APROXIMACIÓN AL "DISCURSO" POLÍTICO DE SANTA CATALINA DE SIENA

 

Ha sido infatigable la acción política que Santa Catalina de Siena desplegó en su pocos pero intensos años de vida pública[1]. En las innumerables cartas que dirigió a las figuras más prominentes de su tiempo podemos apreciar cómo Catalina va definiendo una visión de lo que pasaba en Europa y en Italia, al tiempo que desarrolla un discurso de lo que “debería ser” el Orden socio-político. Analizaremos, pues, algunas de las ideas que se desprenden de estas cartas.

     En primer lugar, queda claro que Catalina tiene un concepto ético del Orden socio-político[2]. La santa es defensora del orden jurídico y político medieval, según el cual “el Derecho es una realidad preexistente que el poder  no crea (…) solamente puede decir, declarar”; “una lex (…) no es mera voluntad o acto de imperio, sino lectura de las reglas razonables inscritas en la naturaleza de las cosas”[3]. La noción de justicia, propia de la escolástica, se halla presente en sus escritos, aunque no en un lenguaje doctoral. Catalina habla de “flores nauseabundas” y “flores odoríferas”, refiriéndose a las obras justas e injustas. Por otra parte, siguiendo la misma línea de pensamiento, la sienesa es tributaria del aristotelismo que concibe a la ciudad como el ámbito propio en el que el ser humano alcanza su perfección por medio del desarrollo de una vida virtuosa acorde con la razón[4]. El primero que debe practicar la virtud –la justicia- en el interior de la ciudad es el gobernante. El que no es “señor de sí”, difícilmente podrá ser “señor de otros”; el que no es virtuoso “mal podrá (…) ver y corregir el defecto del súbdito suyo”. Es más, “castiga los defectos allí donde no los hay”, y no castiga “a aquellos que son malos e inicuos”.

     Por lo tanto, el gobernante debe ser virtuoso. Esto es necesario para que asuma responsablemente sus deberes: con Dios, con sus súbditos, con la Iglesia. Catalina llama repetidas veces a los gobernantes a servir el honor de Dios, a obrar con justicia hacia los súbditos, y a desterrar los vicios de en medio de la comunidad. También a cumplir con las obligaciones hacia el Pontífice y hacia la Iglesia.

     La ética de Catalina tiene una profunda relación en el concepto de justicia de Tomás de Aquino[5], pero interpretado y expresado en un lenguaje acorde con su peculiar experiencia religiosa. Esta concepción supone deberes y compromisos propios del estamento que a cada uno le toca ocupar en el cuerpo social[6]. La justicia que el príncipe debe administrar es, pues, una prolongación de la justicia y el amor divinos. El príncipe que obra movido por el “amor propio” –lo contrario de la justicia y del amor-, no realiza la justicia entre sus súbditos. La justicia debe comenzar en el interior del gobernante con el consiguiente sometimiento del amor a los placeres, honores, riquezas, estados, y de toda la parte sensitiva del hombre, al valor supremo del bien moral, que en el lenguaje religioso de Catalina expresa como la identificación con el “Cristo sangrante”. Esta sumisión de lo “inferior” hacia lo “superior” introduce la justicia en el interior del hombre. Si se trata de un príncipe dicha justicia se proyectará en el entorno social[7]. Si, en cambio, se deja llevar por el amor a los estados, honores, riquezas, “no lleva nunca recta justicia”: “si atendiereis solamente el honor al Dios y a la salvación de la criatura, la justicia, y cualquier otra operación vuestra, será hecha con razón y justicieramente; y en seguida, la fuerza de la libertad, ya dicha, hará estar quieta la sensualidad”.

     Queda claro, por otra parte, que en la concepción que tiene la santa de la vida mística, la Iglesia jerárquica y todo su ceremonial litúrgico así como su autoridad dogmática, ocupa un lugar central. Si la vida religiosa brota de la Iglesia -y la religión incluye el orden socio-político-, es lógico que la actividad política aparezca, en sus escritos, subordinada a la autoridad de la Iglesia. En sus cartas es permanente el llamado que hace a los príncipes a comportarse como “hijos fieles” de la Iglesia y del Papa, y a subvenir al Pontífice en sus necesidades. Para que la Iglesia pueda imponer “suavemente” –y no en forma violenta- su autoridad, ideal por el que tanto luchó la santa. En realidad, lo que ella quería era una reforma de toda la sociedad, en coherencia con su visión ético-religiosa. Esta sociedad espiritualmente reformada debería tener al frente no sólo buenos ministros de la Iglesia –cosa que tanto exigió-, sino también buenos gobernantes “que aprendan a gobernarse a sí mismos”. Si bien la reforma que ella exige es, en primer lugar, espiritual, lo institucional no ocupa un lugar menor. Catalina pide el regreso del Papa a Roma, y cuestiona el modo de elección de los cardenales y obispos. Una verdadera reforma es el paso previo para que la Iglesia recupere su papel rector en la sociedad, y para que el Papado se ponga al frente de una gran empresa común: la Cruzada contra el e Islam. Conforme al imaginario medieval, y no a la nueva concepción en representada por Marsilio de Padua, Catalina llama a los poderes seculares a hacer la paz con el Papa, y entre sí, y a ponerse al servicio del Pontífice en la organización de la Cruzada. El Papado aparece, pues, como el poder unificador en Italia y en toda la Cristiandad. La misión de la Iglesia es universal, y el objetivo último de la Cruzada no es la destrucción de los infieles sino “librar al pueblo infiel de su propia infidelidad”. Recapitulando, la visión del Orden temporal es, en Catalina, eminentemente religiosa. La “administradora” de la vida religiosa es la Iglesia –en particular, el Pontífice-, cuya misión primordial es de orden espiritual: llevar a las almas a la salvación; pero puede, en virtud de su misión sobrenatural, participar en los asuntos temporales. Es más, debe defender su patrimonio temporal así como llamar a los príncipes a defender a la Cristiandad y a la misma Iglesia. Desde esta perspectiva podemos entender la crítica que hace a los intentos de reforma eclesial por parte de los señores. Evidentemente, Catalina intuía el avance del proceso secularizador y por este motivo condenaba los intereses que los príncipes pudieran perseguir en sus intentos reformistas. En el Diálogo, Catalina le hace decir a Dios Padre: “bajo capa de los defectos de mis ministros, quieren cobijar y encubrir los suyos” (Nº 117). La Iglesia, por tanto, puede juzgar sobre los asuntos eclesiales, pero no corresponde a aquellos entrometerse en las cuestiones internas de ésta, sino levantar la espada en su defensa.

     Queda claro que Catalina defiende un régimen de Cristiandad, constituido en torno a la Iglesia, pero distingue a ésta de aquél. Una cosa es la Iglesia y su misión espiritual –que supone, para poder llevarse adelante, una potestad y unas propiedades temporales-; y otra, el orden sociopolítico creado en torno a ella. Distingue claramente entre el fin salvífico religioso de la Iglesia, y el fin temporal de los señores, que es establecer la justicia en sus dominios. No hay en sus escritos ninguna unificación de la elite político-eclesial en un gran estamento señorial. Esta distinción de los órdenes y de los fines está en la línea del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, quien –frente al averroísmo dualista de Siger de Brabante- distinguió los órdenes –natural y sobrenatural-, aunque sostuvo el ordenamiento del primero al segundo, y el de ambos a Dios[8]. Catalina expresa, por tanto, una visión del orden sociopolítico acorde con los antiguos planteos teológicos y metafísicos. Su pensamiento nada tiene que ver con las nuevas formas secularizantes del poder de los príncipes que estaban en proceso de gestación. No obstante, Catalina siempre utiliza un lenguaje acorde con su situación, a partir del cual reelabora conceptos, ideas e imágenes. 

     Hemos dicho que Catalina parte, en su análisis de la realidad socio-política de su tiempo, de un concepto ético-religioso de la vida. Siguiendo los principios de la escuela dominicana, fuertemente influenciada por Tomás de Aquino, Catalina afirma la primacía de la inteligencia sobre las otras potencias humanas. Se refiere repetidas veces al “ojo del intelecto”, habla también de “luz” y “tinieblas”, en otros lugares. Dejando de lado la connotación evangélica de esta última expresión –sobre todo en el Evangelio de San Juan-, lo cierto es que cuando Catalina se refiere a la inteligencia como “ojo”, piensa en una inteligencia saturada por la luminosidad de las verdades de la fe.

     La voluntad, por su parte, debe seguir libremente lo que la inteligencia le muestra. Para referirse a este aspecto de su antropología habla, en sus cartas, de la voluntad como un “hortelano y cultivador”, que trabaja la tierra para que dé “buen fruto” –el fruto de las virtudes-. Nuevamente podemos encontrar reminiscencias evangélicas. Sin embargo, parece que se trate más de realidades familiares a Catalina y a sus interlocutores –el jardín de una casa, por ejemplo-, que la influencia de la parábola del sembrador. Los grandes conceptos asimilados por Catalina son expresados con una gran fuerza y energía -con un carácter arrollador-, pero de un modo sencillo, a partir de imágenes tomadas de la vida diaria.

     Catalina -mujer fuerte- tenía, sin embargo, muy asimilada la idea de la fortaleza como un atributo masculino. Por este motivo, a más de un interlocutor lo llama a ser “hombre viril”. Más allá de la redundancia, queda claro que la fortaleza de carácter que es necesaria para hacer frente a las exigencias de la ética se identifica, en los escritos de la santa, con la virilidad.

     Frente a los que “virilmente” se esfuerzan por obrar conforme a lo que el “ojo del intelecto” ve cuando se anima a mirar la “luz”, se encuentran aquellos que obran movidos por el “amor propio de sí” o “amor propio sensitivo” (las dos expresiones aparecen en sus escritos). Aquí la santa quiere diferenciar el amor propio “auténtico”, que posee aquél que busca su perfeccionamiento, del que sólo busca satisfacer su sensualidad. Dicho amor propio “sensitivo”, es la causa de los vicios que descarriaban a los hombres de su época: la “crecida soberbia”, la “codicia” y “avaricia” y la “inmundicia” –figura que utiliza para referirse a lo que en el lenguaje escolástico sería la lujuria-. A este amor propio sensitivo lo llama “mercenario”, figura que por otra parte decía mucho a los italianos de aquellos tiempos acostumbrados al horror que solían causar las bandas que asolaban los campos y ciudades en busca de botín y de algún señor que pague bien a quien servir. A alguno de aquellos bandoleros Catalina logró ganar para su causa[9].

     Todo el mensaje de la santa está en relación directa con su experiencia mística. Invita a sus interlocutores a “comer en la mesa de la cruz”. Por medio de una figura tan común como es la acción de alimentarse indica que la fuente de la vida cristiana brota de la pasión de Jesucristo, o –como gustaba repetir- de la “Sangre”. La administradora de dicha sangre era la Iglesia. Por este motivo llamaba a los destinatarios de sus cartas a “nutrirse de los pechos de la Iglesia”. Si bien Catalina no fue madre biológica, aunque sí lo fue espiritualmente –y fecundísima-, tenía asimilado muy fuertemente el concepto de la maternidad propio de la Italia del 1300. Por otra parte, la Iglesia muchas veces se presentaba a sí misma bajo formas maternas. Además rinde culto a la Virgen María, Madre de Dios. Catalina vivió un modo especialísimo de maternidad espiritual. Sus discípulos se identificaban como “hijos suyos” y la llamaban “mamma”. La palabra madre que se aplicaba a mujeres como Catalina expresaba un modo particular de autoridad femenina que se estaba imponiendo en muchos de los movimientos religiosos de la época. También las referencias paterno-filiales son frecuentes en sus escritos. Al rey de Francia lo llama a ser “padre de los pobres”. A los señores temporales les señala que deben ser “hijos fieles del Papa”; en varias oportunidades, se refiere al Papa “como vuestro padre”.

     Sus expresiones tomaron imágenes, además, de las realidades sociales propias del feudalismo. Habla de “señorío-servidumbre-libertad”, para referirse a la “ciudad del alma”. El hombre debe liberarse de los vicios a los que sirve para poder ser señor de sí.

     Hemos señalado la importancia que tiene la figura de la “Sangre” en su lenguaje místico. En la liturgia eucarística es sabido se utiliza  vino. Por este motivo llama al Papa “bodeguero”, ya que está encargado de administrar la bodega de Cristo. Nuevamente nos encontramos con imágenes tomadas de la vida doméstica, ya que muchas familias de clase media italiana contaban con su despensa y su bodega. También con su jardín, como señalamos anteriormente. La imagen vuelve a aparecer cuando habla de la Iglesia. Al referirse a la necesidad de realizar una reforma en el interior de la misma insiste en que hay que “arrancar las flores pútridas” –los miembros corruptos de la jerarquía eclesial-, y plantar “flores odoríferas”, esto es cardenales y obispos que produzcan “flores y frutos de virtudes”.

     Renovación religiosa, nuevas formas de acción y de expresión de discursos, voces que expresaban un nuevo tipo de autoridad femenina, son algunas de las realidades que nos presenta la experiencia de Catalina.




[1] A veces dictaba dos y  tres cartas a la vez.

[2] La concepción defendida por Catalina, se contrapone con el imaginario en formación que acompañó al proceso de construcción del Estado moderno. “Con Marsilio de Padua empezamos a oír sistemáticamente el uso de la palabra ‘legislar’ en un sentido que, si bien es semimoderno, aún conserva connotaciones medievales (…) Cuando dos siglos más tarde Bodino afirma que cada comunidad independiente debe ser gobernada por una autoridad mediante la cual las leyes sean establecidas, el ciclo se completa y nos encontramos dentro de la etapa definitiva de la soberanía política. El primer y principal carácter de la maiestas bodiniana es el poder que tiene de dar leyes.” (Weckmann, Luis. El pensamiento político medieval y los orígenes del derecho internacional.FCE. México. 1993, pp. 86-87).

[3] Grossi, Paolo. El orden jurídico medieval. Marcial Pons Ediciones Jurídicas y Sociales. Madrid. 1991, pp. 144-147.

[4] El profesor Antonio Alegre Gorri afirma en el prólogo que hace a la Ética a Nicómaco: “Las reflexiones éticas de Aristóteles arrancan de las socrático-platónicas (…) Para Aristóteles el fin último del hombre es la consecución de la felicidad (…) el bien consiste en obrar bien, y el bien obrar produce felicidad. La función especial o específica del hombre actuante es la razón (…) La ética se completa en la política.” (Prólogo a la Ética a Nicómaco. Hyspamérica. Madrid. 1984. T. I., pp. 19-20).

[5] Señala el aquinate que la justicia es una virtud que no sólo perfecciona al hombre en sí sino, sobre todo, en su relación con los demás. Por este motivo se relaciona con el derecho, entendido éste último  como expresión de una realidad metafísica anterior a su sanción por el legislador humano.

[6] La obra ya citada Grossi hace referencia al organicismo medieval. Francisco Tomás y Valiente señala en el prólogo a dicha obra: “Ordo, ordinare, ordinatio, son términos repetidos hasta la saciedad en páginas teológicas, místicas, filosóficas, en la literatura de los specula principum”.

[7] “En la Edad Media la creación del orden político era considerada por los juristas y teólogos como una parte o repetición de la creación del orden cósmico (…) el rey era visto como parte integrante del orden cósmico, creador y guardián del orden terrenal y, en consecuencia, reunía en sí los poderes de Dios.” (Pérez Triviño, José Luis. Dios y soberano en la teología y en la teoría jurídica, en Revista Española de Filosofía Medieval, 7 (2000), pp. 209-218).

[8] Gilson, Etiene. La filosofía en la Edad Media. Desde los orígenes patrísticos hasta el fin del siglo XIV. Gredos. Madrid. 1989. Versión española de Arsenio Palacios y Salvador Caballero, pp. 319 y sigts.

[9] Recordemos el caso de John Hawkwood -Giovanni Acuto- (Jorgënsen, Santa Catalina…, pp. 292-299).

Comentarios

  1. Excelente artículo. Coincido plenamente en que para gobernar bien, los gobernantes deben primero convertirse a la fe católica tradicional y ser dueños de sí mismos, esto es, virtuosos.

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