Mientras Juan Manuel nacía en el seno de un hogar y una sociedad tan arraigados a los nobles valores de la Tradición hispana y cristiana, Europa era sacudida por los inicios de la Revolución Francesa, enemiga declarada del mundo antiguo. Carlos Ibarguren se refiere a esta situación en el primer capítulo de su obra, poniendo de manifiesto el contraste entre el biografiado y su mundo cultural, y la irrupción devastadora que se iniciaba, a la cual iba a combatir en nuestra Patria durante gran parte de su vida pública[1]:
“En los momentos en que doña Agustina daba a
luz a Juan Manuel, el sosiego de Buenos Aires era conmovido por noticias
trágicas de orden político, que horrorizaban al vecindario de la ‘muy leal y
heroica’ cabeza del virreinato del Río de la Plata.
Don
Joseph de Gainza había recibido...unos papeles con las novedades de
Francia...Las enviaba desde Roma, con una carta dirigida a don Ambrosio Funes,
de Córdoba, el padre Gaspar Juárez, jesuita santiagueño, desterrado de las
posesiones españolas, como todos los de su compañía, por orden de Carlos III.
El padre Juárez escribía periódicamente a los Funes...informándoles de todo lo
notable que acontecía en Europa, y remitía a Gainza en papeleta separada
aquellas noticias...para que fueran propaladas en Buenos Aires.
‘Con la presente Revolución de la Francia -escribía el padre Juárez- no
hay actualmente Estado alguno, ni metrópoli europea donde no se vea confusión,
temor, y aun consternación...Quitado el más verdadero y más sólido fundamento,
y cuasi único apoyo de la Religión Católica. ¿Qué ciencia, ni qué buen gobierno
podrá subsistir? Verá Ud. el estado fatal en que nos hallamos aun en
Roma...Hállase esta capital en la mayor consternación por saber que una de las
principales miras de aquellos revolucionarios, y rebeldes a Dios y a toda
Suprema potestad es...meterlo todo a fuego y sangre. Pretenden no sólo
saquearla sino también destruir este centro de la Religión, abolir la Potestad
del Vicario de Jesucristo, quitar de todos la obediencia al Padre general de la
Iglesia; y si pudiesen, desquiciar de sus fundamentos esta Piedra sobre la que
fabricó su Iglesia el Hijo de Dios Humanado...En Francia ya no hay religión, ni
sacerdocio, ni catolicismo, ni aun humanidad. Los Religiosos y Monjas todos
fuera de sus conventos...El matrimonio está ya declarado disoluble. Los
principios fundamentales decretados por esta Convención Nacional son: Que toda
la Nación no se compone ya de un Reino, sino de muchas repúblicas; que el
Gobierno debe ser democrático; que no debe haber ninguna religión dominante;
que todo culto a Dios, a la Santísima Virgen, a los santos, será abolido...Por
horas estamos esperando que hayan cortado la cabeza a su Rey y a su Reyna...En
fin, todo es horror...’
En esos momentos, precisamente el 29 de Marzo de 1793[2], Su Majestad el Rey de España firmaba la real orden en que declaraba la guerra a Francia, sus posesiones y habitantes, prohibiendo todo comercio, trato y comunicación con éstos.”[3]
Señaladas las circunstancias en las que
vio la luz nuestro protagonista, analicemos a continuación la educación que
recibió en sus primeros años, y que tanto influjo iba a ejercer en su posterior
conducta contrarrevolucionaria. En efecto, el doctor Antonio Caponnetto nos
indica que “es evidente que Rosas conforma
un pensamiento y un obrar políticos en franca rivalidad contra el pensamiento y
el obrar político que...dio en llamarse Revolución"[4].
Nos explica que su inteligencia se fue alimentando de esta concepción
reaccionaria gracias a “su crianza rural,
distante de las escuelas inficionadas ya de modernismo, y bien nutrida por una
familia de pura ascendencia española, con servicios prestados a la Corona”[5].
Luego, hicieron lo propio “los pedagogos
particulares...; principalmente el Padre Francisco Javier de Argerich y el
laico de ascendencia catalana, José de Santerbaz”[6].
Carlos Ibarguren nos explica cómo era esa educación particular impartida por aquellos maestros: “La enseñanza era dada en tres clases: en la primera se aprendía a leer, nociones de doctrina cristiana y principios de educación; en la segunda a escribir, contar y el compendio del catecismo del padre Fleuri; en la tercera, se estudiaban principios de latinidad, gramática, ortografía, elementos de geografía, historia antigua, romana y de España por el resumen del padre Isla, y el catecismo real”[7].
Es evidente, teniendo en cuenta su acción de gobierno posterior, y las ideas que surgen de sus cartas y de sus escritos, que tuvo además una importante formación en los autores clásicos. “En esos textos rosistas aparecen Cicerón, Aristóteles, Horacio, Virgilio, Salustio y Luciano, Marco Aurelio y Epícteto. Buenas guías para conformarse un criterio a la luz de las fuentes de nuestras tradiciones helénicas y romanas...No faltan referencias a las referencias a las Sagradas Escrituras; especialmente a los Libros Sapienciales e Históricos, ni tampoco la compañía de la literatura española del Siglo de Oro, teniendo el Restaurador una predilección especial por Quevedo...Yendo a las lecturas más específicamente contrarrevolucionarias, por las ávidas inquietudes formativas del Restaurador pasaron las páginas del Padre Agustín Barruel, Memorias para servir a la historia del jacobinismo...El Padre Barruel...sostuvo y probó sin ambages la acción corrosiva de la Masonería y de los Iluminados de Baviera, mancomunados antes y durante el estallido de 1789 en una lucha feroz contra la Iglesia y la Monarquía Católica...Avizoró Rosas igualmente la obra de Edmundo Burke...(y) las reflexiones de Gaspar de Réal de Curban, especialmente su tratado Science de Gouvernement, que...toma inspiración a su vez en la Politique tirée de l’Écriture sainte, de Monseñor Bossuet, publicado en 1709; obra clásica de la concepción católica de la política...”[8]
Como ya fue dicho en un principio no hay que descontar el influjo del ámbito rural en su “forma mentis”. “Juan Manuel, adolescente ya, pasaba temporadas en el ‘Rincón de López’...Allí el joven...comenzó a impregnarse de la pampa...En ‘El Rincón’ todo se vinculaba con los indios...Historias crueles de venganzas y de cautiverios, salvaciones milagrosas recordadas por los paisanos, comentarios de don León sobre la vida y las costumbres de las tribus que conoció bien en su aventura guerrera del Río Negro, familiarizaron a Juan Manuel con los bárbaros pampas. Con frecuencia llegaban indios ‘amigos’ hasta las poblaciones, traían cueros, plumas, quillangos, pieles de tigre, de guanaco y de zorro para trocar por tabaco, yerba, aguardiente y abalorios que don León tenía siempre acopiados para el caso”[9].
Cuando
Juan Manuel estaba por entrar en la adolescencia, Buenos Aires se vio invadida
por los ingleses, hecho producido en el contexto de las guerras napoleónicas.
Esta situación le permitirá a nuestro pequeño protagonista hacer sus primeras armas
en defensa de la Patria en medio de una gesta vivida con el espíritu de Cruzada
propio de la Hispanidad[10].
Cuando Liniers desembarca en Las Conchas procedente de Montevideo, donde había ido a buscar auxilios del Gobernador Pascual Ruiz Huidobro, la sudestada propia del invierno rioplatense lo obligó a acampar en San Isidro. Allí acudieron a incorporarse centenares de voluntarios. “Entre los muchachos más chicos que se presentaron a Liniers y se alistaron en su ejército, iba, con varios de sus camaradas, el niño de trece años Juan Manuel Ortiz de Rosas. Liniers[11], que era muy amigo de don León y de doña Agustina, le destinó a servir un cañón, con la misión de conducir cartuchos”[12].
En 1807 se hacían presentes nuevamente los ingleses en Buenos Aires. “Tan pronto comenzaron los trabajos de organización de varios cuerpos para enfrentar una segunda y esperada tentativa, corrió a enrolarse como soldado voluntario en el 4° Escuadrón del Regimiento de Caballería Migueletes a las órdenes del Capitán Alejo Castex, batiéndose bizarramente en las cruentas acciones de los días 5 y 6 de julio de 1807, siendo su comportamiento premiado con el grado de Alférez sobre el propio campo de la victoria, mientras el Héroe de la Reconquista, don Santiago de Liniers y Bremont..., don Martín de Álzaga, Alcalde de primer voto y don Pedro Miguens ratificaban en cartas a don León, el arrojo de Juan Manuel y su merecida promoción. El joven oficial tenía catorce años”[13]. “Juan Manuel, que entraba en la pubertad y que acababa de recibir, manejando un cañón, el bautismo de fuego y de sangre..., sentó plaza de soldado en el cuarto escuadrón de caballería, llamado de los ‘Migueletes’...Vistióse ufano, con el uniforme punzó de ese cuerpo -color que sería siempre de sus predilecciones-, y combatió con denuedo en la segunda invasión de los británicos”[14].
Antonio Caponnetto dedicó unos versos
a exaltar estos primeros rasgos heroicos del futuro Restaurador:
“Aquella patria antigua de ibérica prestancia
con su roldana de agua o su barril de mosto,
con el fuego en las calles, aquel doce de
agosto,
probó que conservaba su evangélica infancia.
Era la patria henchida de imperial gravidez,
los hijos bien nacidos de la flecha y el
yugo,
el fruto de Castilla, su lagar, su mendrugo,
retoños de heroísmo florecido en niñez.
Pequeños se veían prestando algún servicio,
tal vez como artilleros, con los bravos
Miñones,
acarreando en sus ponchos las balas de los
cañones,
dispuestos como adultos al final sacrificio.
Cartuchos de fusiles o piezas de metralla,
tinajas para el agua, para la sangre vendas.
Todo lo tributaron en alegres ofrendas,
sus voces y sus risas fueron casco y muralla.
En las tropas menudas como espuelas de fletes
se destaca un chiquillo de acciones
valerosas.
Lo llaman por su nombre, es Juan Manuel de
Rosas,
carga un viejo mortero para los Migueletes.
En el hogar paterno vio las primeras lanzas,
tercerolas y sables le suenan familiares,
hay épicas memorias que recorren sus lares
de antepasadas huellas o bravías andanzas.
Ahora pesa este hierro para sus trece años,
esta
boca de fuego, maciza portañola.
Ahora estrena su raza criolla y española
que no admite invasores ni extranjeros
engaños.
Tiene porte de mando, siendo apenas muchacho,
en su mirada rubia hay azules añejos,
oye como repiques que le llegan de lejos,
de San Miguel del Monte, Tonelero o
Quebracho.
Liniers cantó el elogio de su conducta recia,
diciéndole a sus padres, con fundado
prestigio:
su bravura fue digna de la causa en litigio:
(Nadie dirá lo mismo sobre Ernesto Celesía)
Cuentan que usó ese día chaleco colorado,
que inauguró divisa: soberanía o muerte.
Una cosa es segura, les advirtió su suerte.
[1] En este trabajo queremos resaltar a la figura de Rosas desde una mirada tradicionalista, tomando como referencia los escritos de los pensadores que responden a dicha filosofía política. Justamente el conde de Maistre, uno de los principales iniciadores de esta postura, ante el estallido de la Revolución Francesa, defiende a los jesuitas y a la acción evangelizadora que ellos realizaron en nuestra América, contra los ilustrados:
“Nunca las naciones han sido civilizadas
sino por la religión...
¿Han imaginado alguna vez cualquier
filósofo abandonar su patria y sus placeres para marcharse a los bosques de
América...?
Son ellos, sin embargo, son los misioneros
quienes han obrado es maravilla por encima de las fuerzas y aun de la voluntad
humana. Sólo ellos recorrieron de un extremo al otro el vasto continente de
América para crear allí hombres. Sólo ellos ha realizado lo que la política no
había osado imaginar siquiera. Pero nada iguala en este terreno a las misiones
del Paraguay: allí es donde se ha visto de manera más patente la autoridad y el
poder exclusivo de la religión para civilizar a los hombres...
Ahora bien, cuando uno piensa que esa Orden legisladora, que reinaba en el Paraguay por el solo ascendiente de sus virtudes y talentos, sin desviarse en ningún momento de la sumisión más humilde respecto a la autoridad legítima, aun la más descaminada; que esa Orden, digo, venía al mismo tiempo a enfrentar en nuestras cárceles, en nuestros hospitales, en nuestros lazaretos, la miseria, la enfermedad y la desesperación en sus aspectos más horribles y más repugnantes; que los mismos hombres que corrían en cuanto eran llamados, a acostarse en un jergón junto a la indigencia, no parecían extraños en los ambientes más refinados; que iban a los cadalsos para decir las últimas palabras a las víctimas de la justicia humana, y que de esos escenarios de horror se lanzaban a los púlpitos para tronar desde ellos ante los reyes; que manejaban el pincel en China, el telescopio en nuestros laboratorios, la lira de Orfeo en medio de los salvajes, y que habían educado a todo el siglo de Luis XIV...” (Joseph de Maistre. Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas y de las demás instituciones humanas).
[2] Un día antes del nacimiento del Restaurador.
[3] Ibarguren, C. Juan Manuel de Rosas. Su vida, su drama, su tiempo. Ediciones Theoría. Buenos Aires. 1992, 13-15.
[4] Caponnetto, Antonio. Notas sobre Juan Manuel de Rosas. Katejon. Buenos Aires. 2013, p. 38.
[5] Ibídem, 39.
[6] Ibídem, 39.
[7] Ibarguren, C. Juan Manuel de
Rosas..., p. 17.
[8] Caponnetto, A. Notas sobre..., pp. 40-42.
[9] Ibarguren, C. Juan Manuel de Rosas..., p. 19.
[10] El padre Cayetano Bruno nos cuenta el espíritu que animó a don
Santiago de Liniers cuando se decide por la Reconquista: “(...) el 1° de julio, Liniers toma una decisión
irrevocable. Irá a Montevideo a concertar con el gobernador de aquella plaza,
general Ruiz Huidobro, la reconquista de Buenos Aires. Y esta decisión la toma
en la iglesia de Santo Domingo, mientras asiste a Misa, a los pies de Nuestra
Señora del Rosario, a quien hace voto solemne de entregarle los trofeos de la
victoria que ha de lograr (...) Las circunstancias del voto de Liniers se
hallan consignadas, con fecha 25 de agosto de 1806, en el Libro de Actas de la
Cofradía del Santísimo Rosario que tiene
asiento en la iglesia de Santo Domingo.
Había decaído el culto religioso en el histórico templo por la prohibición de exponer el Santísimo durante las funciones de la Cofradía y efectuar por las calles la procesión acostumbrada (...) Los soldados protestantes habían provocado disturbios y grescas enfadosas que era bien prevenir.”(Bruno, Cayetano. La Virgen Generala. Ediciones Didascalia. Rosario. 1994, pp. 140-141).
El espíritu de Cristiandad que animaba a la Buenos Aires colonial, y que tan fuertemente se hizo sentir en aquellas horas, es perfectamente descripto en los siguientes párrafos:
“No es necesario ir al templo para tener
contacto con la vida religiosa colectiva: se la encuentra en cada esquina, en
cada plaza, en cada casa, en todo edificio público (...) esa convivencias de
espacios religiosos superpuestos, el boato barroco con que se celebran las
fiestas mayores, a fines de la época colonial despierta entusiasmos pero
también censuras. La Ilustración propone en este terreno la eliminación de las
ostentaciones barrocas y la simplificación de la vida devocional. Promueve la
sustitución de ese estilo estridente que ama las procesiones coloridas, las
danzas en los templos, las predicaciones teatralizadas y otras espectaculares
exteriorizaciones (...) la monarquía española mira con bastante simpatía esa
crítica ilustrada, entre otras cosas porque es funcional a sus tendencias
centralizadoras absolutistas: la multitud de instituciones y corporaciones que
obstaculizan la centralización del poder político y religioso. ” (Di Stéfano,
R. La invasión hereje, en Todo es Historia N°468)
Era tan evidente el espíritu de Cruzada que se respiraba en aquellos días, que algunos soldados católicos que venían en las filas inglesas se pasaron a las fuerzas porteñas. He aquí el ejemplo de Miguel Skennon:
“Instruido
Beresford por sus espías de los progresos que hacía la reunión de Perdriel (grupo que
conspiraba contra el poder inglés establecido en Buenos Aires), organizó una columna de 500 hombres del 71
de escoceses (...)
A su
vista, los de Perdriel enarbolaban la divisa blanca y encarnada de los
conjurados de Buenos Aires, y a los gritos de ‘¡Santiago! ¡Cierra España!
¡Mueran los herejes!’ rompieron el fuego de artillería a las siete de la mañana
(...)
Beresford hizo avanzar la infantería, dejando su artillería a
retaguardia. Al llegar a la tapia, encontró los cañones de los de Perdriel
desamparados, manteniéndose firme al pie de uno de ellos un solo hombre. Era
éste un cabo irlandés, desertor de las tropas inglesas, llamado Miguel Skennon,
que combatía por su fe católica y contra los herejes ingleses ¡al lado de los
argentinos! (...)
El general inglés (...) llevando por trofeos de su victoria dos cañones pequeños (...) y siete prisioneros, entre ellos el desertor Skennon (...) Skennon fue fusilado, previo consejo de guerra, el 9 de agosto, administrándole la Eucaristía el obispo de Buenos Aires, mientras las tropas vencedoras presentaban las armas y batían marcha en honor del prelado de la Iglesia Católica”. (El hecho es narrado por Mitre en su Historia de Belgrano y de la Independencia argentina).
[11] Rosas
siempre sintió una gran admiración por Santiago de Liniers: “Sesenta y cinco años después...Rosas, viejo y desterrado, se
vanagloriaba al recordarlo...el anciano anotaba en sus apuntes: ‘¡Liniers!
ilustre, noble, virtuoso, a quien yo tanto he querido y he de querer por toda
la eternidad sin olvidarlo jamás’...” (Ibarguren, C.., pp. 22-23). Un
caballero como Rosas sabía, obviamente apreciar a otro caballero. En efecto,
Santiago de Liniers y Bremond fue todo un hombre del Antiguo Régimen. Así lo definió Ezequiel Ortega en su obra: Santiago de Liniers. Un hombre del Antiguo
Régimen. Don Santiago no fue un hombre preocupado por proclamar derechos y reclamar libertades e igualdades.
Por el contrario, su educación se fundó en el Honor, el cumplimiento del Deber,
el Servicio y la Fidelidad a Dios, al Rey y a su Patria
adoptiva.
Perteneciente a la nobleza de
provincia francesa, recibió una educación caballeresca. Ingresado en la Orden
de Malta en 1765, terminó dedicado a la náutica. Pasó al Servicio de Su
Majestad Católica, el Rey de España, ya que en ese momento las Casas reales de
Francia y de España se hallaban unidas por los llamados “Pactos de Familia”.
Mantuvo su fidelidad al Rey al que
eligió servir hasta el final de su vida.
Este servicio lo llevó a embarcarse en 1776 en la flota de don Pedro de
Cevallos, primer Virrey del Río de la Plata. Vuelto a España, se estableció
definitivamente en el Río de la Plata en el año 1789, convirtiéndose estos
Reinos en su Patria definitiva. Aquí fue donde prestó sus más destacados servicios.
Habiendo enviudado se ligó a una familia tradicional de Buenos Aires a través del Matrimonio con María Martina de Sarratea, de quien también enviudaría poco después. Fue padre de una prole numerosa. Gobernador de las antiguas Misiones entre 1803 y 1804, como Capitán de Navío aprendió a conocer los secretos del Río de la Plata. En 1806 el Virrey Sobremonte lo destinó al puerto de la Ensenada de Barragán, para fortificar la zona ante un eventual ataque. Éste se produjo a los pocos días. Los ingleses desembarcaron por Quilmes, y a los pocos días el pabellón británico flameaba en el fuerte de Buenos Aires. Este hecho le brindó la ocasión para demostrar su lealtad y su fidelidad.
[12] Ibarguren, C. Juan Manuel de Rosas..., p. 22.
[13] Rivanera Carlés, R. Rosas. Ensayo biográfico..., p. 31.
[14] Ibarguren, p. 23.
[15] Caponnetto, Antonio. Poemas para la Reconquista. Editorial Santiago Apóstol. Buenos Aires. 2006, pp. 29-30.
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