EL MUNDO HISPANO FRENTE A LA MODERNIDAD Y A LA REVOLUCIÓN

 Estudio de dos casos: Zaragoza y Buenos Aires


El mundo hispano representó durante toda la Modernidad la oposición de lo Tradicional frente a lo Moderno. Frente a la Reforma Protestante, la afirmación tridentina, prolongada luego en América a través de la conclusiones del III Concilio de Lima; frente a la concepción de una ciencia puramente utilitaria, el cultivo de la Sabiduría y de los saberes humanísticos; frente al Estado “Iglesia”, de tipo absolutista y de origen protestante -ya sea predominantemente monárquico (como en Francia), o predominantemente Parlamentario (como en Inglaterra)-, la concepción de la política como la coronación de un Orden regido por la Justicia; frente al desarrollo del capitalismo, el mantenimiento de los viejos conceptos escolásticos de “Lucro Honesto” y “Precio Justo”; frente a la cultura burguesa utilitaria, la moral caballeresca y misionera del Servicio -ya sea al Rey o a Dios-. El modo hispano de ser se expresó a través de la grandiosidad del Barroco. 

   El proceso revolucionario que se desata en Occidente a partir del último cuarto del siglo XVIII es la culminación de aquellos valores que encarnó la Modernidad: la profundización del proceso de secularización, la centralización mayor de un Estado crecientemente burocrático, la irrupción de una sociedad fuertemente “burguesa”, gracias al desarrollo de un saber al servicio de la Técnica y del progreso económico; progreso que permitió la expansión del capitalismo, que a partir de este momento se vuelve industrial. Las dos naciones que encarnan este proceso  son Francia e Inglaterra. En la primera se da la Revolución Francesa, en la segunda, la Industrial.

   En España, la llegada de los Borbones al Trono, a principios del siglo XVIII, significó el intento por convertir la Hispanidad a la Modernidad: progresiva secularización de la cultura -orientada hacia posturas más utilitarias-; centralización del Estado -a través del Decreto de Planta Nueva o de Instituciones como las Intendencias-; la clausura de la misión evangelizadora y el intento por convertir a América en un mero centro colonial proveedor de las materias primas necesarias para ingresar en la etapa capitalista -orientación puesta de manifiesto a través de la expulsión de los Jesuitas y de las nuevas políticas económicas de la dieciochesca centuria-. 

   Sin embargo, una cosa es lo que pasa en la cima del poder, y las nuevas orientaciones de los sectores intelectuales; y otra, la cultura que sigue arraigada en las clases populares. Lo “barroco” es muy difícil de desarraigar del Pueblo. Y si bien, en aquellas esferas superiores se imponen las nuevas formas ilustradas, en estos sectores sigue vivo el barroquismo. Esto se puede apreciar en las reacciones populares de principios del siglo XIX, tanto en la Península como en América. El pueblo sigue siendo fuertemente monárquico, porque lo monárquico es parte de su cultura barroca; pero, se opone a la burocracia virreinal aquí en América, y a la corrupta corte godoísta allá en la Península. Por eso aquel grito: “¡Viva el Rey, y muera el mal gobierno!”. Es la vieja concepción de la Monarquía como brazo de la Justicia divina, que debe ajustar su acción a dicha Justicia. 

    Y la fidelidad a Dios, al Rey y a la Patria, lo lleva a enfrentar fuertemente a aquellas dos naciones que encarnaban lo contrario de lo hispano: Francia, portadora de una “Revolución herética” que se iba imponiendo por las fuerzas de las armas de Napoleón; e Inglaterra, la tradicional rival Protestante de la España Católica. Si bien las clases cultas hispanas pactaron con una o con otra según las circunstancias, o aprovecharon la evolución de los hechos para intentar reformas en la línea de la Revolución Francesa -como ocurrió con las Cortes de Cádiz-, el pueblo se desangró con un ardor único, ya sea contra los “herejes” britanos, o contra los “franchutes”. Un ejemplo de esto fue lo ocurrido en Buenos Aires durante la Invasiones Inglesas, en donde el pueblo luchó por el Rey y por la Fe, encomendándose a la Virgen del Rosario, con una valentía y un entusiasmo admirables. Este hecho se prolongó luego en la Revolución de Mayo, donde las fuerzas comandadas por Saavedra procuraron una autonomía frente a la evolución de los hechos europeos, manteniendo todavía la fidelidad al Rey, y procurando evitar ser dominados tanto por los franceses como por los poderes centralistas constituidos en Cádiz.

   Otro hecho fue lo ocurrido en la ciudad de Zaragoza frente a la Invasión napoleónica. La reacción popular fue llevada hasta las últimas consecuencias, hasta casi no quedar piedra sobre piedra de la que era la ciudad de la Virgen del Pilar, principal Patrona de la Hispanidad.

   La literatura nos ha presentado de diversos modos estos sucesos. En el caso de Zaragoza , la novela del mismo nombre, de Benito Pérez Galdós, que es parte de sus “Episodios Nacionales” tal vez sea una de las mejores recreaciones de los hechos. En cuanto a lo ocurrido en Buenos Aires, el “Romance Heroico”, compuesto en medio de los acontecimientos -luego de la Reconquista-, por Pantaleón Rivarola presenta versos realmente sublimes. He aquí un fragmento:

“Santísima Trinidad

una, indivisible esencia,

desatad mi torpe labio

y purificad mi lengua,

para que al son de mi lira

y sus mal templadas cuerdas

el hecho más prodigioso

referir y cantar pueda

(...)

La muy noble y leal ciudad

 de Buenos Aires, ¡qué pena!

por un imprevisto acaso

o por una suerte adversa

del arrogante britano

se lloraba prisionera

(...)

¿No hay alguno que valiente

a nuestros ecos se mueva

y de nuestro cautiverio

rompa las duras cadenas?

(...)

Entonces nuestro gran Dios, 

cuya omnipotente diestra

a los soberbios humilla

y a los humildes eleva,

entonces compadecido

a nuestras súplicas tiernas,

suscita un nuevo Vandoma,

un de Villars, un Turena,

que émulo del mismo Marte

sea más que Marte en la guerra.

Es Don Santiago de Liniers

y Bremont; ocioso fuera

de este ilustre caballero

decir las brillantes prendas:

su religión, su piedad,

su devoción la más tierna

al Santo Dios escondido

en su misteriosa apariencia,

en los templos humillado

lo declara y manifiesta

(...)

Siente un fuego que le abrasa

siente un ardor que le quema,

un celo que le devora

una llama que le incendia,

un furor que le transporta

por el Dios de cielo y tierra.

Los espíritus vitales

nuevo ardor dan a sus venas

y allí mismo se resuelve

a conquistar la tierra, 

para que el  Dios de la gloria,

Señor de toda grandeza,

sea adorado como antes

descubierto y sin la pena

 de verle expuesto al desprecio

de gente insana y soberbia

(...)

Los valientes voluntarios

dejando sus conveniencias

con valor inimitable

se alistan para la empresa,

sin escuchar los gemidos

y lágrimas las más tiernas

de sus amadas esposas,

hijos, y otras caras prendas,

llevando solo en sus pechos

el honor que los alienta

por su Dios y por su Rey.

¡Oh! acción gloriosa, ¡oh grandeza!”




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