida sencilla, las disciplinas religiosas, la residencia
en la propia tierra campesina eran vínculos que había que desatar para lanzarse
a los viajes, al lujo, a gozar de los halagos y placeres físicos, a llevar un
nuevo modo de vida que ofrecía el dinero fácilmente logrado. La sociedad
porteña, de indudable fondo cristiano y de severas costumbres, descubre otros
horizontes y alimenta distintas aspiraciones. Después de haber soñado con el
Paraíso, la riqueza los estimula a buscar la felicidad en la tierra”[13].
Otro aspecto negativo a tener en cuenta es el
grado de conflictividad alcanzado por ciertos sectores sociales, sobre todo de
origen inmigrante que llegaban a nuestra Patria con una fuerte carga
ideológica. Los reclamos de estos grupos iban acompañados de toda una
concepción revolucionaria, que se quería imponer en la Nación que los recibía.
Anarquistas y marxistas turbaban, pues, la paz social del país. El liberalismo,
hijo de la Ilustración, era responsable, con su permisivismo -y en algunos
casos con su simpatía hacia ciertas posturas extremas, con las que encontraba
algún aire de familia-, de la difusión de estas ideas disolventes. Aunque, como
contrapartida, debemos decir que el Liberalismo dominante había sido incapaz de
dar una legislación laboral que respondiera a las nuevas problemáticas de la
época.
Para cerrar este apartado referente a las
“sombras”, dejemos la palabra a alguien que tuvo a su padre entre los
dirigentes de aquella época, pero que ambos -padre e hijo-, supieron reaccionar
contra aquello que manchaba a la integridad de la Nación: “La generación del 80 (...) actuó no pocas veces dejando de lado las
conductas históricas -en lo económico y social- y escrúpulos morales arraigados
desde antiguo a nuestra manera de ver rioplatense. Movióse con oportunismo
(...) por el afán de alcanzar éxito inmediato en orden a la riqueza, que en
Buenos Aires traducíase en lujo para los señores y terratenientes, orgullosos
de vivir a la europea como auténticos príncipes ‘republicanos’ en la Gran
Capital del Plata. Fue una generación escéptica en punto a creencias, sin una
metafísica rectora existencial. Positivista y epicúrea; y, en último término
frívola: enemiga de conservar hábitos y costumbres seculares y apegada a la
religión idolátrica del crédito hipotecario ilimitado (o sea: a los halagos del
rentista que gasta su dinero sin crear servicios públicos útiles ni prosperidad
popular duradera). Su fuerte sentimiento de clase fundábase -sociológicamente-
en la rápida valorización de tierras; no en una tabla altruista superior a la
de los pobres. (...) Todo ello -diríase nuestro ‘destino manifiesto’ allá por
el 900- iba a lograrse desde el poder, sí, pero a costa de la soberanía y de la
cultura de los argentinos, cuyas esencias (de indudable signo hispano-católico)
había que cambiar desprejuiciadamente según el axiomático plan ‘civilizador de
Alberdi: importando literatura y arte al estilo francés (o inglés), de última
moda en Europa; entregando la riqueza potencial de nuestro inmenso suelo al
capital de ocupación (que era de hecho, británico) y llenando nuestro
despoblado territorio, en verdad paradisíaco -habitado desde la conquista por
‘despreciables’ criollos, supersticiosos y retrógrados- con inmigrantes de
todas las razas de la tierra cuyos hijos, educaría luego en el ateísmo, la
escuela laica creada por la Ley 1420”[14]
[1] Sánchez Sorondo, M. Memorias. Conversaciones con Carlos Payá, 9-10.
[2] Scenna, M. A. El país de las vacas y de las mieses, en Revista “Todo es Historia”.
[3] Un ejemplo es el caso de Monseñor Escalada, primer Arzobispo de Buenos Aires y primo hermano de Remedios de Escalada, la esposa del General San Martín.
[4] Se pueden consultar, al respecto, las obras del Padre Cayetano Bruno tituladas “Creo en la Vida Eterna”, dedicadas a las muertes cristianas de nuestros principales próceres.
[5] No obstante no se debe generalizar, ya que hubo hombres que dieron testimonio de su Religión sin ningún tipo de respeto humano. Por ejemplo, José M. de Estrada, Pedro Goyena, Félix Frías, Emilio Lamarca, Nicolás Avellaneda, etc.
[6] Cárcano, M. A. Sáenz Peña. La Revolución por los comicios, 13.
[7] Ídem, 13.
[8] Ídem, 12.
[9] Ídem,14.
[10] Ídem, 15.
[11] Ídem, 11.
[12] Ídem, 11.
[13] Ídem, 15.
[14] Ibarguren, F. Orígenes del Nacionalismo argentino, 15.
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