La
Cristiandad entró en un proceso de disolución y de desintegración a partir del
siglo XV con el Renacimiento[1],
proceso que condujo a la ruptura protestante en el XVI, y luego a las
convulsiones revolucionarias de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX[2].
Sin embargo, mientras la Cristiandad sufría este descalabro, España unida por
los Reyes Católicos salía fortalecida de los ocho siglos de lucha contra el
Islam, lanzándose a la conquista del Nuevo Mundo, creando, allende los mares, “nuevas
cristiandades”: “Allá en 1453,
Constantinopla caía en poder de los turcos, y con ella la puerta extrema de la
fortaleza europea. Roma, segunda vez fracasada, cedía el paso a una nueva edad.
Pero otra Roma –la España romana, visigótica y celtíbera- amanecía entonces en
el cuadrante de la rosa, y aquella edad que para Europa comenzaba con un
fracaso…tuvo una España que, revolviéndose todavía contra la dominación
africana, acuño ducados y partió en demanda de tierras de infieles. La más
europea de las naciones de Europa cerraba la frontera…y abría la puerta del
mar. Hacia el Oriente la cristiandad se debatía en la miseria de su pequeñez
provinciana; hacia el Poniente, España –señora y señera- se lanzaba
alucinadamente a la conquista de la Cruz del Sur. Europa, toda la Europa
transpirenaica, vivía la historia del Renacimiento, mientras España, toda la
España preamericana, preparaba la historia del Descubrimiento. Del otro lado de
los Pirineos la otra Europa armaba su tinglado sobre un paisaje cruzado de
carreras de faunos perseguidores de ninfas; de este lado de los Pirineos la
otra Europa armaba carabelas para rescatar a un continente de la idolatría”[3].
Mientras la vieja Cristiandad caía en
Europa ante los golpes del Renacimiento y de la Reforma, una nueva Cristiandad,
la Hispanidad[4],
se constituía de este lado del océano, fundada sobre las bases del Derecho
natural y cristiano. Afirma Ernesto Palacio en
su excelente “Historia de la Argentina”:
“Puede decirse, en un sentido general, que
para los Austrias estos países eran provincias del vasto imperio, poblados por
vasallos fieles e iguales en sus derechos a los de la península: idea que
impregna toda la legislación de Indias.”[5]
En efecto,
como enseña Ricardo Zorraquín Becú, gran historiador de los aspectos jurídicos
e institucionales de la “Argentina
hispánica”, la política de los Austrias se propuso salvar el Imperio
cristiano medieval y extenderlo por todo el orbe (“Imperialismo religioso”, llama Zorraquín a esta política). Esto se
pone de manifiesto en el esfuerzo que la Corona Castellana llevó adelante
durante los siglos XVI y XVII, atendiendo a los tres frentes que se le presentaban:
1-
En el Este de Europa: La amenaza de
los turcos fue permanente, y a pesar de la victoria de Lepanto en 1571, la
presión otomana no cedió, llegando a mediados del siglo XVII a las puertas
mismas de Viena.
2-
En el Centro de Europa: El estallido
de la Reforma Protestante había venido a fragmentar al viejo Imperio Cristiano,
rompiendo su Unidad religiosa. La lucha contra la “herejía” se convirtió en una prioridad de los Monarcas españoles.
3-
En América: Las pérdidas sufridas en
Europa, y las amenazas constantes por parte de los turcos, se vieron
compensadas por la construcción de una HISPANIDAD
CRISTIANA, fundada en:
a)
El mestizaje, de donde procederá el elemento
criollo,
b)
La evangelización y el desarraigo del
Paganismo,
c)
La construcción de Ciudades con sus respectivas
Instituciones: Colegios, Universidades, Hospicios, Iglesias, Misiones, etc.
Por supuesto que esta política requirió de tremendos esfuerzos y sacrificios, convirtiéndose América en uno de los pilares del sustento Imperial, debido a las riquezas que aportaba al conjunto del Imperio. La concepción que se tenía de este gran edificio político era que cada uno debía ocupar su lugar y prestar su servicio para la grandeza del mismo: los sacerdotes sosteniendo la Fe, los religiosos propagándola por tierras inhóspitas, los contemplativos elevando sus súplicas para atraer los beneficios divinos, los capitanes y soldados defendiéndolo y extendiéndolo con el sacrificio de su sangre, los indios aportando su trabajo en los campos y las minas y consolidando sus comunidades de acuerdo con los “nuevos principios”, el Rey guiando con prudencia la marcha de tan compleja maquinaria. Está claro que una cosa era el “Ideal” y otra la realidad, en la que tantas miserias humanas se mezclan muchas veces con los más nobles ideales.
Más allá de las debilidades humanas, la estructura del Imperio
necesitaba fundarse en un entramado jerárquico con diversos cargos y funciones
que hacían posible el desenvolvimiento del mismo: Virreyes, Gobernadores,
Arzobispos, Obispos, Curas, Congregaciones con su orden interno, oidores,
alcaldes, Capitanes Generales, Corregidores, que debían poner su trabajo y su
conocimiento al servicio de la grandeza imperial. Para poder vivir con
fidelidad este ideal, la cultura de la época, fundada en los valores de la
civilización clásica y cristiana, proponía la práctica de una vida ascética que
permitiera la adquisición de las virtudes humanas y cristianas. Presentaba para
ello el modelo de los héroes y de
.los santos como arquetipos de
perfeccionamiento humano. La figura de San Ignacio de Loyola, primero Capitán
al servicio del Emperador que resiste la ofensiva del enemigo en condiciones
extremas, y luego religioso fundador de la Compañía de Jesús a la que consagra
el resto de su vida, es el prototipo de ese ideal de heroísmo y santidad.
[1] Podríamos llevar el proceso un siglo más atrás con el desarrollo del Nominalismo.
[2] Muchos autores se han ocupado de analizar el proceso del desarrollo
del Mundo Moderno, al que algunos han calificado como “Revolución Mundial
Anticristiana”. Entre nosotros podemos encontrar referencias a este proceso en
autores como Julio Meinvielle, Alfredo Sáenz o Rubén Calderón Bouchet, por
citar algunos referentes de importancia. En su obra La Cristiandad y su cosmovisión, afirma el Padre Sáenz: “Por cierto que el Evo Moderno no apareció
de la mañana a la noche. Algunas de sus líneas ya comenzaron a insinuarse
durante el transcurso de la Edad Media, especialmente en sus postrimerías.
Comenzó, por ejemplo, a atribuirse un valor nuevo al dinero, con la
consiguiente inclinación al lucro; la unidad política empezó a agrietarse y el
Imperio se fue volviendo una ficción; en el orden de la cultura, las ciencias y
las artes, que justamente habían ido adquiriendo una sana autonomía, seguirían
su camino centrífugo, pero ahora en detrimento de sus subordinación esencial a
la teología” (Gladius. Buenos Aires. 1992, p. 347).
[3] Anzoátegui,
Ignacio B. Escritos y discursos a la
Falange. Editorial Santiago Apóstol. Ediciones Nueva Hispanidad. Buenos
Aires. 1999, pp. 15-16.
[4] El concepto de Hispanidad fue desarrollado
por grandes personalidades españolas durante las primeras décadas del siglo XX;
muchas de ellas muy ligadas con nuestra Patria, ya que vivieron varios años
aquí o desempeñaron misiones diplomáticas, como son los casos del Padre
Zacarías de Vizcarra o de Ramiro de Maeztu. Otra figura que ha ayudado a
profundizar en el ser de la Hispanidad es el filósofo Manuel García Morente,
quien también estuvo algún tiempo en la Argentina. Obras como La vocación de América, de Vizcarra; Defensa de la Hispanidad, de Maeztu; o Idea de la Hispanidad, de García Morente
son fundamentales para iniciarse en este tema. Entre nosotros un historiador
profundamente influenciado por el concepto de Hispanidad, como fundamente de nuestro ser nacional, es el
revisionista Vicente Sierra, quien, entre tantas obras, tiene una que es
fundamental: Así se hizo América. Para
cerrar esta breve nota sobre la Hispanidad,
y su relación con nuestra Patria, podemos recordar el discurso Apología de la Hispanidad, que dio en
Buenos Aires en el Teatro Colón, el Cardenal Gomá y Tomás –arzobispo de Toledo
y Primado de España- durante las célebres jornadas del Congreso Eucarístico
Internacional de 1934, que tan honda huella dejaron en la Argentina de aquellos
años. Entre otros conceptos,
manifestó ese día el Cardenal: “Yo
debiera demostraros ahora que la obra de España fue, antes que todo, obra de
catolicismo. No es necesario. Aquí está el hecho, colosal. Al siglo de empezada
la conquista, América era virtualmente cristiana. La Cruz señoreaba, con el
pendón de Castilla, las vastísimas regiones que se extienden de Méjico a la
Patagonia; cesaban los sacrificios humanos y las supersticiones horrendas;
templos magníficos cobijaban bajo sus bóvedas a aquellos pueblos, antes
bárbaros, y germinaban en nuevos y dilatados países las virtudes del Evangelio.
Jesucristo había triplicado su reino en la tierra.
Porque España fue un Estado misionero antes
que conquistador. Si utilizó la espada fue para que, sin violencia, pasara
triunfante la Cruz. La tónica de la conquista la daba Isabel la Católica,
cuando a la hora de su muerte dictaba al escribano real estas palabras:
«Nuestra principal intención fue de procurar atraer a los pueblos dellas (de
las Indias) e los convertir a Nuestra santa fe catholica.» La daba Carlos V
cuando, al despedir a los Prelados de Panamá y Cartagena, les decía: «Mirad que
os he echado aquellas ánimas a cuestas; parad mientes que deis cuenta dellas a
Dios, y me descarguéis a mí.» La dieron todos los Monarcas en frases [206] que
suscribiría el más ardoroso misionero de nuestra fe. La daban las leyes de
Indias, cuyo pensamiento oscila entre estas dos grandes preocupaciones: la
enseñanza del cristianismo y la defensa de los aborígenes.”
[5] Palacio, Ernesto. Historia de
la Argentina. 1515-1983. Abeledo Perrot. 1988, p. 105.
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