El SALVADOR de la humanidad, Nuestro Señor Jesucristo, llevó a la máxima
perfección la unión de las Naturalezas humana y Divina. El Misterio de la
Encarnación del Verbo ha sido el hecho que más debate intelectual ha generado
en los primeros siete siglos del Cristianismo. La historia de los Concilios así lo
demuestra. Y no es casual que estos primeros Concilios se hayan cerrado con la
controversia en torno a la licitud de representar a Nuestro Señor y a sus santos a
través de los iconos. Frente a los iconoclastas, enemigos de los iconos, el II
Concilio de Nicea salvó la Ortodoxia, y aseguró para el futuro la riqueza de la
belleza sacra que contemplamos cuando nos posicionamos ante a una imagen
sagrada, la cual nos abre una ventana al Mundo Sobrenatural. Nos dice al
respecto el Padre Alfredo Sáenz: “El triunfo de la Ortodoxia celebra la síntesis
dogmática que el Séptimo Concilio Ecuménico realizara de los seis primeros
concilios, concretada en el culto de las imágenes. Porque, como se ha podido
observar, esta querella no es reductible al ámbito meramente pastoral, como si
hubiera versado sobre la conveniencia o disconveniencia de venerar las
imágenes. Fue por sobre todo una cuestión teológica” (Sáez, Alfredo. El Icono, esplendor de lo sagrado. Gladius, Buenos Aires, 1991, p. 40).
La unión de lo humano y lo Divino que se da en Cristo se continúa en la Iglesia.
A partir de elementos tomados del cosmos material los Sacramentos nos permiten
acceder al mundo de Dios. La Gracia que nos comunican los Sacramentos nos
inicia en las Virtudes Teologales: Fe, Esperanza y Caridad. El arte sacro, a través
de la belleza y del simbolismo, también nos ayuda a elevar el alma a lo Divino,
como pone de manifiesto la obra del Padre Sáenz arriba citada. Es más, arte y
liturgia deben ir de la mano. La liturgia bellamente celebrada no sólo incoa en
nuestra alma el organismo sobrenatural, que es lo primero; sino que también nos
eleva a la presencia de lo Sacrum, expresado a través de lo Magnum y lo
Pullcrum. La materia empleada en la acción litúrgica –imágenes, música, gestos, olores- eleva la mente y el corazón a Dios. Lo que entra al interior del hombre a
través de los sentidos lleva a una profundización en la Verdad celebrada, a una
asimilación del Bien propuesto, y a un gozo en la Belleza increada reflejada en la
acción solemne que se celebra.
La Iglesia, cuya Sede Primada reside no casualmente en Roma, no sólo
comunica la Vida Trinitaria que Cristo nos ganó con su Sacrificio Pascual, sino que
promueve la “promoción” integral del ser humano. La sustancia humana, que
recibe la Gracia, debe tener condiciones aptas. La Gracia no niega, sino que
supone la Naturaleza, y la eleva. El Organismo Sobrenatural perfecciona al
Organismo natural, el que a su vez debe estar orientado hacia la Verdad y el Bien
para poder acceder a la Vida Divina. Justamente, la Iglesia es la gran heredera de
la cultura humanista clásica. La rica herencia de Grecia y de Roma ha sido
asimilada y transfigurada por la Esposa de Cristo. La filosofía griega permitió a los
sabios cristianos reflexionar acerca de lo que es el hombre, el mundo y Dios; y de
este modo se logró una gran profundización en el Depósito de la Revelación. Al
mismo tiempo, la sabiduría práctica y jurídica del mundo romano permitió a la
Iglesia contar con una estructura organizativa que le sirviera de base para su
institucionalización.
Retomando, la rica herencia grecorromana le dio a la Iglesia herramientas
conceptuales para dar una definición acerca de lo que es el hombre. Con ese
fundamento teórico, los Padres de la Iglesia –siguiendo a los sabios helenos, pero
anclados también en la Escritura-, pudieron explicar cuáles eran las virtudes
fundamentales sobre las que se debe desarrollar la vida humana: Prudencia,
Justicia, Fortaleza y Templanza. Los maestros espirituales de los primeros siglos
reflexionaron también sobre los vicios capitales que degradan al ser humano3. La
vida virtuosa, enseñada por los maestros antiguos y propuesta por la Iglesia,
supone un conocimiento intelectual del Bien que se debe alcanzar. Obrar bien es
obrar conforme a la Verdad. En el caso del hombre, de acuerdo con lo que él es.
O sea que la vida buena se apoya en la vocación metafísica del hombre.
No es un tema menor, a pesar de todo lo que nos plantea el pensamiento moderno y
posmoderno, saber lo que cada cosa es.
La cultura clásica elevada al Orden Sobrenatural dio como fruto la conformación
de la civilización cristiana medieval, o lo que es lo mismo: la Cristiandad. En su
obra “Hacia la Cristiandad”, el Padre Julio Meinvielle se refiere a tres de las naciones del Occidente Cristiano, y a la vocación recibida por cada una de ellas en
el seno de la Cristiandad. En Italia, Roma representa la Fe, y está fundamentada
sobre el apóstol San Pedro. En el extremo occidental de Europa, España, bajo el
patrocinio del apóstol Santiago, llevó adelante las batallas de Dios, fundada en la
virtud de la Esperanza. Francia, la “hija primogénita de la Iglesia”, representa la
caridad, virtud en la que brilló el apóstol San Juan. De este modo, el Padre Julio
relaciona, pues, a cada una de estas naciones con uno de los tres apóstoles más
íntimos del Señor, y con una virtud teologal6
: “Y así como tres son las virtudes
teologales, Fe, Esperanza y Caridad, sin las cuales no es posible concebir el
cristianismo y con sólo las cuales el cristianismo es una hermosa realidad y así
como Pedro, Santiago y Juan, símbolos de estas tres virtudes, se formó alrededor
de Cristo el núcleo esencial del apostolado cristiano; del mismo modo, con Roma,
España y Francia, queda en substancia constituida la Cristiandad”.
Siguiendo la metodología propuesta por el Padre Meinvielle se podría reflexionar acerca de la vocación de
cada una de las grandes naciones cristianas: Austria, la gran heredera del Sacro Imperio; Alemania, espada
de Cristiandad protegiendo el centro de Europa; la Santa Rusia, como la prolongación del Imperio de Oriente
para llevar a esas regiones la Luz de la Fe….
Comentarios
Publicar un comentario