Una figura señera en
la Historia de la Patria la constituye el fraile franciscano Fray Mamerto
Esquiú. En él se encarnan los valores religiosos y patrióticos que constituyen
la tradición más genuina de nuestra nacionalidad, y que son los pilares sobre
los que se fundamenta una firme organización de la Polis: Dios, la Patria y la Familia. En efecto, nuestro prócer es producto
de la educación recibida en el seno de un hogar sólidamente constituido en el
marco de una herencia patria deudora de los valores perennes de la Hispanidad,
y de la acción de la Gracia en un alma dócil. Dice al respecto su biógrafo Fray
Juan Cortés:
“No pudo ser
otra que Catamarca, tierra virgen y de promisión, la cuna de nuestro ilustre
personaje. Un 11 de mayo de 1826 (...) Sus padres, don Santiago Esquiú, ex
soldado español y María Nieves Median oriunda de la zona e hija de una de las
familias más antiguas de la provincia, marcaron el temperamento del niño:
fortaleza y ternura unidas en equilibrio armonioso.
Fue bautizado
de manera inmediata por el Padre Fray Francisco Cortés, un franciscano amigo de
la familia quien también había bautizado a la madre, profetizándole que
llegaría a ser obispo por haber nacido
el día de San Mamerto de Francia”[1].
Ante una extraña enfermedad que aquejó al
niño, sus padres, conforme a costumbres y prácticas propias de los tiempos de
la Cristiandad -viva aún en aquellas regiones de nuestra Patria-, hicieron
promesa de vestir a su hijo con el sayal de San Francisco, si curaba. Alcanzada
la salud cumplieron lo prometido, confeccionándole un pequeño hábito de un
viejo sayal de Fray Cortés. Este acontecimiento marcará toda su vida.
Con respecto a su infancia, Mamerto nos
relata:
“Seis
éramos los hijos venturosos de estos padres tiernos que sin bienes de fortuna y
en el humilde estado de labradores, eran felicísimos en la tranquilidad de su
virtud y resignación, y en las dulzuras de una vida contraída exclusivamente a
su familia y a Dios: la discordia. el espíritu de maledicencia, la avaricia, la
injusticia, ninguna pasión enemiga de los hombres ha penetrado en el santuario
del hogar paterno (...) el santo nombre de Dios se invocaba desde la mañana a
la noche: aún no aclaraba el día (...) y la voz de mis padres sonaba como el
acento de un ángel de Dios sobre toda su familia que de rodillas alternábamos
los cánticos del Trisagio y las oraciones de la mañana; después de esto se
concedía una corta holganza y salía mi padre con los instrumentos de cultivar
la tierra (...) mi hermano y yo caminábamos a la escuela, y mi madre y mi
hermana, ángeles tutelares del hogar doméstico, se aplicaban a la rueca y al
telar, y a preparar con sus propias manos el alimento de su esposo y de sus
hijos”. Al caer el sol, el tiempo se
daba al descanso, al rezo del Rosario, a la lectura, a los consejos saludables,
a los quehaceres dulcísimos que forman el alma de la vida doméstica.”[2]
Éste fue el ambiente que sirvió de medio
propicio para que la Gracia obrara en el alma de Mamerto, llamándolo al
claustro conventual en la gran familia franciscana, al sacerdocio, y -contra su
voluntad- al episcopado. Para poder acercarnos aunque sea someramente a un alma
tan grande analizaremos algunos puntos de la doctrina que proclamó desde la cátedra, y algunos rasgos de la santidad que irradió.
Doctrina
No pretendo hacer un examen exhaustivo de la
doctrina enseñada por Fray Mamerto, ya que esto se encontraría fuera de mis
posibilidades, pero sí presentar algunos de los puntos fundamentales que enseñó
y defendió, destacando su profundo amor a la Patria en Cristo Rey: quería a la
Patria para el Rey de su corazón, Jesús.
Es conocido, y ha sido elogiado por muchos
-incluso por los enemigos de la Iglesia-, su sermón en favor de la Constitución
sancionada en 1853. En efecto, a los hijos de las tinieblas les encanta que sus
obras sean ensalzadas por los hijos de la luz, olvidándose en tales
circunstancias del furibundo anticlericalismo que los anima. Pero Esquiú no fue
ningún defensor del Liberalismo ni de las obras de la Masonería, sino que fue
un profundo amante de su Patria y de la paz que ésta necesitaba en tiempos tan
aciagos. Es cierto que en aquella prédica mandó obedecer y acatar la nueva
carta constitucional. Pero lo hizo más por la necesidad de orden y tranquilidad
que la hora demandaba que por las bondades que pudiera poseer el texto
sancionado. Decía aquel 9 de julio de 1853:
“Obedeced,
señores, sin sumisión no hay ley; sin leyes no hay patria, no hay verdadera
libertad; existen solo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra y males
de que Dios libre eternamente a la República Argentina”.[3]
Por otra parte, la Confederación
Argentina, regida por la nueva Constitución, y presidida poco tiempo después
por el General Urquiza -protagonista de lamentables defecciones y traiciones-,
estaba gobernada por el Partido Federal, que era el que, en ese momento,
entroncaba con nuestras más puras tradiciones, en contraposición al Unitarismo
Liberal, partido de ideólogos y masones que gobernaba en ese momento al Estado
de Buenos Aires, el cual se encontraba separado del resto de la Nación. Por
tanto, apoyar el nuevo estado de cosas era lo más prudente en aquella hora.
A pesar de la exigencia de obediencia a la
nueva situación, Fray Mamerto no dejó de señalar los defectos de la misma. Con
respecto al principio de la Soberanía Popular sostuvo:
“Yo no niego
que el derecho público de la sociedad moderna fija en el pueblo la soberanía;
pero la Religión me enseña, que es la soberanía de intereses, no la soberanía
de autoridad; por este o por otro medio toda autoridad viene de Dios: Omnis potestas Deo ordinata est; y si no es Dios la razón de nuestros deberes no existe ninguno.”[4]
Un poco más arriba había condenado los
excesos de la Revolución Francesa al respecto:
“Hubo en el
siglo pasado la ocurrencia de constituir radical y exclusivamente la soberanía
en el pueblo; lo proclamaron, lo dijeron a gritos (...) la Francia se empapó en
sangre; cayó palpitante, moribunda...¡Fanáticos! He ahí el resultado de
vuestras teorías.”[5]
Condena también el
concepto de libertad entendido como licencia:
“¡Libertad! no
hay más libertad que la que existe según la ley: ¿queréis libertad para el
desorden? ¿La buscáis para los vicios, para la anarquía? ¡Maldigo esa
libertad!”[6]
Manifiesta, por otra parte, el disgusto que
le causa el hecho de que la Carta Magna carezca de una definición confesional
clara:
“Yo
confieso, señores, que sería para nosotros, de indecible satisfacción, si la
Religión, tal cual es en la Confederación Argentina, hubiera sido considerada
con los respetos que merece. Si sólo las doradas bóvedas del catolicismo cubrían
nuestro horizonte, y hacían el eco sonoro del culto, ¿por qué se le nubla?
(...) ¿Por qué ha de presentarse al pueblo, que carece de discernimiento, como
un problema nuestra augusta y eterna Religión? ¿Cómo señores, se entregan
nuestras masas a todo viento de doctrina? ¿Por qué la generación presente no ha
de tener exclusivamente el derecho de iniciar a la que viene en sus principios,
en sus creencias, en sus dogmas; enseñanza sublime que liga a lo pasado con lo
venidero, y que concreta en un punto todos los siglos? ¡Ah! yo junté mi corazón
con el vuestro para lanzar esos gemidos y con vosotros estrecho en mis brazos
la Religión, la Religión de mis padres, la Religión de caridad, de mansedumbre,
de castidad, de todas las virtudes.”
El rechazo del laicismo y de la
neutralidad religiosa es lo que lo lleva, a su vez, a elogiar el texto constitucional
de la Provincia de Catamarca, en el sermón pronunciado el 25 de mayo de 1854:
“La
Constitución (provincial) actual nace bajo mejores auspicios (...)
Comienza por
un acto de justicia, reconociendo la única Religión que existe en la Provincia,
y por consecuencia, declara que es la religión de su Gobierno, por la razón
sencilla de que ésta es una entidad análoga al pueblo; así ella se aparta
cuando la razón manda de ese error blasfemo del siglo pasado, que hizo ateos y
fríos deístas a los poderes públicos; ¡insensato! tan ruin era su corazón que
desterraba al fondo de las conciencias al que resplandece en todo el Universo.”[7]
El elogio se convierte en lamento cuando
el Liberalismo da un paso adelante en tan católica provincia, logrando, varios
años después, una reforma constitucional favorable a sus planteos:
“Triste cosa
que en este día de universal importancia para el pueblo debiera ocuparme de
resolver objeciones que no sufren ni la mirada del sentido común, mucho menos
el examen de la razón (...)
En todas
partes, no digo aquí, se pretende pasar sin Dios, en nombre de no sé qué
libertad, hija de aquel non serviam que
resuena en el lugar del horror y desorden eterno; en todas partes, la Iglesia
se halla ante las naciones que civilizó ella misma como Jesucristo ante el
Sanhedrín de los judíos, los pueblos, las naciones se creen inmortales como
Dios, se reputan ellas mismas la regla suprema de lo justo y la razón primera
del derecho; por esto era preciso recordar que las naciones y lo pueblos
también son hombres (Ps. IX), y que si os
reunís para dar leyes, y lo que es más, para dar la fundamental de todas las
leyes, debéis ante todo reconocer al supremo legislador.”[8]
Un poco más arriba se quejaba del
principio de Libertad de cultos, con
la consiguiente indiferencia religiosa, introducido en la reforma realizada:
“Si
hay justicia, si hay verdad, si se quiere establecer sobre buen fundamento los
derechos del hombre y dar base a la paz y prosperidad del pueblo comenzad vuestra
carta por el reconocimiento y adoración del verbo de Dios (...)
La carta
federal (constitución nacional), es cierto, ha proclamado la libertad de cultos
para toda la República; yo no quiero pensar que nuestros legisladores se hayan
creído autorizados para acordar igual derecho a la verdad y al error bien
conocidos, ni que su ánimo fue establecer la irreligión por principio.”[9]
Distinguiendo a
continuación entre libertad y tolerancia:
“(...) por
libertad querían decir tolerancia, esto es, que profesando todo el país el
culto católico se prescribía tolerar o sufrir la privada y pública profesión de
los demás cultos sin excepción ninguna. Que esto esté bien hecho, no lo digo;
Dios y la historia lo juzgarán (...)
Por lo demás,
si bien reconozco que en pueblos católicos ha habido épocas de intolerancia, de
lo que, así absolutamente, no me avergüenzo, pues nadie sufre o tolera sino lo
que no es bueno (...); a pesar de esto, digo, la Iglesia sabe tolerar y
compadecerse de las personas que están en el error; aun más, es la única que
ama y enseña a tolerar a todos los hombres.”[10] (Sermón pronunciado
el 24 de octubre de 1875)
La prédica de tan gran orador no ha dejado
de proclamar, pues, la Realeza Universal de Jesucristo, y de condenar, por
consiguiente, la apostasía general de las naciones:
“De
tantas y tan horribles blasfemias como se repiten en nuestro siglo, ninguna me
hace más dolorosa impresión que la de llamar demócrata a N.S. Jesucristo,
reduciendo el valor infinito de su persona a la mezquina esfera de la política
humana, reduciendo el valor infinito de su persona, asentando con esto el
ateísmo, y presentando además al Hijo de Dios como afiliado en la infernal
conspiración.”[11]
Su amor a Jesús no podía desconocer la
grandeza de la Madre del Redentor, a la que veneraba tiernamente. Su amor a
María no era un amor desencarnado, sino que veía a María presente en la
realidad concreta de su pueblo. En efecto, la Santísima Virgen, se presenta
como co-redentora en todas las naciones y culturas, asumiendo rasgos
particulares adaptados a la idiosincrasia de cada una de ellas. Aquí, en el
norte de nuestra Patria, María se hace presente a las gentes de estas regiones,
bajo la advocación de Nuestra Señora del Valle:
“En
primer lugar, el solo título de Virgen del Valle, que damos a María, en esta su
imagen, es una verdadera y dulcísima caricia de la madre de Dios con sus
devotos (...)
En efecto, no
es este un nombre vano (del Valle), sino el producto de innumerables y muy
preciosas realidades. En el culto de esta sagrada imagen se ve como una fuente
de aguas vivas que manan consuelos y beneficios en tal abundancia, que este
lugar felicísimo ha llegado a dar a la Virgen su propio nombre.”[12]
Por otra parte, su amor al Reinado de Cristo
lo llevó a exaltar la herencia de la Hispanidad. Si bien reconoció la justicia
de la independencia argentina y de las demás naciones hispanoamericanas, no
dejó de elogiar las raíces de nuestras naciones y la grandeza de la Hispanidad.
Así, en un sermón en el que hizo el elogio de su antecesor el Obispo Trejo y
Sanabria, nos lo presenta como un fruto maduro de aquella España grande del
siglo XVI. Detengámonos en algunos párrafos de aquella prédica:
“A
juicio de todo el mundo ilustrado, el siglo XVI fue para España un verdadero
siglo de oro en las letras, las bellas artes y en hechos de sin par
magnificencia (...)
(...) basta nombrar a Teresa de Jesús, Juan de la
Cruz, los tres Luis, de Granada, de León, y Vives, Cervantes, Herrera y
Velázquez de Silva, Garcilaso de la Vega (el de Toledo) y Calderón de la Barca
(...) Basta mencionar el Escorial, las gigantescas campañas de América, la
batalla de Lepanto, y hombres como Cisneros, Felipe II, e Ignacio de Loyola
(...) Francisco Javier (...) Toribio de Mogrovejo y un Francisco Solano, sin
hablar de las Rosas de Lima y las Azucenas de Quito, y los Sebastián de
Aparicio, Felipe de Jesús de Méjico (...) España fue en el siglo XVI un
verdadero sol de la civilización cristiana, por su resplandor purísimo y por
los rayos de verdad y de gracia que ha irradiado hasta las extremidades de la
tierra.
Uno de esos
rayos fue Fernando de Trejo y Sanabria. No diré que el hombre a quien somos
deudores de esta Universidad se halla al par de un Francisco Javier, de un Toribio,
y de un Francisco Solano; no: la grandeza de un santo no es de compararse con
nada de este mundo (...); pero además del talento y sabiduría de que nos da
testimonio su Episcopado y su Universidad, Fernando tiene para nosotros el
especial título de ser hijo de nuestro suelo (...)
(...) hijo de la
segunda generación de colonos españoles en nuestro suelo (...) su piadosa y
heroica madre le envió a Lima a hacer sus estudios; que allí tomó el hábito de
San Francisco, y que fue el primer criollo que gobernó la Provincia Franciscana
del Perú (...)
Felipe II fue
quien presentó para Obispo del Tucumán al criollo del Paraguay; y Clemente
VIII, el gran amigo de San Felipe Neri, fue quien lo instituyó Obispo (...)
Para apreciar
el mérito del segundo Obispo efectivo del Tucumán debe uno trasladarse con la
imaginación a aquellos tiempos en que la actual diócesis se extendía desde la
Pampa hasta las orillas del Bermejo (...)
Visitó repetidas
veces la mayor parte de su inmensa diócesis, celebró tres sínodos, fundó dos
Colegios Seminarios, solicitó continua y eficacísimamente la conversión a la fe
de los famosos indios Calchaquíes, estableció en todos los lugares de su
diócesis, asociaciones del SS. nombre de Jesús en beneficio de los esclavos e
indios, fundó el Monasterio de Santa Catalina de esta ciudad, y creó la célebre
Universidad”[13].
Santidad
Mamerto no solo brilló por su doctrina,
sino también, y ante todo por su santidad de vida. Nuestro franciscano fue un
asceta. Así nos lo describe Nicolás Avellaneda, quien lo conoció siendo
Ministro de Culto y Presidente de la República, al enterarse de su
fallecimiento:
“El Padre Esquiú acaba de morir a los
cincuenta y un años ejerciendo heroicamente su apostolado.
Quien prodiga la
vida, la pierde al fin, y está además escrito que el Buen Pastor debe morir por
sus ovejas.
El santo obispo
que pasaba sus noches y sus días en el ayuno, el estudio y la oración,
consagrándose al mismo tiempo con un celo devorador a los oficios más activos
de su ministerio, no podía alcanzar una existencia larga. Ha muerto visitando
los lugares más apartados de su diócesis (...) Ha muerto en una posada del
camino, sin poder recibir un lecho mortuorio.”[14]
Toda ascética verdadera conduce a la vida
mística. Alberto Caturelli nos descubre este aspecto de Fray Mamerto:
“El
secreto motor y el más potente de la vida y del pensamiento de Esquiú no puede
ser otro que su vida espiritual. Cuando se lee su Diario, (...)
el lector se percata que fray Mamerto no conoció el pecado, ni siquiera el
pecado venial habitual. Por eso no aparecen signos en sus escritos más íntimos de una ‘primera conversión’ que
comienza con la transformación del alma por la Gracia. En cambio, su tendencia
al diálogo con Dios con una mirada simple y amorosa es indicio de la ‘segunda
conversión’ (...) He aquí la secreta fuerza de Esquiú y, en el fondo, su más
verdadera y profunda personalidad. Ese secreto no es otro que la santidad.”[15]
Conclusión
Como conclusión quedémonos admirando la
obra de la Gracia en un alma dócil, producto de un ámbito familiar y cultural
favorable. La pureza de doctrina que hemos considerado en la primera parte es consecuencia
de un alma enamorada de Cristo, tema esbozado en la segunda parte. Y el secreto
de dicha santidad, como el de toda vida que alcanza dichas cumbres de la vida
espiritual, no puede ser otro que la intimidad con Jesús, cultivada en la vida
de oración. Fue justamente la oración el cimiento sobre el que se edificó la Cristiandad, la cual dio
a luz, aquí en las tierras del norte de nuestra Patria, la figura tan egregia a
la que nos hemos referido. Terminemos, por tanto, con las palabras de Alexis
Carrel referentes a dicho fundamento de nuestra civilización:
“En casi todas las épocas, los hombres de
Occidente han orado. La Ciudad era antiguamente sobre todo una institución
religiosa. Los romanos elevaban continuamente templos por doquier. Nuestros
antepasados de la Edad Media cubrieron de catedrales y capillas góticas el
suelo de la Cristiandad. Aún en nuestros días por sobre la altura de todos los
pueblos se destaca un campanario. Por medio de las iglesias, así como mediante
las universidades (...) los peregrinos llegados de Europa INSTALARON EN EL
NUEVO MUNDO LA CIVILIZACIÓN DE OCCIDENTE.”
[1]
Cortés, Juan Alberto. Vida popular de Fray Mamerto Esquiú. Ediciones
Castañeda, 7-8.
[2]
Íbidem, 10.
[3] Fray Mamerto Esquiú. Sermones de un Patriota. Editorial
Jackson, 18.
[4] Ídem, 14.
[5] Ídem, 14.
[6] Ídem, 13.
[7] Ídem, 52-53.
[8]
Ídem, 160-161.
[9]
Ídem 150, 153.
[10]
Ídem, 153-154.
[11] Ídem, 148.
[12]
Ídem, 167, 170.
[13] Ídem, 238-249.
[14] Avellaneda, Nicolás. Escritos
literarios. Editorial Kapelusz,
143-144.
[15]
Caturelli, Alberto. Fray Mamerto Esquiú, en Revista Mikael
N° 11, 85.
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