La fuerza política que se inclinaba hacia la defensa de los valores tradicionales era, en la década estudiada, el Nacionalismo, surgido al calor de la lucha contra el último yrigoyenismo y radicalmente opuesto al sistema liberal. Con respecto al conservadurismo, vio surgir en su interior a sectores que evolucionaron desde una posición originalmente proclive al liberalismo hacia posturas auténticamente conservadoras. Sin embargo, si bien en algunos momentos se pueden encontrar puntos de contacto entre ambos grupos -los cuales, por otra, parte presentan en su interior una gran diversidad de líneas-, tienen dos diferencias fundamentales, los nacionalistas representaban, como ya queda dicho, una oposición total al sistema; en tanto los conservadores permanecían dentro del mismo, aunque recurriendo a veces a métodos desleales como el fraude electoral. Además, nacionalistas y conservadores representaban dos generaciones diferentes. Los últimos eran parte de la vieja dirigencia política, en tanto los primeros representaban un grupo juvenil, es cierto que minoritario, pero que aspiraba a reformar la cosa pública.
Los conservadores fueron el oficialismo de esos
años, aliados a un sector desprendido del radicalismo, los antipersonalistas, y
a un grupo del socialismo que había roto con la tendencia internacionalista de
dicha fuerza -adherida a la Segunda Internacional-. Estos sectores se habían
integrado en una alianza conocida como la Concordancia. Entrados los años 30,
al calor de las disputas que comenzaban a darse en el mundo occidental, las
fuerzas de Derecha comenzaron a proyectar la conformación de un Frente
Nacional, en contraposición a lo que se perfilaba como un Frente Popular
(promovido por radicales alvearistas, demoprogresistas y socialistas,
antecedente de la futura Unión Democrática). Los Nacionalistas se
mantuvieron al margen de esta disputa en una actitud francamente antisistema.
Un opúsculo que circulaba por el año 36 entre los círculos nacionalistas
sostenía: “Un gobierno del ‘Frente Popular’, sería una prueba
demasiado dura para nuestro país (...) Un gobierno del ‘Frente Nacional’,
posiblemente fuera peor. Invocaría nobles principios, que pondrían al servicio
del más crudo capitalismo y de la más total amoralidad[1].
Al ser derrocado, arrastraría lo bueno tras sus vicios”[2].
En realidad, lo que estaba en disputa en la
década del 30 era la lucha entre la Argentina liberal que se fue conformando
con posterioridad a 1853, y quienes buscaban -influenciados por corrientes de
pensamiento que se estaban desarrollando en ese momento, como respuesta a la
crisis que afectaba al Liberalismo, tanto en lo económico como en lo político,
en todo Occidente- reencontrarse con la Argentina auténtica. Los grupos
liberales, muchos de ellos masónicos, hicieron causa común con los sectores de
la Izquierda, con quienes compartían un origen en común, las ideas ilustradas
del siglo XVIII, para intentar frenar la irrupción de quienes comenzaban a
cuestionar al sistema y su fundamentación ideológica.
En efecto, desde 1853 la Constitución
inspirada en las Bases de Alberdi, primer paso para el triunfo del Liberalismo
en nuestro país[3],
estableció el indiferentismo religioso y la apertura indiscriminada al capital
extranjero. En 1882 el Liberalismo dio un segundo paso, muy importante,
imponiendo el Laicismo escolar, tomando como modelo lo que ocurría en ese
momento en la Tercera República Francesa, por medio del cual se vehiculizó en
la educación la visión del mundo de la Masonería. En 1912 el dogma de la
Soberanía Popular obtiene un gran triunfo con la aprobación de la Ley Sáenz
Peña. A partir de 1930 todo esto comienza a ser puesto en cuestión,
principalmente por parte de las agrupaciones nacionalistas, y de algunos grupos
del conservadurismo. En primer lugar, durante la campaña antiyrogoyenista
iniciada en 1927 por la Liga Republicana, se inicia una campaña para la reforma
de la Constitución a favor de un sistema que reemplace el régimen
partidocrático por otro corporativo. El mismo General Uriburu, una vez en el
poder, procuró llevar adelante dichas reformas, aunque tuvo que afrontar el
frente en común que organizó la oligarquía de los Partidos políticos para
evitar perder sus prebendas. La Ley Sáenz Peña fue cuestionada y se empezó a
proponer nuevas formas más selectivas de elección de los funcionarios
encargados de dirigir el Estado. El mismo fraude al que recurrieron muchos
dirigentes conservadores, a pesar de la inmoralidad que entrañaba, era un
síntoma del cuestionamiento que se hacía al sistema y de la necesidad de buscar
mecanismos que permitan gobernar a los más capaces.
La década del 30 fue, pues, la de los
“gobiernos conservadores”, siendo el más importante el del General Justo. Más
allá de muchos aspectos que nos parecen criticables de este gobieno -las
“trenzas políticas” del “justismo”, el Tratado Roca-Runciman, el fraude y los
negociados de la época- creemos que el balance de estos gobiernos es positivo.
“En todo ese
período, la Argentina fue tierra de paz. No tuvo guerras, la libertad de prensa
no era cuestionada, el Congreso funcionó a pleno y la independencia del Poder
Judicial nunca se puso en tela de juicio. La gran depresión económica fue
superada rápidamente. En 1939 el PBI real de la Argentina era un 15% superior
al de 1929 (en ese lapso el PBI de EE.UU. sólo creció un 4%). En 1934 la
producción industrial equivalía a la agropecuaria; finalizando la década
lograba duplicarla...durante los gobiernos de Justo, Ortiz y Castillo (los dos
primeros con orígenes en el radicalismo y ex Ministros del Presidente radical
Alvear) el desarrollo industrial alcanzó picos más altos que en el peronismo.
Por ejemplo en 1935 la cantidad de establecimientos industriales era de
39.063 (ocupando a 44.582 obreros) conforme el primer censo industrial y ya en
1946 llegaron a ser 86.449 (ocupando a 938.387 obreros). El porcentaje de
aumento de la población obrera en ese lapso fue del 75,4% mientras que durante
el período peronista (1946/54) fue del 11,7%. Asimismo, entre 1937 y 1946 el
crecimiento industrial aumentó el 62%, mientras que en el lapso peronista
(1946/2954) fue del 17%. En 1939 la producción de Argentina era equivalente a
la de toda Sudamérica junta, teniendo el 14,2% de la población y el 15.3% de la
superficie total del continente. No había desempleo, casi no existía
analfabetismo, miles de europeos que escapaban del totalitarismo y la miseria
eran recibidos a diario con los brazos abiertos. Las desigualdades sociales
(que existían) eran sensiblemente menores a las del resto de Latinoamérica.
Entre 1930 y 1943 la inflación fue nula. El crecimiento del salario real tuvo
un promedio del 5% anual entre 1935 y 1943.
En 1937, el
PBI per cápita de Italia no alcanzaba al 50% de Argentina, y el de Japón no
llegaba al tercio. Fluían a borbotones opulentas construcciones, palacios e
imponentes edificios (los estadios ‘Luna Park’, ‘La Bombonera’, ‘El Monumental’
y la apoteótica calle Corrientes de Bs.As. emergía con la construcción de
teatros como el ‘Opera’ o el ‘Astral’ y numerosísimos cines y predios
artísticos). La movida cultural crecía a pasos agigantados. Se filmaban decenas
de películas por año (desde 1937 Argentina ocupó el primer lugar en la
producción hispanoparlante) en crecimiento constante: en 1936 se estrenaron 15
largometrajes; en 1937, 28; en 1938, 40; en 1939, 50; en 1941, 47 y en 1942
(último año de los gobierno conservadores) se llegó a 56 filmes. Todo esto no
sólo era un logro cuantitativo sino cualitativo, porque las producciones eran
de un nivel extraordinario. Hasta el emblemático crítico de cine Domingo Di
Núbila[13] reconoció que ‘la Década Infame tuvo una peculiaridad: permitió una
libertad prácticamente total de expresión no sólo en el cine, sino también en
la prensa y en los libros’. Justamente, el arte y el buen gusto predominaban y
la industria editorial Argentina se convirtió en la primera de habla hispana.
La movilidad social ascendente estaba a la orden del día y así lo demuestran
numerosos datos anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial (colocados
por hora-trabajo de mayor a menor en ranking mundial), los cuales daban cuenta
de que, en lo concerniente al poder adquisitivo, los ‘obreros no calificados’
tenían acceso : ‘con el pago de una hora de trabajo en Estados Unidos se
adquiría 3,40 Kg. De pan; en Argentina 3 Kg., en Inglaterra 2,40Kg; en Francia
2.27…Carne por hora de trabajo en Argentina 1,50Kg, en EE.UU. 0.95, en
Inglaterra 0.63, en Alemania 0.41…Café en EE.UU. 1.18 Kg, en Argentina 0.50 Kg,
en Francia 0.27, en Bélgica 0.27, en Inglaterra 0.23…Manteca EE.UU. 0.72 Kg, en
Argentina 0.50, Inglaterra 0.36…Para comprar una camisa se debe trabajar en
EE.UU. 3.26 horas, en Inglaterra 4.30, en Argentina 5, en Bélgica 5.49…’
Va de suyo que en un mundo tan doliente y
convulsionado, la Argentina a pesar de sus muchos logros no era ajena a los
problemas sociales en boga ni tampoco fue impermeable a las ideas y tentaciones
estatistas que primaban por entonces en todos los países del planeta. Sin
embargo, durante la etapa conservadora estas tendencias no llegaron a influir
lo suficiente ni se aplicaron como en otros lares, dato que explica en parte el
éxito político y económico de esta etapa. No obstante, por entonces se creó la
Confederación General del Trabajo, se incorporó el ‘sábado inglés’ (Ley 11640),
se legisló sobre ‘horas de cierre y apertura’ (Ley 11837), se otorgaron
indemnizaciones y vacaciones a empleados de comercio (ley 11729) y se
sancionaron diversas leyes sociales y jubilatorias. En suma, desde 1903 a 1943
se promulgaron más de cincuenta leyes sobre trabajo y previsión social.
Nosotros no celebramos estos datos que estamos arrojando, simplemente los
exponemos, para dar cuenta que ya desde todo el Siglo XX en la Argentina
existía una atmósfera consistente en dar cobertura social a diferentes
estamentos de la sociedad. Desde una perspectiva ideológica, consideramos que
estas medidas son bienintencionadas pero infructuosas, puesto que reportan un
beneficio transitorio e inmediato a determinados sectores, pero en el mediano y
largo plazo desalienta la inversión y disminuye la tasa de capitalización y con
ello los salarios. En efecto, nosotros sostenemos que nada mejora la
calidad de vida del asalariado como las inversiones y la libertad de
contratación. Pero esto es materia de debate para otro momento. Lo que sí queremos
dejar demostrado, es que desde el punto de vista de la llamada ‘justicia
social’, la Argentina tanto bajo gobiernos conservadores como radicales había
avanzado en esa materia pero en proporciones moderadas, motivo por el cual la
estabilidad monetaria siempre estuvo vigente, siempre se respetó y protegió el
derecho de propiedad y se le brindó suma importancia a las inversiones
nacionales y extranjeras, así como también a la preservación de la
división de poderes, salvo excepciones.”[4]
[1] Recuérdese que los años 30 fueron la época del famoso tratado Roca-Runciman con Gran Bretaña, y del fraude electoral. Hechos por los que fue estigmatizada esa década conservadora, a la que algún autor nacionalista calificó de “infame”, pero que presentaba nobles reservas espirituales -incluso dentro de las mismas fuerzas conservadoras-: “tiempo en algo al menos más augusto que el presente: en que se podía vivir altivamente la doble condición de católico y de nacionalista”, en que en las calles “se rezaba y se desfilaba, se cruzaban marcialmente los pendones y se hincaban las rodillas de los militantes para recibir la Sagrada Forma” (Caponnetto, A. Op. Cit.).
[2] Ibarguren, F. Orígenes del Nacionalismo argentino, 359.
[3] “Urquiza cumplió bien con sus mandantes. La Constitución era el instrumento legal de la servidumbre colonial (...) El liberalismo religioso y la abierta heterodoxia del texto constitucional acentuaron las divisiones de los congresales, algunos de los cuales, no sólo se opusieron vivamente sino que se retiraron del Congreso (como los Padres Pérez y Centeno). Fue necesario ungolpe de fuerza parlamentario -el 23 de febrero de 1853- para aprobar fraudulentamente los artículos que trataban las cuestiones religiosas.” Caponnetto, A. Del‘Proceso’ a De La Rúa. Una mirada nacionalista a 25 años de historia argentina. 1975.1986, 94-95.
Nicolás Márquez es liberal-conservador, no me extraña que proponga la libre contratación. Pero el juicio histórico de la Iglesia enseña que en el siglo XIX, cuando el liberalismo regía las relaciones entre capital y trabajo, los trabajadores fueron explotados y esclavizados, teniendo que intervenir los Estados mediante el derecho laboral para dar solución a la cuestión social. Obviamente un gobierno se puede pasar de largo en las regulaciones laborales y que ocurra aquello de desalentar la inversión. Pienso que, según el principio de subsidiariedad, se puede desregular el mercado laboral lo máximo posible hasta tanto no se produzcan abusos por parte de los patronos, pero nunca prohibiendo el derecho de sindicación y estando el gobierno vigilante de cualquier abuso para intervenir a tiempo y ponerle remedio.
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