Las naciones hispanoamericanas nacidas a la vida independiente a lo largo de la década de 1810 no pudieron escapar al influjo de la situación mundial. Muchos miembros de las elites dirigentes se adhirieron a las ideas liberales, en las que esperaban encontrar las fórmulas para organizar los nuevos estados. Además formaron parte de logias masónicas y procuraron introducir a sus naciones dentro de la órbita comercial de Gran Bretaña. Justamente fue esa nación la primera en reconocer las independencias de los nuevos países, exigiendo a cambio la celebración de tratados comerciales ampliamente favorables a los intereses británicos. Como respuesta a esta situación se fueron conformando en Hispanoamérica partidos que levantaron las banderas de la tradición y de la auténtica independencia frente a cualquier poder extranjero. Esta división entre liberales y conservadores provocó tremendas guerras civiles que desangraron a nuestras patrias a lo largo del siglo XIX. Era la lucha entre la Hispanidad y el Liberalismo, cuyos agentes en estas tierras eran la Masonería y los intereses económicos de Gran Bretaña
La situación general hispanoamericana descripta se dio también en nuestra Patria. En una obra dedicada al estudio de la Masonería y de su accionar en el mundo y en Argentina, leemos:
“Después del año 1820 ya se perfilan netamente los dos grupos
antagónicos de la política argentina. El grupo minoritario de los unitarios,
rivadavianos y logistas donde militaban los ‘liberales’ y extranjerizantes; y
el grupo mayoritario de los federales, donde militaban, en lo esencial, los
argentinizantes, los defensores de lo criollo, lo tradicional, lo popular, lo
nacional, lo católico, lo auténticamente argentino hispano-cristiano.
El masón Zuñiga afirma que dentro del unitarismo predominaba el elemento masónico liberal de Buenos Aires, y la masonería con su influencia, dirigía, como el timón oculto de una nave (...) Rivadavia representaba a este grupo, pero en realidad los verdaderos autores de su política ‘liberal’ y persecutoria de la Iglesia eran los contados integrantes de la elite liberal porteña, manejada por la diplomacia y la masonería inglesas y por los resabios de la política regalista de los borbones (...) Estos fueron los que encaramaron en el poder a Rivadavia (...) y los que desataron la ignominiosa persecución difamatoria contra San Martín (...) El intento autoritario de Rivadavia y sus seguidores en las llamadas ‘reformas eclesiásticas’, era a todas luces cismático (...) Todo el pueblo se levantó indignado al grito de ¡Viva la religión! ¡Mueran los herejes! y su clamor se hizo escuchar con arrebatadora elocuencia impregnada de intrepidez y patriotismo por sus auténticos voceros: Mariano Medrano, Pedro Castro Barros, Cayetano Rodríguez, Fray Justo Santa María de Oro y Francisco Castañeda, que interpretaron valientemente la angustiosa queja del alma nacional.” (Rotjer, Aníbal. La Masonería en la Argentina y en el mundo).
La cita precedente nos deja bien claro que a lo largo de la década del 20 los grupos liberales ligados a la masonería y a los intereses comerciales de Gran Bretaña intentaron construir un país de espaldas al auténtico ser nacional. El principal representante de este grupo, y que ejerció un gran influjo en esos años fue Bernardino de la Trinidad Rivadavia. Frente a él se alzó el grupo defensor de la auténtica nacionalidad representado por hombres como Fray Francisco de Paula Castañeda, Facundo Quiroga o Manuel Dorrego. Los partidos que encarnaron estas posturas fueron los unitarios y los federales. Los primeros, hombres de letras, habían asimilado las teorías de los autores contractualistas de los siglos XVII y XVIII, y procuraban implantarlas en nuestro país. Partían de un esquema teórico individualista que consideraba al individuo fuente de la soberanía, el cual a través de un contrato fundaba el vínculo social que era seguido de otro pacto mediante el cual se delegaba la soberanía en un gobierno único: la soberanía era, por tanto, una. Se desconocían de este modo a los cuerpos intermedios, las regiones y las provincias. Los fundamentos del contrato debían quedar plasmados, por otra parte, en una constitución escrita.
Los federales, por su parte, herederos de la tradición hispana, aunque muchas veces no del todo conscientes de ello, eran hombres prácticos, que sabían que la Patria está formada por una serie de ciudades originales que habían extendido su dominio sobre el entorno rural que las rodeaba, dando origen a las provincias. En esas ciudades habían jugado un papel destacadísimo en el plano institucional los cabildos, aunque en la década del 20 va desapareciendo su rol. En su lugar surgen las figuras de líderes naturales, los caudillos.
Los unitarios, pues, eran
partidarios de una soberanía única plasmada en un texto constitucional escrito,
y por tanto fueron centralistas. Los federales defendieron una diversidad de
soberanías concretas, mejor sería decir autonomías, sostenidas por las lanzas
de sus caudillos.
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