EL NACIONALISMO, UNA RESPUESTA A LA MODERNIDAD DECADENTE


Si bien existen algunas expresiones previas que pueden ser considerados como antecedentes del Nacionalismo[1], éste nace en Argentina en la década del 20. Entre sus primeras expresiones escritas podemos mencionar al periódico La Nueva República, que comenzó a circular en diciembre de 1927, durante la presidencia de Marcelo de Alvear. Uno de los más conspicuos representantes de este primer nacionalismo fue Juan Emiliano Carulla. A partir de la experiencia del mismo intentaré demostrar que el Nacionalismo argentino representó una reacción política a la próspera pero decadente civilización materialista edificada en nuestra Patria durante la segunda mitad del siglo XIX sobre los pilares de la Revolución del 89. Para ello me referiré, en primer lugar, a la situación general de la civilización occidental hacia finales de la decimonovena centuria y principios de la vigésima; luego pasaré a analizar la situación nacional; la decadencia escondida tras la apariencia de prosperidad será un tercer aspecto a analizar; deteniéndome finalmente en la respuesta del Nacionalismo argentino, a partir de la experiencia del mencionado personaje.

1- La Civilización Occidental hacia finales del XIX y principios del XX

     El Occidente de finales del siglo XIX y principios del XX era un mundo muy orgulloso y ufano de los logros materiales conseguidos. Son los tiempos de la Belle Époque, de la Segunda Revolución Industrial, de la expansión imperial de una Europa pujante, de la fe en la Ciencia y en el Progreso, de una medicina que mejoraba notablemente las condiciones sanitarias de la vida humana, del consiguiente optimismo positivista. Un ejemplo del espíritu que se vivía es lo ocurrido con la tragedia del Titanic. El hombre occidental, en su delirio fáustico, creyó haber superado los límites de la misma naturaleza, y creyendo que el navío era invulnerable no previó la cantidad de botes salvavidas necesarios en caso de accidente. Luego, vino la Gran Guerra, con sus secuelas de muerte y horror, demostrando que el poder material alcanzado por el hombre no es suficiente para lograr la “felicidad” terrena si no es dirigido por una conducta ética acorde. Por fin, la Revolución Rusa hizo tambalear hasta los cimientos más profundos a la Civilización Occidental.

2- La Argentina de la época

     La situación argentina era análoga a la que se estaba viviendo en el resto de Occidente. El progreso material que se había alcanzado se exteriorizó a través de muchas otras manifestaciones: “Buenos Aires era la expresión más elocuente del país, de su prosperidad, bienestar y cultura. Era una gran capital con un millón trescientos mil habitantes, tan activa y animada como París. La pavimentación de las calles, la extensión de los servicios públicos, las líneas de tranvías y alumbrado eléctrico”[2] (...) “La República gozaba de un bienestar como no había alcanzado nunca. La impulsaba una extraordinaria corriente de progreso material (...) La ganadería, la agricultura, el comercio, las industrias fabriles expandían sus operaciones con grandes beneficios (...) El aporte de capitales extranjeros y la gran corriente inmigratoria iban consolidando la economía del país y diversificando su producción con la incorporación de artesanos y técnicos extranjeros”[3] (...) “Si Buenos Aires era la expresión del progreso y  la cultura de la República, la calle Florida era la expresión brillante  y concurrida de la capital. En las vidrieras, las tiendas como Gath y Chaves, exhiben los mejores artículos extranjeros y las joyerías de Carasalle y Fabre valiosas alhajas. Las librerías de Moen, Roldán y Mendesky venden los últimos libros editados en Europa (...)  Termina la calle con la ampulosa construcción de las galerías Pacífico (...) El monumental edificio del Jockey Club es el centro social más calificado, donde se reúnen los hombres que forman la clase dirigente del país”[4] (...) “La sociedad porteña enriquecida reclama otros escenarios para exhibirse. En el nuevo Plaza Hotel, el primer rascacielos de la ciudad, se realizan frecuentes recepciones y bailes (...) La predilección porteña por el teatro halla un magnífico marco en el teatro Colón recientemente inaugurado donde se escucha a los mejores artistas de Europa y se aplaude a Caruso y Toscanini”[5] (...) “Los artistas fijaron en el bronce con ampulosas alegorías la Riqueza, el Progreso, la Libertad y la Soberanía de su pueblo (...) Los poetas cantaron himnos y compusieron odas a los campos y a las mieses (...) Las fiestas del centenario produjeron en ‘propios y extraños una sensación unánime de admiración por el país’.”[6]

     Es de destacar, además, el reconocimiento que obtuvo nuestra nación a nivel internacional: “Más que un homenaje a los hombres de 1810, fue un tributo a los hombres de 1910. Llegaron a Buenos Aires embajadas de las principales naciones, jefes de Estado y una Infanta de España. Se celebró la cuarta Conferencia Pan Americana y Estados Unidos tuvo especial cuidado de suprimir en su programa los temas que pudieran molestarlos. Diplomáticos y hombres de gobierno, escritores y banqueros observaron la marcha de la joven República y señalaron el adelanto alcanzado y un claro porvenir”[7].

3- Una crisis espiritual escondida: la Decadencia de una Civilización

      Pero por debajo de esa corteza de “progreso”, de bienestar, y de una promesa de “felicidad”, se escondía una profunda crisis espiritual. Tal vez la palabra que mejor describa a esta situación sea: decadencia. César Pico, quien comienza a escribir en forma habitual en La Nueva República a partir del N° 3, publicó un artículo en La Nación del 25 de diciembre de 1927 sobre “El problema de oriente y occidente”, donde nos da la clave para entender dicha decadencia. Siguiendo a Nicolás Berdiaeff distingue los conceptos de cultura y de civilización: “El primero se relaciona especialmente con el desarrollo espiritual, mientras que el segundo importa, ante todo, el progreso técnico y material”. En la cultura se da “el predominio de la inteligencia” –una inteligencia abierta a la contemplación desinteresada del Ser-. Mientras que la etapa de civilización que sucede a la de cultura es “un período de extinción progresiva de las fuerzas creadoras, de debilitamiento y retracción del espíritu”, caracterizada por “la higiene, la técnica, la democracia política, el imperialismo económico”. El momento culminante de esta evolución fue, según Berdiaeff, “el siglo XIX, el siglo empirista y científico por excelencia”.

    Si bien, el origen de esta “decadencia” se halla en el Renacimiento y la Reforma, dichos movimientos cristalizan en el Iluminismo racionalista e individualista del siglo XVIII, el cual está en la raíz de todo el proceso posterior de la Civilización Occidental, que de aquel individualismo original conducirá a un proceso de masificación.  Nos dice Calderón Bouchet al respecto: “El hombre liberado de todas sus excelencias y convertido en presa del animal colectivo por la excitación permanente de sus apetitos sensibles (…) se disuelve en la masa y pierde su relación orgánica con las asociaciones naturales, esas que nacen de la historia, el amor, la vocación profesional, la amistad”[8].

    La decadencia de la civilización no podía dejar de afectar profundamente al Orden Socio-Político, que cumple una función tan importante en el desarrollo de una vida virtuosa y sabia por parte de los pueblos. Analizaremos a continuación dicha decadencia.

   a-La Decadencia del Orden socio-político

     El fundamento mismo sobre el que se asentaba el Orden socio-político estaba profundamente enraizado en la concepción heredada del siglo XVIII. Una visión contractual e individualista de la sociedad dejaba de lado los fundamentos orgánicos de la vida de las naciones, además de los orígenes y destinos particulares que les incumbía a cada una de ellas[9].

     El concepto de autoridad tampoco pudo escapar de las consecuencias de este modo de pensar. Tradicionalmente la jefatura era considerada la “encarnación” de un poder que reflejaba de algún modo la superioridad de lo divino. Su misión era ordenar el conjunto de la vida humana. En las sociedades tradicionales, la devoción que generaban en sus pueblos los reyes, los príncipes, los jefes, era producto de la lejanía que presentaban con respecto al resto de los mortales. Los liderazgos de las nuevas sociedades democráticas procuraron, contrariamente, generar una empatía por similitud, y ya no por diferencia. La idea de alguien que desde una posición más alta tienda a elevar al resto era reemplazada por la de alguien que desde lo alto se rebaja al nivel de la multitud, porque en definitiva es uno más salido del seno de la masa. Nos dice Julius Evola, al respecto: “…existe una sutil diferencia entre la autoridad natural de un jefe verdadero y la autoridad basada sobre un poder informe…(sobre) las fuerzas emotivas e irracionales de las masas…Para precisarlo mejor, diremos que en un sistema tradicional se obedece…en base a lo que Nietzsche llamó el ‘pathos de la distancia’, es decir porque uno se siente ante quien es casi de otra naturaleza. En el mundo de hoy, con la transformación del pueblo en plebe y en masa, lo más que puede suceder es que se obedezca a un ‘pathos de la cercanía’, es decir, de la igualdad; se tolera sólo a aquel jefe que, en esencia, ‘es uno de los nuestros’, que es ‘popular’.”[10]

     Por otra parte, el ideal de servicio, propio de las sociedades tradicionales y encarnado en el estamento nobiliario fue, a su vez, reemplazado por la búsqueda del bienestar individual, del disfrute sensual; y por el reclamo permanente de derechos. Esto, evidentemente representó una disminución en el concepto de lo que es la vida del hombre. Del arquetipo de caballero fiel, entregado a las más nobles causas, al servicio de su Dios, de su Rey y de su Patria -que aparecía como el modelo ejemplar para el resto de la sociedad-, se pasó a la figura del burgués instalado cómodamente en el disfrute sensual de la vida; y de éste, al indignado reclamante de derechos conculcados. En estas concepciones, ya sea la del burgués ávido de bienes y disfrutes materiales, ya sea la del oprimido que reclama por su “liberación”, lo individual o lo clasista pasa a estar por encima de las vinculaciones comunitarias. Volvemos al problema del que partimos: la ruptura con las comunidades orgánicas que ayudaban a conformar la vida virtuosa de la persona. La Revolución fundada sobre los falsos principios de Libertad, Igualdad, Fraternidad,  trastocó todo el orden social y las Instituciones sobre las que éste se fundaba. Así, los Gremios fueron disueltos, la Congregaciones Religiosas y la Iglesia perseguidas, la familia se vio afectada por la eliminación del Mayorazgo, la reducción de la autoridad paterna y la introducción del divorcio. Esta catástrofe condujo a la formación de nuestras modernas “sociedades de masas”.

     Fue el gran pensador español José Ortega y Gasset quien mejor describió la irrupción de las “masas” en la vida social contemporánea: “Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres (…) en los lugares mejores (…) reservados antes a grupos menores (…) La muchedumbre (…) es lo mostrenco social (…) Los derechos niveladores (…) se han convertido (…) en apetitos (…)

     El hombre vulgar, al encontrarse con este mundo técnica y socialmente tan perfecto, cree que lo ha producido la Naturaleza y no piensa nunca en los esfuerzos geniales de individuos excelentes que supone su creación (…) Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masa revelan: no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese bienestar.”[11]

     “Vivimos rodeados de gentes que no se estiman a sí mismas, y casi siempre con razón. Quisieran los tales que a toda prisa fuese decretada la igualdad entre los hombres (…) Cada día que tarde en realizarse esta irrealizable nivelación es una cruel jornada para esas criaturas ‘resentidas’ (…) ¿Hay nada tan triste como un escritor, un profesor o un político sin talento, sin finura sensitiva, sin prócer carácter? ¿Cómo han de mirar esos hombres, mordidos por el íntimo fracaso, a cuanto cruza ante ellos irradiando perfección y sana estima de sí mismos?”[12]

     El régimen democrático favoreció, además, un Estado burocrático, repleto de funcionarios públicos, que viven a costa de los recursos fiscales. Favores políticos a cambios de votos fue, a partir de ese momento una constante. La democracia favoreció, en definitiva, el clientelismo. Por otra parte, la promoción de una libertad ideológica irrestricta permitió la difusión de las ideas más disolventes; creando, además, un ambiente de luchas de clases y de permanente conflicto social. Sumemos a esto que el Liberalismo con su concepción individualista y contractual del cuerpo social desdibujó la Identidad profunda de las Patrias; y, podremos entender cómo muchas sociedades, entre ellas la Argentina de comienzos del 1900, terminaron conformando una especie de Babel.

   b-La Decadencia del Orden socio-político en Argentina

     La Argentina también vivió las consecuencias de esta decadencia cultural y política. La caída de Rosas en Caseros, orquestada por los enemigos internos y externos de la Nacionalidad, significó el triunfo del Liberalismo extranjerizante. El llamado período de la Organización Nacional se llevó adelante implementando las propuestas de los ideólogos Alberdi y Sarmiento[13].

     Sin embargo, fue sobre todo a partir de la Presidencia de Mitre, en 1862, cuando el liberalismo masónico se instaló definitivamente en la conducción del país. El exterminio de los últimos caudillos federales y la intervención en una guerra fraticida contraria a los intereses legítimos de la América hispana –la Guerra de la Triple Alianza-, son el testimonio elocuente de la dirección tomada por los Gobiernos del período. A partir de 1880, con la influencia de la filosofía positivista, estas posturas se profundizaron, y los elementos tradicionales que todavía perduraban en la sociedad argentina se vieron definitivamente acorralados.

     La ya señalada influencia de la Masonería llevó a que los sectores dirigentes de la Nación dieron la espalda al país que sus antepasados habían ayudado a gestar. Dicho influjo quedó puesto de manifiesto a partir de las leyes laicistas -en particular la 1420, de educación común-, cuyas consecuencias secularizantes sobre la sociedad se hicieron sentir con fuerza, enfriándose notablemente la práctica religiosa.

     Por otra parte, los vínculos tan estrechos entablados con Gran Bretaña provocaron un progresivo rechazo de nuestro pasado hispano, y nos convirtieron en una próspera factoría; ya que, si bien es cierto que el país obtuvo un progreso material notable, también es verdad que se logró a costa de una fuerte dependencia del Reino Unido, y sin un desarrollo autónomo.

     Además, el progreso material logrado, y las importantes riquezas acumuladas por muchos de los miembros de la elite, provocaron un estilo de vida frívolo y superficial: “En 1910 comienzan a transformarse las costumbres simples (...) Un nuevo impulso lleva a los hombres a romper los cuadros de la rígida existencia patricia. El placer de la vida sencilla, las disciplinas religiosas, la residencia en la propia tierra campesina eran vínculos que había que desatar para lanzarse a los viajes, al lujo, a gozar de los halagos y placeres físicos, a llevar un nuevo modo de vida que ofrecía el dinero fácilmente logrado. La sociedad porteña, de indudable fondo cristiano y de severas costumbres, descubre otros horizontes y alimenta distintas aspiraciones. Después de haber soñado con el Paraíso, la riqueza los estimula a buscar la felicidad en la tierra”[14].

     Otro aspecto negativo a tener en cuenta es el grado de conflictividad alcanzado por ciertos sectores sociales, sobre todo de origen inmigrante que llegaban a nuestra Patria con una fuerte carga ideológica. Los reclamos de estos grupos iban acompañados de toda una concepción revolucionaria que se quería imponer a la Nación que los recibía. Anarquistas y marxistas turbaron, pues, la paz social del país. El liberalismo, hijo de la Ilustración, era responsable, con su permisivismo -y en algunos casos con su simpatía hacia ciertas posturas extremas, con las que encontraba algún aire de familia-, de la difusión de estas ideas disolventes. También, como contrapartida, debemos decir que el Liberalismo dominante había sido incapaz de dar una legislación laboral que respondiera a las nuevas problemáticas de la época.

     Como síntesis de lo dicho dejemos la palabra a alguien que tuvo a su padre entre los dirigentes de aquella época, pero que ambos -padre e hijo-, supieron reaccionar contra aquello que manchaba a la integridad de la Nación: “La generación del 80 (...) actuó no pocas veces dejando de lado las conductas históricas -en lo económico y social- y escrúpulos morales arraigados desde antiguo a nuestra manera de ver rioplatense. Movióse con oportunismo (...) por el afán de alcanzar éxito inmediato en orden a la riqueza, que en Buenos Aires traducíase en lujo para los señores y terratenientes, orgullosos de vivir a la europea como auténticos príncipes ‘republicanos’ en la Gran Capital del Plata. Fue una generación escéptica en punto a creencias, sin una metafísica rectora existencial. Positivista y epicúrea; y, en último término frívola: enemiga de conservar hábitos y costumbres seculares y apegada a la religión idolátrica del crédito hipotecario ilimitado (o sea: a los halagos del rentista que gasta su dinero sin crear servicios públicos útiles ni prosperidad popular duradera). Su fuerte sentimiento de clase fundábase -sociológicamente- en la rápida valorización de tierras; no en una tabla altruista superior a la de los pobres. (...) Todo ello -diríase nuestro ‘destino manifiesto’ allá por el 900- iba a lograrse desde el poder, sí, pero a costa de la soberanía y de la cultura de los argentinos, cuyas esencias (de indudable signo hispano-católico) había que cambiar desprejuiciadamente según el axiomático plan ‘civilizador de Alberdi: importando literatura y arte al estilo francés (o inglés), de última moda en Europa; entregando la riqueza potencial de nuestro inmenso suelo al capital de ocupación (que era de hecho, británico) y llenando nuestro despoblado territorio, en verdad paradisíaco -habitado desde la conquista por ‘despreciables’ criollos, supersticiosos y retrógrados- con inmigrantes de todas las razas de la tierra cuyos hijos, educaría luego en el ateísmo, la escuela laica creada por la Ley 1420.”[15]

4- La reacción Nacionalista

     El estallido de la Gran Guerra, la difusión del sentimiento patriótico como consecuencia de la misma, el estallido de la Revolución Rusa y sus devastadoras consecuencias, permitieron que muchos, en las diversas naciones de Occidente, comenzaran a tomar conciencia del estado de decadencia que existía por debajo del aparente progreso y bienestar. La pertenencia a una Comunidad Nacional se va a convertir en la raíz a partir de la cual se va a intentar restaurar un Orden tradicional. Claro que el ambiente de Revolución que se vivía en aquellos tiempos va a influenciar sobre muchos movimientos nacionalistas, y ante el rechazo que les generaba el decadente pseudo-orden liberal, van a proponer una Revolución Nacional que, en sus valores fundamentales, va a ser restauradora.

     Calderón Bouchet nos explica cómo el nacionalismo, que en sus orígenes –allá por los tiempos de la Revolución Francesa-, fue un movimiento ligado a la Izquierda, se convierte en una empresa de restauración.

    “La nación, sustituto de la Iglesia, fue un hecho revolucionario. Su exaltación en términos políticos fue obra del pensamiento jacobino…

     Lo aparentemente ilógico en la historia del nacionalismo es que la idea de una organización totalitaria de la revolución en marcha…se convierte, pasada la mitad del siglo XIX, en la fuerza principal de la contrarrevolución.”[16]

     Y, algunas páginas más adelante, aclara: “El pensamiento revolucionario pudo complacerse en sus trasposiciones teológicas y convertir en mito la verdad social de la nación…Los pueblos cristianos cobraron conciencia de su vocación histórica dentro del cuerpo místico de la Iglesia, cuando la revolución, acentuando los perfiles de la singularidad nacional, pretendió afirmarlos contra la idea tradicional del orden cristiano.”[17]

     En otra de sus obras dice:

     “Destruidos los regímenes de autoridad por las sucesivas revoluciones burguesas, la fase liberal de la ideología, que había servido para demoler las bases históricas y morales de toda potestad, atacó ahora al hombre en sus raíces existenciales…

     Por estas razones la tercera reacción, a la que damos el nombre de fascista para facilitar una designación propalada y denotativa, fue fundamentalmente biológica porque pretendió, fundándose en criterios vitales –nación, raza o cultura- salvar un orden social amenazado en la posibilidad de su sobrevivencia física.”[18] Y agrega unos renglones más abajo: “La época fascista tuvo un estilo y una modalidad propias, pero ese estilo y esa modalidad asumen, en cada una de las naciones que se produjo, características irreiterables vinculadas con el espíritu, las tradiciones, el temperamento popular y las circunstancias más o menos amenazantes padecidas por esa nación en su existencia histórica.”[19]

     Alberto Ezcurra Medrano nos proporciona, a su vez, su interpretación acerca del surgimiento de los Movimientos Nacionalistas:

     “Contra las desastrosas consecuencias políticas del Liberalismo reacciona el Nacionalismo, movimiento esencialmente político…El Nacionalismo, decimos, es un movimiento esencialmente político. Su campo de batalla es la política y su fin la supresión del Estado Liberal…

     …si bien es una reacción esencialmente política, el mal que combate no es exclusivamente político, ni siquiera principalmente político, sino que obedece a causas filosóficas y religiosas a las cuales necesita remontarse para acertar en su acción política.”[20]

     Unas páginas más adelante, nos decía: “Si hubiéramos de caracterizar en pocas palabras el movimiento nacionalista diríamos que preconiza un gobierno fuerte y un régimen corporativo como reacción contra el individualismo liberal; y el culto de Dios y de la Patria y una exaltación de los valores morales como reacción contra el ateísmo, internacionalismo y materialismo marxistas.”[21]

5- La reacción Nacionalista en Argentina, por Juan Carulla

     Una de las primeras expresiones claramente nacionalistas, que surgen en Argentina, se da pasado el primer lustro de la década del 20, a través del periódico La Nueva República. Entre los principales referentes de ese primer nacionalismo se encontraba el médico entrerriano Juan Emiliano Carulla. Nos dice al respecto, Hernán Capizzano:

    “Si se trata de ser precisos, puede decirse que el primer exponente del nacionalismo como tal, naturalmente antiliberal, parece haber sido Juan Emiliano Carulla. Nacido en Entre Ríos, militante en el socialismo y luego en el anarquismo, graduado en medicina, marchó a los campos de batalla en la Primera Guerra Mundial. Conoció de cerca el nacionalismo francés y regresó al país nutrido de estas influencias. Hacia 1925 fundó junto a otro médico llamado Roberto Acosta el periódico La Voz Nacional, de escasa relevancia y cuya colección no hemos encontrado en repositorio alguno. El siguiente paso fue en diciembre de 1927 la fundación del semanario La Nueva República. Aquí aparece nuevamente Carulla, gestionando ante sus camaradas de ideas la necesidad de que la publicación llevase como subtítulo ‘Órgano Nacionalista’.”[22]

     ¿Qué es lo que Carulla vio en Francia, que lo llevó a desengañarse del ideario izquierdista que había profesado, y a acercarse a posiciones acordes con un sentido tradicional del Orden político? Es lo que intentaré dilucidar a continuación, siguiendo el relato del mismo Carulla en su obra “Al filo del Medio Siglo”.

    Comencemos señalando que la obra en cuestión es un relato de memorias, en las cuales se mezcla la historia Patria de los primeros 50 años del siglo XX con los recuerdos personales del autor. En estas páginas podemos observar la evolución de la Argentina que había construido la Generación del 80. Vemos su transformación por obra de la inmigración masiva, el crecimiento de los grandes centros urbanos, los festejos del Centenario y las esperanzas puestas en el progreso material de la Patria, los conflictos sociales de principios de siglo, la irrupción de la Democracia con la Ley Sáenz Peña y la llegada de Yrigoyen al poder, la apacible presidencia de Alvear, el surgimiento del Nacionalismo, la crisis final del yrigoyenismo, y esa década decisiva que fue la del 30. Confundidos con estos relatos vemos el desarrollo psicológico del autor, sus reacciones, sus reflexiones, su protagonismo en medio de aquella Argentina en cambio, y finalmente su toma de conciencia, ante los males que aquejaban a la Civilización y a la Patria, de la necesidad de restaurar viejos valores en desuso. Observemos, pues cómo Carulla va descubriendo esos valores, ya que dicho descubrimiento va a jugar un papel muy importante en el surgimiento del Nacionalismo Argentino.

    Hemos dicho que su estadía en Francia fue trascendental en la evolución intelectual de nuestro personaje. Sin embargo, quisiera comenzar a hablar de este cambio refiriéndome a su estancia en Inglaterra durante el año 1916. Si bien es cierto que esta nación jugó un rol muy importante en el proceso subversivo que se desencadenó en Occidente durante los últimos cinco siglos –sobre todo a partir de la Reforma Protestante, y de las Revoluciones padecidas a lo largo del siglo XVII-, también es justo señalar que durante los  siglos XVIII y XIX, cuando otras naciones de Europa sufrieron el cataclismo revolucionario, el Reino Unido gozó de una gran estabilidad social y política, y mantuvo muchas de sus instituciones tradicionales. Nos dice al respecto Rubén Calderón Bouchet: “Si Inglaterra gozó, bajo la égida del pensamiento liberal, un siglo de grandeza, debe ser atribuido, más que al liberalismo mismo, al carácter fundamentalmente aristocrático de su organización social y a la persistencia de una serie de usos y costumbres, de autoridad y de disciplina, que pudieron contrarrestar los factores corruptores del liberalismo”[23]. Pues bien, este resto de tradición supo valorar Carulla en la rubia Albión. Nos cuenta al respecto:

     “Me encuentro de improviso con una multitud en la que se mezclan hombres, mujeres y niños; una multitud que canta y que parece presa de religioso fervor. Quedo yo como clavado en el pétreo pavimento, sin atreverme a inquirir de mi compañero el porqué de aquel acto; mas éste, finalizado el canto, me dice con intención chocante: ‘No tome usted tan a lo serio esta escena; es pura fórmula. Lo que han cantado es el God save the King; lo entonan a todo propósito y a cualquier hora en honor al rey y cabeza suprema de la religión anglicana’…

     Mi opinión era distinta: las instituciones eran, todavía, en Inglaterra, algo muy sólido, y pensé que únicamente imprevistos cataclismos políticos podrían obligar a los ingleses a cambiar de régimen político.”[24]

     El Orden político tradicional y clásico, que Carulla pudo descubrir –en parte- durante su breve estadía en Inglaterra, es el que era defendido en Francia por el movimiento liderado por Charles Maurras. Será este autor quien lo introducirá en una reflexión que lo llevará de vuelta a las aguas cristalinas de la Tradición[25]. Nos cuenta, que en medio de las disputas entre las izquierdas y las derechas francesas, y sus opiniones sobre la evolución de la Guerra, no podía sustraerse “a esa pesada atmósfera de discordia…Mis predilecciones ideológicas me habían llevado a una posición derechista, inspirada, en gran parte, por la lectura de Maurras, así como de los artículos que diariamente publicaba éste en su diario”[26]. Páginas más adelante nos dice: “Tan pronto, pues, como llegué a Francia, una de las primeras cosas que hice fue procurar enterarme de la marcha del movimiento de L’Action Francaise. No podía negarlo; el trato directo con tres o cuatro de sus dirigentes, todos ellos magníficos combatientes de primera línea, así como la lectura del diario del partido y algunos libros de Maurras…hubieron de influirme profundamente. La figura austera del autor…se me aparecía como la de uno de los grandes filósofos políticos de todos los tiempos.” Se refiere, además, al impacto que le causó enterarse del “ascetismo de su vida de combatiente impávido (que) moraba en una modesta habitación y sólo disfrutaba de un sueldo de cuatrocientos francos…(que) trabajaba de sol a sol…(y que) renunció voluntariamente a una carrera brillante que lo habría exaltado a la categoría de príncipe de las letras francesas, para entregarse al periodismo de batalla.”[27] Este encuentro fue modificando sustancialmente los conceptos que Carulla había tenido hasta ese momento acerca de el hombre y de la sociedad: “la huella de los pensadores clásicos que iban reemplazando en mi biblioteca a los modernos y avanzados, afloraron nuevamente en mi espíritu, con renovado vigor, convicciones religiosas y morales relegadas a un segundo plano o momentáneamente olvidadas. Tuve certeza de que no puede haber Estado sin ética, y de que para el nuestro…(surgido) de la entraña cristiano-occidental, ésta no puede provenir sino del acatamiento a las verdades del Evangelio. Se me hizo imposible concebir una buena política, sin un programa de defensa de las instituciones reconocidas del orden clásico: la familia, la sociedad, la nación.”[28] Unas páginas antes nos señalaba que “pocos resabios utopistas perduraban en mí”.[29]

     Justamente, la dura lucha que la Action Francaise llevaba adelante contra la III República, le permitió tomar conciencia de la gravedad de los valores en juego, y salir del sopor en que el Liberalismo había sumido a la sociedad argentina con su prédica de los “buenos modos” y la “tolerancia” con respecto a las ideas más disolventes.

     “Mi llegada a París coincidió con una enconada polémica entre L’Action Francaise y Le Bonnet Rouge…Algo que me llenaba de asombro era el lenguaje erizado de crudas expresiones, habitual en tales diarios, los vocablos menos hirientes con que se apostrofaban eran: ladrón, asesino…Mis oídos se habían educado en las prácticas del ‘buen decir’ de nuestros diarios.”[30]

     Su estancia en Francia también le permitió apreciar las riquezas de la cultura clásica que, a pesar de todas las revoluciones, aun conservaba la tierra de los Luises: “Luego, nos dirigimos a la catedral. Su mole inmensa se nos apareció en toda su magnífica imponencia, mostrando al sol las cicatrices producidas por las granadas de artillería pesada, con muchas de sus magníficas esculturas mutiladas o destruidas totalmente…altares, bóvedas, coro, nichos, hornacinas, sepulcros, arquitrabes…monumentos, frescos, imágenes y vitrales…”[31]

     Pero sobre todo fue su presencia en el frente la que le permitió descubrir la permanencia de los valores del honor caballeresco que sobrevivían en la oficialidad francesa, a pesar de la irrupción burguesa y proletaria sufrida por la sociedad gala desde finales del siglo XVIII. Nos relata su encuentro con Pétain y Dieudonné.

     “A la hora de la cena, nos hallábamos reunidos alrededor de una mesa en el cuartel general unas veinte personas. Yo había elegido tímidamente un lugar al lado del doctor Benoit; mas, en cuanto llegó el comandante en jefe, me obligó a tomar asiento frente a él, previas presentaciones de estilo. ¡Qué noche inolvidable aquélla! Sólo merced a la exagerada bondad de aquel ilustre militar pude yo estar sentado en medio de un selecto grupo de soldados franceses, a muchos de los cuales les estaba reservado un glorioso destino. Citaré solamente dos nombres: el de Pétain y el de Diedounné…El resto de los comensales lo componían jefes y oficiales de toda graduación…Nos sirvieron la sopa y luego un plato de carne, y al echar mano del cubierto hube de notar la falta de cuchillo. El doctor Benoit..me sopló al oído la explicación: no se ponía cuchillo en la mesa, porque al no poder usarlo el general, sus oficiales estimaban impropio servirse de él en su presencia.”[32]

     Unas páginas antes nos había descripto su encuentro con el general Gouraud, “personalidad subyugante, que revelaba a primera vista la total posesión de las dotes para el mando; favorecíalo su físico, alto, erguido, de ademanes enérgicos y a la vez señoriales.”[33] Había sobrevivido a una terrible herida de guerra en la que un obús de 305 mm. le había amputado un brazo y destrozado una pierna. “Lo salvaron debido a su contextura física y su excelente entereza de espíritu. Tan así fue, que a los pocos meses se encontró en condiciones de volver al servicio…al frente del invencible cuarto ejército que no ha retrocedido nunca.”[34]

     A su regreso a la Argentina, su espíritu choca con una realidad contrastante con las reflexiones que había llevado adelante durante su estancia en Europa. El Liberalismo había dado un paso hacia adelante y había conducido a la Democracia. El líder populista Hipólito Yrigoyen era ahora presidente. El clientelismo político, la marea roja que amenazaba con arrasarlo todo, las revueltas universitarias en Córdoba, lo llenaron de decepción. Su pintura de la presidencia del líder radical es muy negativa:

     “El advenimiento del nuevo gobierno significó el desplazamiento en masa de los cuadros administrativos y la eliminación de la inteligencia y la experiencia, con lo que el comité se volcó sobre la ciudad y el país, y la función pública perdió jerarquía y eficiencia…la descomposición reinante en las esferas administrativas no tardó en hacer presa de otros sectores de la vida nacional…Yrigoyen soliviantó a las masas…La élite ilustrada que había gobernado el país hasta entonces no queda exenta de culpa…la titulada Reforma Universitaria…(ha inferido) un enorme daño…a nuestra cultura por el libertinaje intelectual y educacional que trajo este movimiento…viciado de demagogia…Dicha ‘reforma’ surgió en momentos en que la ola bolchevique barría el orbe. Su semilla germinó en los institutos educacionales…(poniéndolo) todo patas arriba.”[35]

    Pero, por debajo de las desviaciones provocadas por la Democracia y por el Liberalismo, Carulla comienza a  percibir que existía una Argentina antigua, que era preciso restaurar.

     “…arribé a la conclusión de que el remedio a los males de la democracia…no podía ser otro que un régimen…basado en la restauración del orden y las jerarquías, amén de la tradición y la cultura propias”[36]. Y unos renglones más abajo nos habla de la: “necesidad de una restauración nacionalista, a fin de reencauzar las instituciones, afianzar el orden social y vigorizar el pensamiento de la argentinidad diluido y desvirtuado”[37].

     A este primer Nacionalismo podemos aplicar perfectamente las palabras de Hernán Capizzano, cuando nos dice que dicho movimiento nació de "las aspiraciones políticas de muchos argentinos que deseaban una Argentina nueva y vieja. Nueva por su ruptura con el régimen liberal pos Caseros, vieja por su identificación con las raíces genuinas y propias de la Nación..."

6- Conclusión

     A este primer Nacionalismo le faltaba mucho todavía por “caminar”, es cierto. No se había desarrollado todavía un análisis crítico del pasado argentino, existían todavía ciertos criterios tomados del discurso elaborado con posterioridad a Caseros –por ejemplo, cuando para criticar a Yrigoyen se lo comparaba con la Dictadura de Juan Manuel de Rosas-. Pero la semilla ya estaba echada. Y los acontecimientos posteriores, la crisis que se vendría, la evolución política nacional, la situación y los conflictos internacionales, la renovación que se iba a producir en el seno mismo del catolicismo argentino, proveerán de recursos intelectuales que permitirán afinar la mirada para analizar la realidad nacional, para lograr una mayor toma de conciencia de la identidad nacional y de los obstáculos –mejor dicho, enemigos internos y externos- que se habían opuesto al desarrollo auténtico de nuestra nacionalidad. Los años 30 jugarán un papel decisivo en esta evolución; ya que, como consecuencia de la crisis mundial -económica y política-, que ponía en cuestión los valores sobre los que se había construido el mundo occidental desde finales del siglo XVIII -y en particular desde 1870-, la Argentina se vio obligada a mirarse a sí misma y a repensar sus orígenes y su destino, repercutiendo dicha introspección en las prácticas y en el discurso político de ese tiempo. Pero reiteramos, el inicio de esta importantísima introspección de la Patria se da en los años 20, y uno de los primeros que contribuyó a ello fue Juan Carulla.

 

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[1] Una de ellas es la Liga Patriótica Argentina, la  cual si bien puede ser considerada un “precedente de los grupos nacionalistas que proliferarían una década más tarde, la ausencia de cuestionamientos programáticos a la democracia liberal la distancian de aquellos sectores”. (Lvovivh, Daniel. El Nacionalismo de Derecha. Desde sus orígenes a Tacuara, 21).

[2] Cárcano, Miguel. Sáenz Peña. La Revolución por los comicios, 13.

[3] Ibídem, 12.

[4] Ibídem,14.

[5] Ibídem, 15.

[6] Ibídem, 11.

[7] Ibídem, 11.

[8] Calderón Bouchet, Rubén. Una introducción al mundo del fascismo, 26.

[9] “La persona humana, con su específica orientación metafísica, es todo lo contrario de un individuo atomizado, desposeído de sus comunidades naturales y de su destino eterno”. (Ibídem, 30)

[10] Evola, Julius. Más allá del Fascismo, 65-66.

[11] La Rebelión de las Masas.

 

[12]Democracia Morbosa”, en El Espectador, 125-126.

[13] “Un puñado de masones estratégicamente ubicados, invocando la democracia y la libertad, logró imponer a la Nación Argentina las condiciones de su descomposición moral y de su sometimiento al imperialismo plutocrático.” (Genta, Jordán. Guerra Contrarrevolucionaria).

[14] Cárcano, M. A. Sáenz Peña. La Revolución...,

[15] Ibarguren, F. Orígenes del Nacionalismo argentino.

[16] Calderón Bouchet, Rubén. Nacionalismo y Revolución, 12.

[17] Ibídem, 22.

[18] Calderón Bouchet, R. Una introducción…, 16.

[19] Íbidem, 16-17.

[20] Ezcurra Medrano, Alberto. Catolicismo y Nacionalismo, 37-38.

[21] Íbidem, 31.

[22] Capizzano, Hernán. Alianza Libertadora Nacionalista. Historia y crónica (1935-1953), 11.

[23] Calderón Bouchet, R. Una introducción…, 18.

[24] Carulla, Juan. Al filo del medio siglo, 194.

[25] Calderón Bouchet se refiere a Maurras como un pensador verdaderamente tradicionalista, a pesar de ciertas carencias o alguna desviación que su pensamiento pudiera haber mostrado en algún momento: “(A) Maurras le faltó la fe teologal para dar un auténtico remate metafísico a su concepción de la política. Pero en los límites de su solicitud por una restauración temporal de Francia no descuidó jamás la existencia de un misterio religioso…Su crítica a la idea de sociedad política pensada en el reducto de una empresa económica lo permite suponer…La idea de naturaleza humana que tenía Maurras estaba directamente inspirada en la filosofía tradicional greco latina y no en el pensamiento moderno, por esa razón la luz de la fe podía añadir lo que faltaba a su pensamiento sin chocar con sus afirmaciones más esenciales.” (Maurras y la Acción Francesa frente a la III República, 226).

[26] Carulla, Juan. Al filo…, 190.

[27] Ibídem, 201-202.

[28] Ibídem, 202-203.

[29] Ibídem, 199.

[30] Ibídem, 176.

[31] Ibídem, 186.

[32] Ibídem, 182-183.

[33] Ibídem, 181.

[34] Ibídem, 182.

[35] Ibídem, 204-212.

[36] Ibídem, 229.

[37] Ibídem, 231.


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