EL IMPERIO
Dice Ernesto Palacio en su excelente “Historia de la Argentina”:
“Puede decirse, en un sentido general, que
para los Austrias estos países eran provincias del vasto imperio, poblados por
vasallos fieles e iguales en sus derechos a los de la península: idea que
impregna toda la legislación de Indias.”[1]
En efecto,
como enseña Ricardo Zorraquín Becú, gran historiador de los aspectos jurídico e
institucional de la “Argentina hispánica”,
la política de los Austrias se propuso salvar el Imperio cristiano medieval y
extenderlo por todo el orbe (“Imperialismo
religioso”, llama Zorraquín a esta política). Esto se pone de manifiesto en
el esfuerzo que la Corona Castellana llevó adelante durante los siglos XVI y
XVII, atendiendo a los tres frentes que se
le presentaban:
1-
En el Este de Europa: La amenaza de
los turcos fue permanente, y a pesar de la victoria de Lepanto en 1571, la
presión otomana no cedió, llegando a mediados del siglo XVII a las puertas
mismas de Viena.
2-
En el Centro de Europa: El estallido
de la Reforma Protestante había venido a fragmentar al viejo Imperio Cristiano,
rompiendo su Unidad religiosa. La lucha contra la “herejía” se convirtió en una prioridad de los Monarcas españoles.
3-
En América: Las pérdidas sufridas en
Europa, y las amenazas constantes por parte de los turcos, se vieron
compensadas por la construcción de una HISPANIDAD
CRISTIANA en el Nuevo Mundo, fundada en:
a)
El mestizaje, de donde procederá el elemento
criollo,
b)
La evangelización y el desarraigo del
Paganismo,
c) La construcción de Ciudades con sus respectivas Instituciones: Colegios, Universidades, Hospicios, Iglesias, Misiones, etc.
Por supuesto que esta política requirió de tremendos esfuerzos y sacrificios, convirtiéndose América en uno de los pilares del sustento Imperial, debido a las riquezas que aportaba al conjunto del Imperio. La concepción que se tenía de este gran edificio político era que cada uno debía ocupar su lugar y prestar su servicio para la grandeza del mismo: los sacerdotes sosteniendo la Fe, los religiosos propagándola por tierras inhóspitas, los contemplativos elevando sus súplicas para atraer los beneficios divinos, los capitanes y soldados defendiéndolo y extendiéndolo con el sacrificio de su sangre, los indios aportando su trabajo en los campos y las minas y consolidando sus comunidades de acuerdo con los “nuevos principios”, el Rey guiando con prudencia la marcha de tan compleja maquinaria. Por supuesto que una cosa era el “Ideal”, y otra la realidad, en la que tantas miserias humanas se mezclan muchas veces con los más nobles ideales.
Más allá de las debilidades humanas, la estructura del Imperio necesitaba fundarse en un entramado jerárquico con diversos cargos y funciones que hacían posible el desenvolvimiento del mismo: Virreyes, Gobernadores, Arzobispos, Obispos, Curas, Congregaciones con su orden interno, oidores, alcaldes, Capitanes Generales, Corregidores, que debían poner su trabajo y sus conocimientos al servicio de la grandeza imperial. Para poder vivir con fidelidad este ideal, la cultura de la época, fundada en los valores de la civilización clásica y cristiana, proponía la práctica de una vida ascética que permitiera la adquisición de las virtudes humanas y cristianas. Proponía para ello el modelo de los héroes y de .los santos como arquetipos de perfeccionamiento humano. La figura de San Ignacio de Loyola, primero Capitán al servicio del Emperador que resiste la ofensiva del enemigo en condiciones extremas, y luego religioso fundador de la Compañía de Jesús a la que consagra el resto de su vida, es el prototipo de ese ideal de heroísmo y santidad.
LA CRISIS DEL IMPERIO
Señala Palacio el cambio que se produjo a partir del siglo XVIII cuando se entroniza la familia de los Borbones:
“Carentes del sentido imperial de sus antecesores, (los Borbones) empiezan a mirar dichos territorios (América) como colonias proveedoras de recursos y de combinaciones diplomáticas, en que se las sacrifica corrientemente a los intereses continentales que defiende ‘el pacto de familia’.”[2]
Coincide con esta apreciación Zorraquín Becú cuando señala: “Al Imperialismo religioso de los Austrias sucedió entonces una Monarquía preocupada fundamentalmente por desarrollar su marina, su comercio y sus industrias…”[3]
Del otro lado del océano, Ramiro de Maeztu, buscando una explicación a la decadencia de su Patria, argumentaba en los años 30:
“España es una encina medio sofocada por la hiedra. La hiedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol (…) la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser”.[4]
El cambio político, orientado a “modernizar” a España, convirtiendo en prioridad el desarrollo económico, a través de la intensificación del comercio, del fortalecimiento de la navegación, de la promoción de las artesanías, de un control más estricto sobre la Península y sus “colonias” para una más efectiva exacción impositiva, llevó a una centralización política que acentuó el poder del “Estado” sobre las instituciones sociales. Esta concepción se va a acentuar hacia mediados de siglo durante el período del llamado “Despotismo Ilustrado”, cuyo máximo representante en España fue el Rey Carlos III. Explica Palacio que “la convicción de que había que cambiarlo todo hizo de este siglo un siglo de reformas. Y cuando los pueblos se resistían a aceptar innovaciones contrarias a sus arraigadas costumbres o a sus sentimientos profundos, se les imponían por la fuerza (…) Esto fue lo que se llamó ‘despotismo ilustrado’.”[5]
En realidad el Despotismo Ilustrado fue un
régimen que se caracterizó por la
centralización del poder, eliminando viejos “privilegios” y “fueros” que
las ciudades, las regiones, los Gremios,
la nobleza y las Órdenes religiosas tenían. La nueva concepción política
convertía al Gobierno en instancia suprema. Más allá de la búsqueda de la
Justicia o del Bien Común se consideraba que por el mero hecho de existir, y de
imponer Orden, un gobierno debía ser aceptado. Por otra parte, este deber de
los súbditos hacia la Corona pasaba a ser considerado como casi religioso.
Además, los intelectuales del momento pensaban que el fin de los Gobiernos era
promover el desarrollo material, agilizar el comercio, promover la navegación,
crear puentes, caminos, incentivar las ciencias, etc. Para desarrollar la
economía era necesario favorecer a los sectores de la sociedad ligados al
comercio y las finanzas (burguesía). La misión humanística y justiciera del
Poder era dejada de lado. Esta política, abandonaba los fines religiosos del
Estado, y lo convertía en instancia suprema, aún sobre la misma Iglesia,
secularizando la vida social, apartando de los intereses políticos las
preocupaciones religiosas, orientando a sus pueblos hacia intereses puramente
materiales. Detrás de estas políticas se encontraban ministros que pertenecían
a sectas francmasónicas. Una de las
medidas más perjudiciales tomadas durante este período fue la campaña de
hostilización contra la Compañía de Jesús, entregando siete pueblos guaraníes, al
oriente del río Uruguay, a los portugueses –provocando las consiguientes “guerras guaraníticas”-; atribuyendo luego
dichas guerras al “conspiracionismo” jesuita. Lo mismo ocurrió en la Península con el motín de
Esquilache, cuya responsabilidad se hizo recaer sobre los hijos de San Ignacio,
y que en realidad fue producido por las impopulares reformas del rey Carlos.
Esto sirvió de excusa para promulgar el decreto de expulsión de la Orden de
todos los Reinos de la Corona (por supuesto que este complot antijesuítico no
debe reducirse sólo a la acción de los Borbones españoles, ya que tuvo conexiones
internacionales y fue fomentado por las Logias que pululaban en la Europa de
aquella centuria).
Berandino Montejano enjuicia severamente
la política borbónica:
“Las
necesidades estratégicas y
mercantiles prevalecieron sobre la conveniencia de mantener esas misiones que
funcionaban con tanto beneficio para los indígenas (…) El episodio puso en
evidencia que España ya no daba importancia a la finalidad religiosa y misional
y que tampoco respetaba las normas que imponían el buen tratamiento de los
indios” (hasta aquí cita a Zorraquín Becú).
Unos párrafos antes afirmaba:
“A
fines del siglo XVIII el ‘mal gobierno’ y el desorden administrativo, se habían
institucionalizado. (…)
Estas
son las razones de tantas protestas y motines. ¡Viva el Rey! ¡Muera el mal
gobierno! (…)
Esta
es la causa del levantamiento de José Gabriel Condorcanqui, conocido como
Tupac-Amarú, que no era un analfabeto (…) (y que justifica jurídicamente su
sublevación): ‘Para salir de este vejamen que padecemos…recurrimos muchas veces
a nuestros privilegios, preeminencia, excepciones (…)
Como comenta Vicente Sierra: ‘es un hombre que reclama contra notorias violaciones en el cumplimiento de las leyes y propone reformas a efectuar, guiado por una finalidad restauradora y moralizante en procura de mayor justicia’. (…) Tupac Amarú cree en la justicia del rey, pero reconoce las injusticias de los funcionarios.”[6]
LA CRISIS FINAL
La Revolución Francesa y sus efectos
terminaron de sepultar a la vieja España Imperial. A partir del proceso bélico
desatado por aquélla, una terrible crisis sumergió a la Península (y a sus ex
colonias) en un profundo caos, desorden e inestabilidad[7].
Los cambios de alianzas durante la guerra provocaron la caída de varios
ministros, elevando a Godoy, quien se hizo odioso para el pueblo español, por
su corrupción, su inmoralidad (se le atribuyeron romances con la Reina María
Luisa) y su alianza con la Francia Napoleónica. El odio a Godoy, y a los
burócratas que administraban al decadente Estado español hacia finales del
siglo XVIII y comienzos del XIX, se hizo sentir tanto en la Península como en
América. El pueblo seguía siendo fuertemente monárquico, porque lo monárquico
era parte de su cultura barroca; pero, se oponía a la corrupta corte “godoísta”
y, aquí en América, a la burocracia virreinal. Desde esta perspectiva podemos
comprender aquel grito: “¡Viva el Rey, y
muera el mal gobierno!”. Es la vieja concepción de la Monarquía como brazo
de la Justicia divina, que debe ajustar su acción a la misma.
Y la fidelidad a Dios, al Rey y a la
Patria, llevó al pueblo, en sus diversos estamentos, a enfrentar fuertemente a
aquellas dos naciones que encarnaban lo contrario de lo hispano: la Francia,
portadora de una “Revolución herética” que se iba imponiendo por las fuerzas de
las armas de Napoleón; y la Inglaterra, la tradicional rival Protestante de la
España Católica. Si bien las clases cultas hispanas, la elite ilustrada, pactaron
con una o con otra según las circunstancias, o aprovecharon la evolución de los
hechos para intentar reformas en la línea de la Revolución Francesa -como
ocurrió con las Cortes de Cádiz-, el pueblo se desangró con un ardor único, ya
sea contra los “franchutes” o contra los “herejes” britanos.
La victoria naval de Trafalgar dio a los
británicos el dominio absoluto de los mares, lanzándose a partir de dicha
batalla a la conquista de los territorios dominados por sus enemigos. Dentro de
este contexto histórico podemos entender las Invasiones Inglesas a la ciudad de
Buenos Aires y las reacciones del pueblo de Buenos Aires contra los invasores.
El pueblo luchó por el Rey y por la Fe, encomendándose a la Virgen del Rosario,
con una valentía y un entusiasmo admirables. Otro hecho similar ocurrió en la
ciudad de Zaragoza frente a la Invasión napoleónica. La reacción popular fue
llevada hasta las últimas consecuencias, hasta que casi no quedó piedra sobre
piedra de la que era la ciudad de la Virgen del Pilar, principal Patrona de la
Hispanidad[8].
A pesar de la resistencia heroica del
pueblo español frente a la invasión francesa, la península fue ocupada por las
tropas francesas y la Corona Castellana pasó
a ser regida, luego de los tristísimos hechos de Bayona, por los “Bonaparte”. La resistencia política se
manifestó a través de la formación de Juntas a nombre del Rey Fernando VII en
todas las regiones de la Península. Esta situación logró sostenerse sólo hasta
el año 1810, año en el que cayó Sevilla. No obstante, la oposición del pueblo
español, a través de la guerra de guerrillas –llevada adelante por sus
estamentos tradicionales: campesinos, clérigos, nobleza provinciana-, continuó.
[1] Palacio, Ernesto. Historia de
la Argentina, 105.
[2] Ídem, 105.
[3] Zorraquín Becú, R. La
organización política argentina durante el período hispánico.
[4] De Maeztu, Ramiro. Defensa de la Hispanidad, 13.
[5] Palacio, Ernesto. Op. Cit., 106.
[6] Montejano, Bernardino. La
filosofía política de Mayo.
[7] “La primera nota que destaca como característica del siglo XIX es la inestabilidad (…): 130 Gobiernos, nueve Constituciones, tres derrocamientos, cinco guerras civiles, decenas de regímenes provisionales y un número casi incalculable de revoluciones, que provisoriamente podemos fijar en 2.000, o, lo que es lo mismo, un intento de derribar al poder establecido cada diecisiete días, por término medio.” (Comellas, José Luis. Historia de España Moderna y Contemporánea)
[8] Estas gestas heroicas han quedado inmortalizadas en los escritos de Pérez Galdós y de Pantaleón Rivarola, entre otros. El primero, en el ciclo de Episodios Nacionales, a los que consagra muchísimas de sus novelas históricas, nos presenta la resistencia épica del pueblo de Zaragoza hasta el final –la ciudad del la Virgen del Pilar (una coplilla de la época cantaba: “Dicen que la Virgen no quiere ser francesa/ que quiere ser capitana de la tropa aragonesa”). Por su parte, Rivarola en su Romance Heroico canta el heroísmo del pueblo de Buenos Aires, en defensa de su Dios, su Rey y su Patria.
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