Uno de los máximos exponentes del espíritu de la Hispanidad sin hacer referencia a un gran señor que defendió tan nobles ideales. Nos referimos a don Blas Piñar. Sostenía este caballero en una conferencia dada en Buenos Aires en el año 1961, sobre el tema “Mística y política de la Hispanidad”:
“(…) la Hispanidad representa, como ha
dicho García Morente, una concepción de la vida basada en el predominio de la
realidad sobre la abstracción, en el hombre, portador de valores eternos,
diferenciado y libre, frente a un mundo de enanos que pasan con el rostro hacia
el suelo, ocultos entre la mesa del rebaño.
Para ello, los portadores del mensaje
habrán de vivir con el espíritu de entrega y desprendimiento que, como apunta
el argentino Eduardo Mallea, existe siempre en el genio hispánico en olor de
heroísmo; con impaciencia de eternidad, pero sin olvido ni abandono de las
realidades terrenas.
Porque quizá uno de nuestros fallos haya
sido la interpretación literal de algunos preceptos, con olvido de que la letra
mata y el espíritu vivifica y de que, junto a la invitación que el Maestro nos
hace a no poner el corazón allí donde el ladrón y la polilla actúan, otro mandamiento
del Génesis nos dice: ‘Creced, multiplicaos y sujetad la tierra’.
Por ello, cuando hemos visto a una
civilización racionalista olvidar el primer mandamiento y conseguir éxitos deslumbrantes
y aparentes con la práctica exclusiva del segundo, la reacción hispánica no
puede consistir en un complejo de inferioridad para las ciencias aplicadas y
experimentales o en la cuchufleta simpática pero inútil de Miguel de Unamuno. ‘¡Que
inventen ellos!’, porque, como dijo don Quijote a Sancho: ‘Nadie es más que
otro si no hace más que otro’, y porque aun cuando es verdad que la
civilización no consiste en conservar limpias las fachadas y hacer graciosa la
alineación de la ciudad, lo cierto es que la civilización y la cultura, la
virtud y el reino del espíritu, necesitan, en este valle de lagrimas, el logro
de un cierto y moderado bienestar.
El secreto del mensaje hispánico radica en
hacer de la riqueza, no fin, sino instrumento; en ordenar la economía, como
quiere Nimio de Anquim, sub specie communitatis y en supeditar ese bien común
sub specie hierarchie, a los intereses más altos de la Cristiandad.
El hombre, investido del carisma
hispánico, será así en un mundo lleno de tinieblas, el español quijotizado que
vislumbrara Miguel de Unamuno, el caballero de la Hispanidad o el caballero
cristiano que soñaran Ramiro de Maeztu y García Morente, el que ‘habrá
atravesado a la fuerza por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución,
aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la
herencia espiritual de aquellos tiempos que llaman caliginosos’.
El hombre quijotizado, dice Lain anudando
palabras de Unamuno, empeñará su existencia en dos quehaceres, uno tocante a la
vida y atañadero el otro a la muerte. En el primero luchará a favor de la
justicia y de la verdad. ¿Tropezáis con uno que miente? Gritadle a la cara:
¡Mentira! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que robe? Gritadle: ¡Ladrón! y
¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una
muchedumbre con la boca abierta? Gritadles: ¡Estúpidos! y ¡adelante! (Unamuno)
¡Adelante siempre! Pero no tendrá sentido
alguno esta empresa terrenal del hombre quijotizado si él no sintiera como
hondo imperativo lo que atañe a la muerte, y a la inmortalidad. Por su propia
inmortalidad lucha el hombre quijotizado: ‘para que Dios le salve, para que no
le deje morir del todo’. Y también pare edificar una civilización inédita en
que la pasión por la inmortalidad encienda dentro del pecho de los hombres.
Si para ser nación hace falta el aplauso
universal a un pasado histórico, como quiere Renan, o un programa de hacer
colectivo, como exige Ortega y Gasset, o una adhesión plebiscitaría a un estilo
de vida, como asegura García Morente, no vacilemos en abrir paso a la comunidad
de nuestros pueblos, porque ese hombre quijotizado, ese caballero de la
Hispanidad, ese caballero de Cristo, pasado y futuro, modo de ser y estilo de
vida, bulle y suena en cada uno de nosotros, hombres de la estirpe Hispánica.
Dios quiera que algún día próximo, en el istmo
de Panamá, como soñara Bolívar, y en la ciudad de Colón, que lleva el nombre
del Almirante, reunidas las banderas de nuestros 23 países, veamos alzarse
lentamente, majestuosamente, la bandera de la Hispanidad del uruguayo Ángel
Camblor, mientras las bandas de mil regimientos entonan el Himno de la Estirpe,
del ecuatoriano Antonio Parra Velasco, y los poetas y los niños, con lagrimas
en los ojos, recitan los versos de Rubén.
Al día siguiente, cuando aún permanezca en
el alma y en el aire la emoción, yo tengo por seguro que algún hispano de los
que tengan la dicha de asistir a la escena, repetirá modificada, al ver nacida
la Comunidad de nuestros pueblos, la estrofa nostálgica y suave de José María
Pemán:
‘Ramiro de Maeztu, señor y Capitán de la
Cruzada: ¿Dónde estabas ayer, mi dulce amigo, que no pude encontrarte? ¿Dónde
estabas? ¡Para haberte traído de la mano a las doce del día, bajo el cielo de
viento y nubes altas, a ver, para reposo de tu eterna inquietud tu Verdad hecha
ya Vida en la Plaza Mayor de las Españas!’”[1]
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