TRADICIÓN Y REVOLUCIÓN

"El error de reducir el orden político a las operaciones del mercado es semejante al error del socialismo revolucionario, que reduce la política a un plan. En sus "Reflexiones sobre la Revolución Francesa," Edmund Burke argumentaba contra la política
‹geométrica›, como la llamaba, de los revolucionarios franceses, una política que proponía un fin racional y un procedimiento colectivo para alcanzarlo y que movilizaba
a toda la sociedad en pos del programa resultante. Burke veía a la sociedad como una asociación de los muertos, los vivos y los aún por nacer. Su principio vinculante no es un
contrato, sino algo más parecido al amor. La sociedad es una herencia compartida por la que aprendemos a limitar nuestras exigencias, a ver nuestro lugar propio en medio de las
cosas como parte de una cadena continua de dar y recibir, y a reconocer que no podemos arruinar las cosas buenas que hemos heredado. Hay una línea de obligaciones que nos
conecta con quienes nos dieron lo que tenemos; y nuestra preocupación por el futuro es una extensión de esa línea. Tenemos en cuenta el futuro de nuestra comunidad no
mediante ficticios cálculos de coste y beneficio, sino, más en concreto, viéndonos como sujetos que han heredado bienes y los transmiten a su vez.
   La queja de Burke contra los revolucionarios era que presuponían el derecho a gastar fondos en fideicomiso en la propia emergencia que ellos mismos habían creado.
Colegios, fundaciones eclesiásticas, hospitales: todas las instituciones que gente ya difunta había creado en beneficio de sus sucesores eran expropiadas o destruidas, dando
como resultado el despilfarro total de ahorros acumulados, lo que llevó a una inflación masiva, al colapso de la educación, y de las formas tradicionales de asistencia social y
sanitaria. De este modo, el desprecio por los muertos lleva a desheredar a los aún no nacidos, y aunque quizá ese resultado no sea inevitable, lo han reproducido todas las
revoluciones subsiguientes. Mediante su desprecio por las intenciones y emociones de quienes habían dispuesto las cosas, las revoluciones han destruido sistemáticamente el
capital social acumulado, y los revolucionarios siempre lo justifican con un razonamiento utilitario impecable. El homo oeconomicus entra en el mundo sin capital
social propio y consume aquello que encuentra. 
   La sociedad, creía Burke, depende de relaciones de afecto y lealtad, y estas solo pueden construirse desde abajo, a través de interacciones cara a cara. Es en la familia, en los casinos y sociedades locales, en el colegio, en el lugar de trabajo, en la iglesia, en el
equipo, en el regimiento y en la universidad donde la gente aprende a interactuar como seres libres, responsabilizándose de sus actos y rindiendo cuentas a sus vecinos. Cuando la sociedad se organiza desde arriba, bien por un gobierno que se impone o por una dictadura revolucionaria, o por los edictos impersonales de una burocracia inescrutable, la responsabilidad desaparece rápidamente del orden político y de la propia sociedad. El
gobierno ordenado de arriba abajo fomenta individuos irresponsables, y la confiscación de la sociedad civil por el Estado lleva a la extendida negativa por parte de los ciudadanos a actuar por sí mismos.
   En lugar de un gobierno ordenado de arriba abajo, Burke defendía una sociedad moldeada desde abajo, por tradiciones que han surgido de nuestra necesidad natural de
asociarnos. Las tradiciones sociales importantes no solo son costumbres arbitrarias, que podrían o no haber sobrevivido en el mundo moderno. Son formas de conocimiento.
Contienen los residuos de muchos ensayos y errores, a medida que la gente trata de ajustar su conducta a la conducta de los otros. Por expresarlo en el lenguaje de la teoría de juegos, son las soluciones descubiertas a problemas de coordinación que han surgido con el tiempo. Existen porque proporcionan la información necesaria, sin la que la sociedad podría no ser capaz de reproducirse. Destruidlas inconscientemente y veréis desaparecer la garantía que una generación proporciona a la siguiente. Hablamos de respuestas que se han descubierto a preguntas perennes. Esas respuestas son tácitas,
comunes, encarnadas en prácticas sociales y en expectativas implícitas. Quienes las adoptan no son necesariamente capaces de explicarlas, aún menos de justificarlas. De ahí que Burke las califique de “prejuicios” y las defienda sobre la base de que, aunque la
proporción de racionalidad en cada individuo sea exigua, hay una acumulación de racionalidad en la sociedad que cuestionar y rechazar nos pone en peligro. La razón se
muestra en aquello que no razonamos y que quizá seamos incapaces de razonar, y esto es lo que vemos en nuestras tradiciones, incluyendo aquellas que tienen como núcleo el
sacrificio, como el honor militar, los afectos familiares, las formas y los contenidos de la educación, las instituciones de caridad y las normas de cortesía.
   La tradición no es conocimiento teórico relativo a hechos y verdades; tampoco un simple aprendizaje concreto de la práctica. Hay otro tipo de conocimiento que implica el
dominio de situaciones, sabiendo qué hacer a fin de llevar a cabo con éxito una tarea, midiéndose dicho éxito no con respecto a un objetivo preciso y previsto de antemano, sino a la armonía del resultado con nuestros intereses y necesidades humanas. Saber qué hacer en compañía, qué decir, qué sentir: estas cosas las aprendemos mediante nuestra
inmersión en sociedad. No se pueden enseñar explicándolas explícitamente, sino solo por ósmosis. Y, sin embargo, a la persona que no las ha aprendido la tachamos con justicia de ignorante. Las divisiones del día, la asignación de tareas en una familia, las rutinas de una escuela, un equipo deportivo o un tribunal, la liturgia de una iglesia, los
pesos y medidas usados en los asuntos cotidianos, la ropa que se elige para tal o cual evento social: todas ellas encarnan un conocimiento social tácito sin el que las sociedades se vendrían abajo." (ROGER SCRUTON)

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