"Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor de sí hasta el desprecio de Dios; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí"
En la cita que sirve de epígrafe a la presente introducción San Agustín nos dala clave de su interpretación teológica de la historia. Para el doctor de Hipona el devenir humano es un conflicto permanente entre los hombres y los ángeles que reconocen el Señorío del Creador, y aquellos que fundan su existencia sobre el egoísmo. Desde el pecado original vemos que en la historia la construcción la Ciudad del mundo aparenta predominar sobre la Ciudad de Dios, sin embargo, hubo un momento en el que -más allá de todas las miserias humanas- se procuró edificar el orden social a partir de la Revelación que Dios hizo de sí mismo en Cristo. Ese tiempo fue la Edad Media. Rubén Calderón Bouchet en su obra Apogeo de la Ciudad Cristiana nos explica cómo la vida divina incoada en el alma de los fieles cristianos se proyecta sobre la edificación del orden cristiano:
"La vida cristiana admite, según el Doctor Común, tres vías de realización: la vía contemplativa, la activa y una vía mixta o apostólica.
Para distinguir una y otra forma de vida se toma, como punto de referencia, el intelecto en su doble función, especulativa y práctica. Es propio del intelecto especulativo contemplar el orden establecido por Dios. Esta tarea está movida por la voluntad, razón por la cual la vida contemplativa está sostenida por amor a Dios.
Deleitarse en la belleza divina supone una disposición favorable de los apetitos. Para lograrla hace falta la intervención de la inteligencia práctica. De donde, en la enseñanza de Santo Tomás, la praxis está ordenada a la contemplación, tal como las virtudes morales lo están, dispositivamente, a la vida contemplativa.
El ordenamiento sociopolítico del pueblo cristiano está necesariamente sometido a las exigencias de la perfección humana en su estado viador. Pensar de otro modo, es colocar el problema en un contexto extraño al espíritu del cristianismo." (Ediciones Dictio. Buenos Aires. 1978, pp. 32-33)
El Padre Alfredo Sáenz en su obra La Cristiandad y su cosmovisión nos señala algunas de las características principales de aquella civilización:
“1- CENTRALIDAD DE LA FE: La sociedad medieval...constituyó un logrado esfuerzo por integrar todas las clases de la sociedad en la unidad de una sola fe...El lenguaje común de la fe...estaba en el origen de la ciencia, el arte, de la música y de la poesía. Desde el sacramento del matrimonio hasta la consagración del Emperador, la vida social estaba impregnada del espíritu religioso.
2- PREDOMINIO DEL SÍMBOLO: ...Guardini ha dejado escrito: ‘El hombre medieval ve signos por doquier...Las formas se significan a sí mismas, pero por encima de sí indican algo diverso...Por eso toda forma se convierte en símbolo y dirige sus miradas hacia lo que las supera...Estos símbolos se encuentran por todas partes: en el culto y en el arte, en las costumbres populares y en la vida social...’
3- SOCIEDAD ARQUITECTÓNICA: La respublica christiana de la Edad Media era un cuerpo de comunidades que, partiendo de la familia, pasaba por las corporaciones de oficios, defendidas amabas por los caballeros de espada, y culminaba en la monarquía, reflejo de la monarquía divina...la clave que explica esta visión arquitectónica, tan propia del Medioevo, es la creencia de que el mundo es un cosmos, un todo arreglado conforme a un plan...” (Ediciones Gladius. Buenos Aires. 1992, pp. 28-36).
Ahora bien, desde hace dos siglos, el mundo tradicional viene sufriendo una agresión constante por parte de las ideologías nacidas de la Ilustración. Es cierto que podemos remontar el origen de esta agresión a los tiempos del Renacimiento y de la Reforma, cuando se impuso una visión antropocéntrica de la cultura, que llevó a esa interpretación individualista de la religión que fue el Protestantismo, el cual rompió, por tanto, con las formas comunitarias, jerárquicas y litúrgicas de vivir el hecho religioso. Pero a pesar de todo el deterioro que aquellos movimientos trajeron sobre la vida social, todavía se mantuvieron con suficiente vitalidad ciertos principios tradicionales que estructuraban la vida social: la religión como fundamento de la comunidad; el principio de autoridad encarnado en las Monarquías; la familia fundada en el matrimonio sacramental e indisoluble, y célula básica del orden social; el aprecio por la cultura y las bellas artes; el reconocimiento de la preeminencia social que da el conocimiento; el respeto a la propiedad; la estructuración gremial de la actividad laboral...Fueron la Ilustración -maduración de los cambios iniciados en los siglos anteriores-, y su consecuencia directa, la Revolución Francesa, las que dieron comienzo a un mundo totalmente nuevo que progresivamente se fue alejando cada vez más del antiguo:
"Todo un mundo multisecular formado de creencias, respetos, preceptos, lealtades, costumbres, emociones colectivas, se vio sometido a crítica sistemática y devastadora durante casi dos siglos bajo los lemas 'abrámonos a las luces de la razón', 'destruyamos los ídolos', 'desacralicemos el mundo'...
El primitivo buscó cuevas donde guarecerse; el hombre moderno se empleó en demoler las mansiones que durante milenios albergaron a las civilizaciones, sin pensar que en el término del proceso se hallaría la intemperie..." (Rafael Gambra. El lenguaje y los mitos. Ediciones Nueva Hispanidad. 2001, pp.95-96).
El declive que comenzó a sufrir la sociedad a partir del desencadenamiento del proceso revolucionario fue visto claramente por algunas mentes brillantes. Pongamos tres ejemplos ilustres.
En primer lugar, es de destacar la figura de Edmund Burke quien pudo ver con claridad el desastre al que conducía el proceso apenas se inició. Edmund era un hombre formado en la sabiduría de los clásicos . Asentada su inteligencia sobre tan sólidos fundamentos supo anticipar muchas de las cosas que ocurrieron luego: “...vaticinó acertadamente el curso de los acontecimientos que se producirían en Francia, con los que pretendían reconstruir una sociedad basándose en modelos abstractos. La Revolución, tras una carrera que pasaría por etapas de violencia histérica, acabaría con un régimen despótico. Pero para entonces ya se habría destruido lo que de más noble existía en una sociedad tradicional.” (RUSSELL KIRK. Edmund Burke. Redescubriendo a un genio. Ciudadela libros. Madrid. 2007, p. 160).
Otra figura que vivió ya en pleno siglo XIX y pudo ser testigo, por tanto, del proceso revolucionario ya en pleno desarrollo, fue Juan Donoso Cortés. Éste pudo ver claramente los rasgos apocalípticos que cobraban los hechos. Diagnostica: "No hay salvación para la sociedad moderna (…) porque el espíritu católico, único espíritu de vida, no lo vivifica todo: la enseñanza, los gobiernos, las instituciones, las leyes y las costumbres” (Calderón Bouchet, Rubén. Nacionalismo y Revolución. En Francia, Italia y España. Librería Huemul. Buenos Aires. 1983, pp. 131). Y rebate a los liberales: “Vosotros creéis que la civilización y el mundo van, cuando la civilización y el mundo vuelven” (ibídem, 133). El que volvía era él, de sus errores juveniles, cómo lo dice claramente en una carta al Conde de Montalembert: “Mi conversión a los buenos principios se debe en primer lugar a la misericordia divina, y después al estudio profundo de las revoluciones” (ibídem, 127). Donoso, luego de haber sido influenciado por un tiempo por los principios liberales, había vuelto a los principios fundamentales que habían animado a la Hispanidad en sus siglos de gloria.
La última figura a la que nos queríamos referir es la de don Juan Vázquez de Mella, quien frente al falso progreso de la Revolución, redescubrió el valor de la Tradición. Vázquez tenía muy claro que la Tradición supone el resguardo y la transmisión de una Verdad y unos valores originales que hay que transmitir íntegros a las generaciones subsiguientes. Exige, por tanto, un profundo deber de piedad hacia las generaciones anteriores de las que se ha recibido, así como al mismo Dios, de quien procede la Tradición original. Pero, también es un deber, no sólo preservar lo recibido, sino comunicarlo enriquecido a las generaciones posteriores:
“La tradición es el progreso hereditario; y el progreso si no es hereditario, no es progreso social. Una generación, si es heredera de las anteriores, que le transmiten por tradición hereditaria lo que han recibido, puede recogerla y hacer lo que hacen los buenos herederos: aumentarla y perfeccionarla, para comunicarla mejorada a sus sucesores. Puede también malbaratar la herencia o repudiarla...En este caso, lega la miseria o una ruina...La autonomía de hacer tabla rasa sobre todo lo anterior y sujetar las sociedades a una serie de aniquilamientos...es un género de locura que consistiría en afirmar el derecho de la onda sobre el río y el cauce, cuando la tradición es el derecho del río sobre la onda que agita sus aguas.” (JUAN VÁZQUEZ DE MELLA. El Tradicionalismo español. Ideario social y político. Estudio preliminar y notas de Rafael Gambra. Ediciones Dictio. Buenos Aires. 1980, p. 66)
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