Tanto la cultura antigua como la medieval tuvieron una apertura a la sacralidad del cosmos. Una, considerando la presencia de una fuerza divina animando cada elemento de la realidad. La otra -la medieval-, purificada por la acción benéfica del cristianismo-, supo ver en la realidad una escala que eleva el alma hasta el Creador. Es más, muchos elementos de la naturaleza -el agua, el aceite, el vino, el pan- utilizados en la vida litúrgica y sacramental remitían al acto redentor del Dios encarnado. Por tanto, todo hablaba al corazón y a la inteligencia del hombre medieval, del Creador y también del Redentor.
El universo era visto como un cosmos -un todo ordenado-, y el hombre como un microcosmos. El fundamento de ese cosmos era Dios, y el centro, el hombre (San Agustín, uno de los pensadores que más influyó en la Edad Media sostenía que la filosofía se reducía a conocer a Dios y al alma).
Hoy sabemos que la concepción física del cosmos elaborada por el hombre medieval no coincidía con el universo real. Pero lo que importa destacar es la concepción metafísica que estaba por detrás de aquella representación, la cual respondía a las aspiraciones más profundas del alma humana. Luego la Modernidad, con sus descubrimientos, quitó al hombre del centro, y al Creador del origen y fin del universo. Esto vació al alma humana y condujo hacia la anarquía posmoderna en la que ya no se sabe reconocer la diferencia entre un hombre y un animal. Y al que intente hacerlo -diferenciar al hombre del animal- se lo acusará de “especismo”, extraña “herejía” creada en nuestros tiempos.
El proceso de descomposición de aquella visión -con lo que tenía físicamente de erróneo, pero también con lo que tenía metafísicamente de acertado- comienza a desarrollarse entre los siglos XIV y XV, se profundiza en el siglo XVI, y en el XVII y el XVIII desemboca en una serie de revoluciones políticas cuyos efectos llegan hasta hoy día. Paralelamente al proceso descrito se fueron desarrollando fuerzas que procuraron integrar los benéficos cambios y progresos de la Modernidad con lo mejor de la Tradición. Esto será materia de próximas publicaciones.
Para cierre de esta publicación dejamos la reflexión de un autor contrarrevolucionario sobre el modo en el que el proceso revolucionario de la Modernidad no sólo alteró el Orden de la sociedad sino también el Orden al interior del alma humana:
“EL proceso revolucionario, que tiene como objetivo la nivelación general -pero que tantas veces no ha sido sino la usurpación de la función rectora por parte de quien debía obedecer- una vez traspuesto a las relaciones entre las potencias del alma, habría de producir la lamentable tiranía de todas las pasiones desenfrenadas, sobre la voluntad débil y quebrada y una inteligencia obnubilada.” (PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA, “Revolución y Contrarrevolución”)
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