LA HISPANIDAD, CONTINUACIÓN DE LA CRISTIANDAD

La Cristiandad entró en un proceso de disolución y de desintegración a partir del siglo XV con el Renacimiento, proceso que condujo a la ruptura protestante en el XVI, y luego a las convulsiones revolucionarias de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX. Sin embargo, mientras la Cristiandad sufría este descalabro, España unida por los Reyes Católicos salía fortalecida de los ocho siglos de lucha contra el Islam, lanzándose a la conquista del Nuevo Mundo,  creando, allende los mares, “nuevas cristiandades”: “Allá en 1453, Constantinopla caía en poder de los turcos, y con ella la puerta extrema de la fortaleza europea. Roma, segunda vez fracasada, cedía el paso a una nueva edad. Pero otra Roma –la España romana, visigótica y celtíbera- amanecía entonces en el cuadrante de la rosa, y aquella edad que para Europa comenzaba con un fracaso…tuvo una España que, revolviéndose todavía contra la dominación africana, acuño ducados y partió en demanda de tierras de infieles. La más europea de las naciones de Europa cerraba la frontera…y abría la puerta del mar. Hacia el Oriente la cristiandad se debatía en la miseria de su pequeñez provinciana; hacia el Poniente, España –señora y señera- se lanzaba alucinadamente a la conquista de la Cruz del Sur. Europa, toda la Europa transpirenaica, vivía la historia del Renacimiento, mientras España, toda la España preamericana, preparaba la historia del Descubrimiento. Del otro lado de los Pirineos la otra Europa armaba su tinglado sobre un paisaje cruzado de carreras de faunos perseguidores de ninfas; de este lado de los Pirineos la otra Europa armaba carabelas para rescatar a un continente de la idolatría”.

    Mientras la vieja Cristiandad caía en Europa ante los golpes del Renacimiento y de la Reforma, una nueva Cristiandad, la Hispanidad, se constituía de este lado del océano, fundada sobre las bases del Derecho natural y cristiano. Afirma Ernesto Palacio en su excelente “Historia de la Argentina”:

“Puede decirse, en un sentido general, que para los Austrias estos países eran provincias del vasto imperio, poblados por vasallos fieles e iguales en sus derechos a los de la península: idea que impregna toda la legislación de Indias.”

     En efecto, como enseña Ricardo Zorraquín Becú, gran historiador de los aspectos jurídicos e institucionales de la “Argentina hispánica”, la política de los Austrias se propuso salvar el Imperio cristiano medieval y extenderlo por todo el orbe (“Imperialismo religioso”, llama Zorraquín a esta política). Esto se pone de manifiesto en el esfuerzo que la Corona Castellana llevó adelante durante los siglos XVI y XVII, atendiendo a los tres frentes que  se le presentaban:

  1. En el Este de Europa: La amenaza de los turcos fue permanente, y a pesar de la victoria de Lepanto en 1571, la presión otomana no cedió, llegando a mediados del siglo XVII a las puertas mismas de Viena.

  2. En el Centro de Europa: El estallido de la Reforma Protestante había venido a fragmentar al viejo Imperio Cristiano, rompiendo su Unidad religiosa. La lucha contra la “herejía” se convirtió en una prioridad de los Monarcas españoles.

  3. En América: Las pérdidas sufridas en Europa, y las amenazas constantes por parte de los turcos, se vieron compensadas por la construcción de una HISPANIDAD CRISTIANA, fundada en:

  1. El mestizaje, de donde procederá el elemento criollo,

  2. La evangelización y el desarraigo del Paganismo,

  3. La construcción de Ciudades con sus respectivas Instituciones: Colegios, Universidades, Hospicios, Iglesias, Misiones, etc.


     Por supuesto que esta política requirió de tremendos esfuerzos y sacrificios, convirtiéndose América en uno de los pilares del sustento Imperial, debido a las riquezas que aportaba al conjunto del Imperio. La concepción que se tenía de este gran edificio político era que cada uno debía  ocupar su lugar y prestar su servicio para la grandeza del mismo: los sacerdotes sosteniendo la Fe, los religiosos propagándola por tierras inhóspitas, los contemplativos elevando sus súplicas para atraer los beneficios divinos, los capitanes y soldados defendiéndolo y extendiéndolo con el sacrificio de su sangre, los indios aportando su trabajo en los campos y las minas y consolidando sus comunidades de acuerdo con los “nuevos principios”, el Rey guiando con prudencia la marcha de tan compleja maquinaria. Está claro que una cosa era el “Ideal” y otra la realidad, en la que tantas miserias humanas se mezclan muchas veces con los más nobles ideales.


     Más allá de las debilidades humanas, la estructura del Imperio necesitaba fundarse en un entramado jerárquico con diversos cargos y funciones que hacían posible el desenvolvimiento del mismo: Virreyes, Gobernadores, Arzobispos, Obispos, Curas, Congregaciones con su orden interno, oidores, alcaldes, Capitanes Generales, Corregidores, que debían poner su trabajo y su conocimiento al servicio de la grandeza imperial. Para poder vivir con fidelidad este ideal, la cultura de la época, fundada en los valores de la civilización clásica y cristiana, proponía la práctica de una vida ascética que permitiera la adquisición de las virtudes humanas y cristianas. Presentaba para ello el modelo de los héroes y de .los santos como arquetipos de perfeccionamiento humano. La figura de San Ignacio de Loyola, primero Capitán al servicio del Emperador que resiste la ofensiva del enemigo en condiciones extremas, y luego religioso fundador de la Compañía de Jesús a la que consagra el resto de su vida, es el prototipo de ese ideal de heroísmo y santidad.




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