En varios de sus escritos el Padre Alfredo Sáenz se ha referido a la gesta cristera, y, en particular, a un personaje –un héroe y mártir- que fue protagonista de aquellos acontecimientos: nos referimos a Anacleto González Flores. Nos lo presenta como educador y forjador de héroes, y, sobre todo como “maestro”. Dejemos la palabra a nuestro autor:
“(…)
desde niño Anacleto fue apodado ‘el maestro’, por su nativa aptitud didáctica.
Este ‘bautizo’, que nació de manera espontánea, se trocó después en cariñoso
homenaje y hoy es un título glorioso. Maestro, sobre todo, en cuanto que fue
forjador de almas. (…)
A su juicio, el espíritu de los católicos,
si querían ser de veras militantes, debía forjarse en dos niveles, el de la
inteligencia y el de la voluntad. En el de la inteligencia, ante todo, ya que
‘las batallas que tenemos que reñir son batallas de ideas, batallas de
palabras’. (…)
Para este propósito, Anacleto se dirigió
principalmente a la juventud, a la que por once años consagró sus mejores
energías. (…) Su verbo era fascinante. (…)
Anacleto atrajo en torno a sí a lo mejor de
la juventud de Guadalajara. (…) Lejos de todo estiramiento ‘doctoral’, la
alegría juvenil del ‘Maistro’ se volvía contagiosa, mientras trataba temas de
cultura, de formación espiritual, de historia patria (…).
Destaquemos la importancia que Anacleto le dio al aspecto estético en la formación de los jóvenes. No en vano la belleza es el esplendor de la verdad. ‘El bello arte –dejó escrito- es un poder añadido a otro poder, es una fuerza añadida a otra fuerza, es el poder y la fuerza de la verdad unidos al poder y la fuerza de la belleza; es por último, la verdad cristalizada en el prisma polícromo y encantador de la belleza’.”[1]
No pretendemos desarrollar en este breve ensayo una biografía exhaustiva del glorioso héroe mexicano, sino llamar la atención sobre la concepción de la historia que inculcó a sus discípulos. En efecto, podemos observar que si bien en aquellos años el concepto de “Hispanidad” estaba en plena maduración –como ya lo hemos señalado en páginas anteriores-, sin embargo la “Hispanidad” como realidad es un hecho presente en la historia. Y desde esa realidad Anacleto observó el ser y la evolución de su Patria, comprendiendo las raíces profundas de México, y percibiendo con profunda intuición quiénes eran los enemigos que atentaban contra la identidad hispana de su noble Nación. Dejemos nuevamente la palabra al Padre Saénz:
“Entendía, ante todo, a México, y más en
general a Iberoamérica, como la heredera de la España Imperial. La vocación de
España, dice en uno de sus escritos, tuvo su origen glorioso: los ocho siglos
de estar, espada en mano, desbaratando las falanges de Mahoma. Continuó con
Carlos V, siendo la vanguardia contra Lutero (…). En Felipe II encarnó su ideal
de justicia. Y luego, en las provincias iberoamericanas, fue una fuerza engendradora
de pueblos. Siempre en continuidad con aquel día en que Pelayo hizo oír el
primer grito de Reconquista. ‘Nuestra vocación, tradicionalmente,
históricamente, espiritualmente, religiosamente, políticamente, es la vocación
de España, porque de tal manera se anudaron nuestra sangre y nuestro espíritu
con la carne, con la sangre, con el espíritu de España, que desde el día en que
se fundaron los pueblos hispanoamericanos, desde ese día quedaron para siempre
anudados nuestros destinos, con los de España. Y en seguir la ruta abierta de
la vocación de España, está el secreto de nuestra fuerza, de nuestras victorias
y de nuestra prosperidad como pueblo y como raza’.
La fragua que nos forjó es la misma que
forjó a España. Nuestra retaguardia es de cerca de trece siglos, larga historia
que nos ha marcado hasta los huesos. Recuerda Anacleto el intento de Felipe II
de fundir, en un matrimonio desgraciado, los destinos de su Patria con
Inglaterra. Tras el fracaso de dicho proyecto armó su flota para abatir a la
soberbia Isabel y sus huestes protestantes, enfrentando la ambición de aquélla
nación pirata, vieja y permanente señora del mar. Tras el fracaso, ‘sus
capitanes hechos de hierro y sus misioneros amasados en el hervor místico de
teresa y de Juan de la Cruz, se acercaron a la arcilla oscura de la virgen
América y en un rapto, que duró varios siglos, la alta, la imborrable figura de
don Quijote, seco, enjuto, y contraído de ensueño excitante, pero real
semejanza del Cristo, como lo ha hecho notar Unamuno, se unió, se fundió, no se
superpuso, no se mezcló, se fundió para siempre en la carne, en la sustancia
viva de Cuauhtémoc y de Atahualpa. Y la esterilidad del matrimonio de Felipe
con la Princesa de Inglaterra se tornó en las nupcias con el alma genuinamente
americana, en la portentosa fecundidad que hoy hace que España escoltada por
las banderas que se empinan sobre los Andes, del Bravo hacia el Sur, vuelva a
afirmar su vocación’.
Junto con España, prosigue su análisis ‘el
Maistro’, accede a nuestra tierra la Iglesia Católica, quien bendijo las
piedras con que España cimentó nuestra nacionalidad. Ella encendió en el alma
oscura del indio la antorcha del Evangelio. Ella puso en los labios de los
conquistadores las fórmulas de una nueva civilización. Ella se encontró
presente en las escuelas, los colegios, las universidades, para pronunciar su
palabra desde lo alto de la cátedra. Ella estuvo presente en todos los momentos
de nuestra vida: nacimiento, estudio, juventud, amor, matrimonio, vejez,
cementerio.
Concretado el glorioso proyecto de la
hispanidad, aflora en el horizonte el fantasma del anticatolicismo y la
antihispanidad. Es el gran movimiento subversivo de la modernidad, encarnado en
tres enemigos: la Revolución, el Protestantismo y la Masonería. El primer
contrincante es la Revolución, que en el México moderno encontró una concreción
aterradora en la Constitución de 1917, nefasto intento de desalojar a la
Iglesia de sus gloriosas y seculares conquistas Frente a aquellas nupcias entre
España y nuestra tierra virgen, la Revolución quiso celebrar nuevas nupcias,
claro que en la noche, en las penumbras misteriosas del error y del mal. Las
nuevas y disolventes ideas han ido entrando en el cuerpo de la nación mexicana,
como un brebaje maldito, una epidemia que se introdujo hasta en la carne y los
huesos de la Patria, llegando a suscitar generaciones de ciegos, paralíticos y
mudos de espíritu.
En México han jurado derribar la mansión
trabajosamente construida. Anacleto la expresa de manera luminosa: ‘El
revolucionario no tiene casa, ni de piedra ni de espíritu. Su casa es una
quimera que tendrá que ser hecha con el derrumbe de todo lo existente. Por eso
ha jurado demoler nuestra casa’, esa casa donde por espacio de tres siglos, misioneros,
conquistadores y maestros sudaron y se desangraron para edificar cimientos y
techos. Y luego esbozaron el plan de otra casa, por la del porvenir. Hasta
ahora no han logrado demoler del todo la casa que hemos levantado en estos tres
siglos. Si no lo han podido es porque todavía hay fuerzas que resisten, porque
Ripalda, el viejo y deshilachado Ripalda, como el Atlas de la Mitología,
mantiene las columnas de la autoridad, la propiedad, la familia. Sin embargo
persisten en invadirlo todo, nuestros templos, hogares, escuelas, conciencias,
lenguaje, con sus banderas políticas. (…)
Junto con la Revolución destructora,
Anacleto denuncia el ariete del Protestantismo, que llega a México
principalmente a través del influjo de los Estados Unidos. González Flores trae
a colación aquello que dijo Roosevelt cuando le preguntaron si se efectuaría
pronto la absorción de los pueblos hispanoamericanos por parte de los Estados
Unidos: ‘La creo larga (la absorción) y muy difícil mientras estos países sean
católicos’. El viejo choque entre Felipe II e Isabel de Inglaterra se renueva
ahora entre el México tradicional y las fuerzas del protestantismo que intenta
penetrar por doquier, llegando al corazón de las multitudes, sobre todo para
apoderarse de la juventud.
El tercer enemigo es la Masonería, que
levanta el estandarte de la rebelión contra Dios y contra la Iglesia. Anacleto
la ve expresada principalmente en el ideario de la Revolución francesa, madre
de la democracia liberal, que en buena parte llegó a México también por
intercesión de los Estados Unidos.”[2]
[1] Sáenz, Alfredo. La nave y las tempestades. La persecución en
México y la gesta de los Cristeros. Buenos Aires. Ediciones Gladius, 2012,
pp. 273-280.
[2] Ibídem, 259-264.
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