Así como María estuvo entrañablemente unida a la Madre Patria desde el Pilar de Zaragoza, y en tantos rincones de la península donde alguna imagen suya se hizo presente, así quiso hacer sentir su presencia maternal a lo largo de todo el continente americano. La primera gran manifestación mariana se produjo a los pocos años de la conquista de México, en el Tepeyac. Desde aquel bendito momento la Virgen se convirtió en la Emperatriz de América.
Muchos incrédulos niegan la autenticidad de los hechos milagrosos, hasta la misma existencia histórica del indio Juan Diego. Sin embargo, el sol no puede ser tapado con la mano. Y las fuentes son precisas, así cómo contundentes los milagros que confirman la acción maternal de María en los inicios de la evangelización del Nuevo Mundo.
Con respecto a las fuentes, contamos con el Nican Mopohua, texto escrito en 1545 en lengua náhuatl por Antonio Valeriano, indio tepaneca, profesor y rector del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco y Gobernador de México durante treinta y cinco años. Otra fuente fundamental es el Nican Motecpana, escrito hacia 1600, también en náhuatl, por Fernando de Alba Ixtlilxóchithl, alumno notable del Colegio de Santa Cruz, que fue Gobernador de Texcoco. Contamos además con el Testamento de Juana Martín, del 11 de marzo de 1559, vecina de Juan Diego. El original se halla en la Catedral de Puebla. Otro texto menor, pero que coincide con los otros es el Inin Huey Tlamahuizoltin, escrito hacia 1580 y atribuido al P. Juan González, intérprete del Obispo Zumárraga.
En la villa de Cuatitlán, próxima a la ciudad de México, nació en el año 1474 el indio Cuauhtlatóhuac. En 1524 se bautizó junto con su mujer Malintzin. Recibieron los nombres de Juan Diego y de María Lucía, respectivamente. María Lucía pronto murió y Juan Diego quedó viudo. En 1531 ocurren los hechos extraordinarios que cambiaron la historia de México, y de América, para siempre. Narra el Nican Mopohua:
“Diez años después de tomada la ciudad de México, se suspendió la guerra y hubo paz en los pueblos, así como empezó a brotar la fe (...)
Era sábado, muy de madrugada, y venía (Juan Diego) en pos del culto divino (...). Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyac, amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos (...)
Se paró Juan Diego a ver (...); y así que cesó repentinamente y se hizo silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: Juanito, Juan Dieguito (...) muy contento, fue subiendo el cerrillo (...). Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora (...). Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza (...). Se inclinó delante de ella y oyó su palabra (...)
Ella le dijo: ‘Juanito, el más pequeño de mis hijos, a dónde vas?’. El respondió: ‘Señora y Niña mía (...) a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor’. Ella (...) le dijo: ‘Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la Siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa (...). Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo (...)’.
Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: ‘Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo’. (...)
(...) sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo (...) don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco (...).
Luego que entró, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. (...) pareció no darle crédito (el obispo). (...)
En el mismo día se volvió (Juan Diego); se vino derecho a la cumbre del cerillo, y acertó con la Señora del cielo (...). Al verla, se postró delante de ella y le dijo: ‘Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía (...). Comprendí perfectamente en la manera como me respondió (el obispo), que piensa que es quizás invención mía (...); por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a algunos de los principales (...) le encargues que lleve tu mensaje (...)’.
Le respondió la Santísima Virgen: ‘Oye, hijo mío el más pequeño (...) es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. (...) te ruego (...) y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo (...)’.
Respondió Juan Diego: ‘Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad (...)’.
Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse de las cosas divinas y estar presente en la cuenta, para ver enseguida al prelado. Casi a las diez, se aprestó, después de que oyó Misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío.
Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verle: otra vez con mucha dificultad le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró (...).
El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas (...), no le dio crédito y dijo (...) que, además, era necesaria alguna señal (...). Viendo el obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada, le despidió.
Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. (...)
(...) le perdieron (...) (y) se fastidiaron (...). Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera. (...)
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: ‘Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido (...).
Al día siguiente, lunes (11 de diciembre), cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. (...) Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle (...).
El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyac (...) dijo: ‘Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga para que lleve la señal al prelado, según me previno (...)’.
Luego dio vuelta al cerro (...) y pasó al otro lado (...), para llegar pronto a México (...). Pensó que (...) no podía verle la que está mirando bien a todas partes. (...) (María) salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: ‘¿Qué hay hijo mío, el más pequeño? ¿a dónde vas?’ Se apenó él un poco, o tuvo vergüenza, o se asustó. Se inclinó (...) diciendo: ‘Niña mía, la más pequeña de mis hijas (...) sabe, Niña mía que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar a uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor (...), volveré otra vez aquí para ir a llevar tu mensaje (...)’.
Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: ‘Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta (...) ¿No estoy aquí que soy tu Madre? (...) No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó.’ (...)
(...) La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes le veía. Le dijo: Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo; allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.
(...) cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo (...); estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche (...).
La cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas flores (...).
Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio echó en el regazo, diciéndole: ‘Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. (...) Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. (...)
Al llegar al palacio del obispo salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían (...). Largo rato estuvo esperando (...), cabizbajo, sin hacer nada por si acaso era llamado; (...) se acercaron a él, para ver lo que traía y satisfacerse. Viendo Juan Diego que no les podía ocultar (...), descubrió un poco, que eran flores (...), se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran frescas, y tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero (...) cuando iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.
Fueron luego a decir al señor obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indio (...). En seguida mandó que entrase a verle. Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje.
Dijo: ‘Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a la Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para creerme (...); y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba (...). Condescendió a tu recado (...); me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Después que fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo (...). Helas aquí: recíbelas’.
Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra Guadalupe. Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban, se arrodillaron: mucho la admiraron; se levantaron a verla; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento. El señor obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato.
Cuando se puso en pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. Luego la llevó a su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo, que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: ‘¡Ea!, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erijan su templo’. Inmediatamente se convidó a todos a hacerlo.
No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia para irse (...) a ver a su tío Juan Bernardino (...). Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía (...) Manifestó su tío ser cierto que entonces sanó y que la vio (a la Señora) del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por ella que le había enviado a México a ver al obispo.
También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había ella sanado (...).
Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguar delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina en el Tepeyac, donde la vio Juan Diego.
El señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo. La sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen.”
Otra fuente importante es el Nican Motecpana, texto náhuatl, escrito por Fernando de Alba Ixtlilxóchitl -bisnieto del último emperador chichimeca, alumno notable del Colegio de Santa Cruz, gobernador de Texcoco, y heredero de los papeles y documentos de Valeriano- hacia el 1600. De él extraemos los siguientes relatos:
“Según se dice (después de las apariciones), este pobre indio (Juan Diego) se quedó desde entonces en la bendita casa de la santa Señora del Cielo, y se daba a barrer el templo, su patio y su entrada...
Estando ya en su santa casa la purísima y celestial Señora de Guadalupe, son incontables los milagros que ha hecho, para beneficiar a estos naturales y a los españoles y, en suma, a todas las gentes que la han invocado y seguido. A Juan Diego (...) le afligía mucho que estuvieran tan distantes su casa y su pueblo, para servirle diariamente y hacer el barrido; por lo cual suplicó al señor obispo, poder estar en cualquiera parte que fuera, junto a las paredes del templo y servirle. Accedió a su petición y le dio una casita junto al templo de la Señora del Cielo; porque le quería mucho el señor obispo.
(...) partió, dejando su casa y su tierra a su tío Juan Bernardino. A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba; comulgaba; ayunaba; hacía penitencia (...).
Era viudo (...)
Viendo su tío Juan Bernardino que aquél servía muy bien a Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar ambos juntos; pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron; porque así lo había dispuesto la Señora del Cielo (...)
Después de diez y seis años de servir allí Juan Diego a la Señora del Cielo, murió, en el año mil quinientos cuarenta y ocho, a la sazón que murió el señor Obispo.”
La presencia de maternal María de Guadalupe se hizo sentir en toda la América Española. El Tepeyac se convirtió, desde entonces, en el trono desde el cual María ejerció su Imperio sobre todo el continente. La nación mexicana siempre se volvió hacia Ella, sobre todo en las situaciones más críticas. Durante primeras décadas el siglo XX la guadalupana sostuvo a los cristianos que bajo la bandera de la Fe y de la Patria resistieron a la terrible persecución desatada por la masonería. Enrique Díaz Araujo sostiene que hay regiones del planeta tocadas por el “dedo” de Dios. El oeste mexicano, que dio tan bravos combatientes -cobijados bajo el ayate de la guadalupana- es una de dichas zonas privilegiadas.
“Esa lucha sin cuartel por el poder político y económico es la consecuencia lógica de un mundo impío, que carece de piedad, es decir, de fidelidad para con las religaciones trascendentales del hombre. ‘Si no hay Dios, todo está permitido’, dijo coherentemente, Iván Karamazov. Como después de Dios, junto a los padres y cual principio del ser está la Patria, bien podría parafrasearse a Dostoievski diciendo que si no hay Patria, todo está permitido. (...) La Revolución destructiva (...) con su mundialismo ha aventado los restos de piedad en la vida de los hombres.
Sin embargo, en ciertas partes de nuestro planeta, en muy determinadas regiones de la tierra, la resistencia a la aplanadora masificante de la Ideología modernista ha sido más obstinada. Más aun: existen zonas selectas -la Vendée francesa de la contrarrevolución de los chuanes, la Navarra española del tradicionalismo carlista, el Don apacible del voluntariado ruso blanco- donde la resistencia ha alcanzado caracteres épicos, dignos de la tragedia homérica. (...) Y entre esos hitos notables, hallará su lugar peraltado, el ‘Occidente’ mejicano, la tierra jalisciense, del núcleo tapatío que se irradia desde Guadalajara por Jalisco, Michoacán, Zacatecas y Colima. Estamos, pues, ya hablando de la gesta cristera.”
En efecto, estos hechos de la historia reciente de México nos muestran que existe un México verdadero, profundo, hispánico y mestizo, que tiene como padre, aquí en este mundo, a Hernán Cortés; pero que sobre todo tiene como Madre en el Cielo a la morenita de Guadalupe. Este México, prolongación directa de la España imperial de Isabel, Carlos y Felipe, suscitó el odio de los enemigos de la Cristiandad por lo que -así como su Madre Patria España, lo mismo que la Santa Rusia a partir de 1917-, recibió los golpes furiosos de la Revolución durante las primeras décadas del siglo XX. La Revolución pretendió crear un México distinto, desfigurado, un “anti” México, hijo de la Masonería y de la misma Revolución. Esos “dos Méxicos” -el auténtico y profundo, y el ficticio-, se enfrentaron violentísimamente durante las primeras décadas del siglo XX. Nos explica el Padre Alfredo Sáenz la raíz profunda de esta división:
“España, de la que tanto México como nosotros nos separamos, no era, por cierto, bien lo sabemos, la España de los Austrias, que fue la que nos engendró, sino la de los Borbones, tan influidos por la mentalidad iluminista. (...)
(...) La Revolución independentista tuvo dos grandes filones. El primero buscó dejar bien en claro que la independencia no lo era respecto del catolicismo ni de la gloriosa nación que nos engendró, sino sólo de la perversa política de sus representantes concretos. Dicha corriente la veremos encarnada en Agustín de Iturbide. La otra, en cambio, que proyectó un país enteramente nuevo, sin fe y sin tradición, encontraría su portaestandarte en Benito Juárez.” Y, ya en el siglo XX, en los gobiernos revolucionarios que quisieron extirpar la fe de la noble nación mexicana. Su representante más siniestro, el presidente Plutarco Elías Calles. Pero frente a tanta maldad se alzaron los soldados de Cristo Rey y de María de Guadalupe. Cuando se llegó a los cuestionados arreglos de 1929 pareció que su lucha había sido infructuosa. Sin embargo su ejemplo serviría de faro para tantos valientes guerreros que a lo largo del siglo XX se enrolarían en las filas de Cristo Rey. Sobre todo se destacó el amor entrañable a la Reina del Cielo que mostraron los bravos mexicanos. Para cerrar transcribamos las palabras con las que uno de ellos se retiraba de la contienda luego de los acuerdos:
“La Guardia Nacional desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquéllos que debían recibir, los primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegaciones.
¡Ave, Cristo, los que por ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a una muerte ingloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores, te saludamos, y, una vez más, te aclamamos Rey de nuestra patria!
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe! México, Agosto de 1929.
Dios, Patria y Libertad.
Jesús Degollado Guízar, Soldado de Cristo Rey.”
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