JUAN MANUEL DE ROSAS Y EL PROCESO INDEPENDENTISTA ARGENTINO

Desencadenados los hechos del año 10 no vemos aparecer al adolescente Juan Manuel en el proceso que consolidó nuestra soberanía. Recién a partir de la anarquía que se desata en el año 20 como consecuencia de las disensiones ocasionadas por la Revolución veremos al joven estanciero avanzar a la ciudad para colaborar en el restablecimiento del orden. Rivanera Carlés elabora argumentos para justificar su ausencia en momentos tan trascendentes en la evolución de la historia patria:

     “Estallado el movimiento revolucionario (Rosas tenía 17 años), el patricio mantúvose es verdad, alejado de él y, este hecho, común en otros próceres, ha sido un arma de que se han valido sus detractores para acusarle de antipatriota...

     Criado en un hogar patriarcal..., tradicionalista por excelencia; respetuoso y obediente para su rey y señor; creyente en la más amplia acepción de la palabra, consideró a la Revolución de Mayo, al igual que sus padres, no como un anhelo de libertad, sino como una rebelión de aquellos elementos liberales que traían al seno de Buenos Aires las nuevas ideas implantadas por los republicanos franceses.”[1]

    Años después, durante su segundo gobierno nos dará una justa apreciación de los hechos de Mayo:

     “¡Qué grande, señores y qué plausible debe ser para todo argentino este día (el 25 de mayo), consagrado por la nación para festejar el primer acto de soberanía popular, que ejerció este gran pueblo en mayo del célebre año de mil ochocientos diez! (…) No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituidas, sino para suplir la falta de las que acéfala la Nación, habían caducado de hecho y de derecho. No para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para preservarle la posesión de su autoridad, de que había sido despojado por el acto de perfidia. No para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos en disposición de auxiliarlos con mejor éxito en sus desgracias. No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al abismo de males, en que se hallaba sumida España.
Esto, señores fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo Abierto celebrado en esta ciudad el 22 de mayo de mil ochocientos diez.”[2]

     Por otra parte eleva la fiesta del 9 de julio al mismo rango que la del 25 de mayo. Durante su Gobierno se “promulga el decreto del 11 de junio de 1835, en el que se separan las fiestas del 25 de mayo y del 9 de julio, estableciéndose que en ambas se ‘celebrará misa solemne con Te Deum en acción de gracias al Ser Supremo por los favores que nos ha dispensado en el sostén y defensa de nuestra independencia política’.”[3]



     



[1] Rivanera Carlés, Raúl. Rosas. Ensayo biográfico y crítico del Brigadier General de la Confederación Argentina y fundador del Federalismo. Serie Historia Argentina. Liding. S. A. Buenos Aires. 1979, p. 35. La auténtica revolución fue un hecho político que dio respuesta a la crisis del Imperio Español, y estuvo protagonizada por el Regimiento de Patricios. No hubo nada que tenga que ver con la “soberanía popular” (supuestamente expresada en el Cabildo Abierto del 22 de mayo, según la historia “clásica”). Moreno fue un “arribista”, llegado a último momento a la Junta creada el 25, quien terminó –junto a la camarilla de intelectuales “ilustrados”- controlando la labor del nuevo gobierno. La postura de Moreno no fue ni independentista ni republicana. Su objetivo fue seguir una línea “reformista”, manteniendo la Fidelidad al “Rey cautivo”. El reformismo morenista se proponía continuar con la ruptura iniciada por los ministros ilustrados de los últimos Borbones. Díaz Araujo es clarísimo al respecto: “en lo cultural admiraba a los Iluministas franceses y en lo económico prefería los negocios con los británicos, en lo político se mantenía leal a la Corona española (…), más que un ‘revolucionario’, si tomamos esa voz en una acepción estrictamente ideológica, convendría contarlo entre los ‘reformistas’ ilustrados”. Unos renglones antes, el autor aclaraba que se trataba de  “un ‘reformista’, a la manera de la Ilustración española”. (Mayo revisado, T. III)

    Castelli, fue comisionado por la Junta manejada por “el numen de Mayo”, para imponer en el interior, a sangre y fuego, la obediencia al nuevo orden,  recurriendo para ello “a métodos repudiados por la moral ortodoxa: engañando, traicionando, intrigando” (Federico Ibarguren, Así fue Mayo. 1810-1814. Buenos Aires. Theoria. 1985, p. 59); y sembrando el espíritu de “revolución social”, apostrofando a los indios altoperuanos en las ruinas del Templo del Sol de Tiahuanaco “sobre los abusos y crueldades del despotismo y los beneficios de la libertad”;  al tiempo que un grupo de la soldadesca se burlaba de la fe religiosa sencilla de otro grupo de indios y mestizos “arrancando la cruz (ante la que éstos se encontraban postrados) de su sitial”. Monteagudo, por su parte, “vestido con ropas de sacerdote, se trepó en Potosí al púlpito de una iglesia y pronunció un sermón sobre el tema: ‘La muerte es un largo sueño’” (Ibídem, 62). Estos hechos quitaron toda popularidad al ideal de Mayo en el Alto Perú. Algunos años después, don Manuel Belgrano, con el espíritu de disciplina impuesto a la tropa, y su ferviente y auténtica manifestación de religiosidad reparará, en parte, el daño hecho por aquellos ideólogos. 

     Contra todos estos innovadores podemos admirar la figura del fraile franciscano Francisco de Paula Castañeda, quien reconociendo la justicia del proceso iniciado en Mayo se opuso a los ideólogos que buscaban romper con la Tradición y empezar de cero. Explica el Padre Guillermo Furlong que “lejísimo de utopías soporíferas, de iniciaciones arcanas, de proyectos hinchados, no pocas veces evidentes desvaríos (…)”, proponía el fraile una solución muy sencilla ante la anarquía desatada por la Revolución: “lo que hace falta es que los hombres todos aprendan a obedecer, primero a Dios y después a sus párrocos, a sus alguaciles de barrio y a toda humana creatura por amor de Dios”.

     En un sermón pronunciado en 1818 ante el Director Pueyrredón afirmó que lo que conviene a la vida social es “recibir la virtud del santo espíritu”, y que la verdadera libertad “consiste en tratarse (los hombres) como hijos, que son de un mismo Padre”. Se refiere luego a las “almas contemplativas (…) que buscando primero el reino de Dios y su justicia, logran por añadidura los bienes temporales de libertad, honor y fortuna”. De este modo afirmaba el valor y la primacía que siempre ha tenido la vida contemplativa en la Civilización occidental (Furlong, Guillermo. Fray Francisco de Paula Castañeda. Un testigo de la naciente Patria Argentina. 1810-1830. Ediciones Castañeda. Buenos Aires. 1994).         

 

[2] http://criticarevisionista.blogspot.com.ar/2013/01/el-pensamiento-tradicionalista-y.html

   Uno de los principales colaboradores del Restaurador, su primo Tomás Manuel de Anchorena, le dejó en dos carta su visión del proceso revolucionario argentino, del que él había sido principal protagonista. Escribe en una de ellas: “Vuestra Merced sabe que el 25 de mayo de 1810, o  por mejor decir el 24, se estableció por nosotros el primer gobierno patrio a nombre de Fernando VII y que bajo esta denominación reconociendo como nuestro rey al que lo era de España nos poníamos sin embargo en  independencia de esta nación (...); para preservarnos de que los españoles, apurados por Napoleón, negociasen con él su bienestar a costa nuestra, haciéndonos pavo de la boda. También le exigimos a fin de aprovechar la oportunidad de crear un nuevo título para don Fernando VII y sus legítimos sucesores con que poder obtener nuestra emancipación de la España y que considerásenos una nación distinta de ésta, aunque gobernada por un mismo rey, no se sacrificasen nuestros intereses a beneficio de la península española; pues a todo esto nos daba derecho no sólo el habernos defendido de los ingleses sin auxilio alguno de la España, manteniéndonos siempre fieles y leales al soberano que lo era de la España, sino también el nuevo sacrificio y esfuerzo de lealtad que entendíamos hacer erigiendo un gobierno a nombre del rey cautivo que conservase bajo su obediencia estas provincias durante su cautiverio (...) De este modo era como yo oía discurrir entonces a los patriotas de primera figura en nuestro país; y todos los papeles oficiales no respiraban sino entusiasmo por la obediencia y subordinación a Fernando VII (...)” (Irazusta, Julio. Tomás M. de Anchorena. Huemul. Buenos Aires, pp. 20-21.)

[3] Caponnetto, Antonio, Notas sobre Juan Manuel de Rosas. Katejon. Buenos Aires. 2013, p. 77.

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