BREVE INTRODUCCIÓNA AL "ENSAYO SOBRE EL CATOLICISMO, EL LIBERALISMO Y EL SOCIALISMO", DE JUAN DONOSO CORTÉS

 "El Ensayo está dividido en tres libros. En el primero trata de las relaciones de la teología y la política, de la sociedad y el catolicismo y del triunfo de la Iglesia Católica sobre la sociedad. El libro segundo comienza con una referencia a la libertad humana y sus consecuencias; trata del principio del bien y del mal, de la armonización de la Providencia Divina y del libre albedrío, y de las soluciones que para estos problemas han encontrado, falsamente, las escuelas liberal y socialista. El tercer libro está dedicado a analizar la solidaridad humana la transmisión de la culpa, la acción purificante del dolor; los errores liberales y socialistas a este respecto, y del máximo sacrificio, el de la encarnación del Hijo de Dios y la redención del género humano. Al frente de la edición colocó Donoso esta advertencia, que no impidió las más duras críticas: «Esta obra ha sido examinada en su parte dogmática por uno de los teólogos de más renombre de París, que pertenece a la gloriosa escuela de los Benedictinos de Solesmes. El autor se ha conformado en la redacción definitiva de su obra con todas sus observaciones.» 


La iniciación del Ensayo es harto conocida por haber sido reproducida más de una vez por muchos que no conocen del importante estudio sino esta frase: «M. Proudhon ha escrito en su Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: «Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología.» Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas.» Hace ver luego cómo todas las sociedades de todos los tiempos han tenido un sentido religioso, que ha sido reconocido por Rousseau y Voltaire. Pero las sociedades que han abandonado el culto de Dios por la idolatría del ingenio son pasto de las revoluciones, porque en pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos. Analiza genialmente esta idea, relacionándola con la política, y dice: «En los pueblos orientales como en las Repúblicas griegas y en el Imperio romano como en las Repúblicas griegas y en los pueblos orientales, los sistemas teológicos sirven para explicar los sistemas políticos: la teología es la luz de la Historia. La teología católica dio vida, pues, a un nuevo orden político. «Por el Catolicismo entró el orden en el hombre, y por el hombre, en las sociedades humanas.» «El orden pasó del mundo religioso al mundo moral, y del mundo moral al orden político. El Dios Católico, Criador y sustentador de todas las cosas, las sujetó al gobierno de su providencia, y las gobernó por sus vicarios.» «El Catolicismo, divinizando la autoridad, santificó la obediencia; y santificando la una y divinizando la otra, condenó el orgullo en sus manifestaciones más tremendas, en el espíritu de dominación y en el espíritu de rebeldía. Dos cosas son de todo punto imposibles en una sociedad verdaderamente católica: el despotismo y las revoluciones.» Dios dejó a la sociedad para que le indicara el verdadero camino y le enseñara la solución de sus problemas a la Iglesia, su mística ciudad. 


La potestad humana está por debajo de la religiosa en este señalamiento del camino y diferenciación del bien y del mal, y de esa impotencia de la autoridad seglar para designar los errores ha nacido el principio de libertad de discusión, principio general de las constituciones modernas, que se funda en el hecho cierto de que no son infalibles los Gobiernos, y en el falso de la infalibilidad de la discusión. Es falsa esa infalibilidad, porque no puede nacer de la discusión si no está antes en los que discuten y en los que gobiernan, y no puede estar en ellos sino a condición de que la naturaleza humana no sea errónea. Por otra parte, si la naturaleza humana es infalible, la verdad está en todos los hombres independientemente de que estén reunidos o no, y si la verdad está en todos los hombres, aislados o juntos, todas sus afirmaciones serán idénticas, y si son idénticas, la discusión es absurda. En el caso de que se afirme que la razón humana está enferma y es falible, no puede estar nunca cierto de la verdad por esa misma falibilidad, y esta incertidumbre está en todos los hombres, juntos o aislados, por lo que sus afirmaciones han de ser inciertas, y si son inciertas, la discusión sigue siendo absurda. 


La solución católica a este respecto es la siguiente: «El hombre viene de Dios, y el pecado, del hombre; la ignorancia y el error, como el dolor y la muerte, del pecado; la falibilidad, de la ignorancia; de la falibilidad, lo absurdo de las discusiones.» Pero el hombre fue redimido, por donde salió de la esclavitud del pecado, y de aquí que pueda convertir la ignorancia, el error, el dolor y la muerte en medio de su santificación, con el buen uso de su libertad, ennoblecida y restaurada. «Para este fin instituyó Dios su Iglesia inmortal, impecable e infalible. La Iglesia representa la naturaleza humana sin pecado, tal como salió de las manos de Dios, llena de justicia original y de gracia santificante: por eso es infalible, y por eso no está sujeta a la muerte.» Su existencia en la tierra está puesta como medio de ayuda para el hombre. «Síguese de aquí que sólo la Iglesia tiene el derecho de afirmar y de negar, y que no hay derecho fuera de ella para afirmar lo que ella niega, para negar lo que ella afirma.» De aquí la fecunda intolerancia de la Iglesia que ha salvado al mundo del caos, mientras las sociedades escépticas y discutidoras se han perdido vanamente. «La teoría cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda como Minerva de la cabeza de Júpiter, es contraria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la generación de los cuerpos y de las ideas, en virtud de lo cual los contrarios excluyen perpetuamente a sus contrarios, y los semejantes engendran siempre a sus semejantes. En virtud de esta Ley, la duda sale perpetuamente de la duda, y el escepticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad, la ciencia.» 


Habla más tarde del profundo ejemplo de solidaridad y organización de la sociedad católica, en la que todo hombre pertenece a un grupo social, enlazado jerárquicamente a otros, hasta concluir en el Sumo Pontífice, cabeza visible de la Iglesia. Esta ordenación se hace en virtud del precepto divino del amor. El Hijo de Dios encarnado triunfó sobre el mundo solamente en virtud de medios sobrenaturales; «la razón fue vencida por la fe, y la naturaleza por la gracia». La Iglesia triunfó en el mundo en virtud, también, del medio sobrenatural de la gracia. 


Es de considerar cómo Dios manifiesta su voluntad en el mundo por medios prodigiosos, de los cuales a los diarios llamamos naturaleza, y a los intermitentes, milagrosos. La Providencia «viene a ser una gracia general, en virtud de la cual Dios mantiene en su ser y gobierna según su consejo todo lo que existe; así como la gracia viene a ser a manera de una providencia especial, con la que Dios tiene cuidado del hombre. El dogma de la providencia y de la gracia nos revelan la existencia de un mundo sobrenatural, en donde residen sustancialmente la razón y las causas de todo lo que vemos». La fuerza natural de la gracia se comunica perpetuamente a los fieles por medio de los sacramentos. 


Este primer libro, cuyo análisis hemos acabado, lo llama Donoso «Del catolicismo», y el segundo, «Problemas y soluciones relativos al orden en general.» Enlaza en su comienzo con el final del anterior: «Fuera de la acción de Dios no hay más que la acción del hombre; fuera de la Providencia divina no hay más que la libertad humana. La combinación de esta libertad con aquella Providencia constituye la trama variada y rica de la Historia.» 


Insiste Donoso en unas consideraciones sobre la libertad humana, en virtud de la cual puede resistir el hombre a quien le dio tal libertad, y no sólo resistirle, sino vencerle; pero este vencimiento lleva consigo la muerte del vencedor. En dejarse vencer tiene el hombre su galardón; en vencer, su castigo. El libre albedrío no consiste en la facultad de escoger el bien y el mal, que incitan al hombre por igual. Si fuera así, el hombre sería menos libre, en cuanto fuera más perfecto, pues su libertad de elección quedaría disminuida por una tendencia mayor e irresistible hacia el bien, lo que amenguaría su libertad. Por tanto, entre la libertad de elección por el bien o el mal y la perfección humana –que ha de tender al bien– hay «contradicción patente, incompatibilidad absoluta». De donde se deduce que el hombre libre no puede ser perfecto sino renunciando a su libertad, ni puede conservar su libertad sino renunciando a su perfección. Si la noción que se tiene de la libertad fuera la exacta, Dios no sería libre, porque habría de estar sometido a las solicitaciones del bien y del mal, lo que es absurdo. 


El error está, pues, en suponer que la libertad consiste en la facultad de escoger, cuando reside en la de querer, que supone la facultad de entender. De donde la libertad perfecta consistirá en entender y querer perfectamente, «y como sólo Dios entiende y quiere con toda perfección se sigue de aquí, por una ilación forzosa, que sólo Dios es perfectamente libre». El hombre es libre porque tiene entendimiento y voluntad, pero no es perfectamente libre, porque no está dotado de un entendimiento y voluntad perfectos e infinitos. No entiende cuanto hay que entender, y está sujeto al error... «De donde se sigue que la imperfección de su libertad consiste en la facultad que tiene de seguir el mal y abrazar el error; es decir, que la imperfección de la libertad humana consiste cabalmente en aquella facultad de escoger, en que consiste, según la opinión vulgar, su perfección absoluta». Al ser creado en el Paraíso terrenal el hombre entendía el bien, y porque lo entendía, lo quería, abrazándolo libremente por ese claro juicio que tenía para distinguirlo. Entre su libertad y la de Dios había una diferencia de limitación, pues la del Señor no podía perderse ni padecer menoscabo, y la del hombre, sí. El pecado original nubló su entendimiento y dejó intacta su voluntad. La libertad humana enfermó gravísimamente, como está hoy. La relación del hombre por Dios Encarnado supone la concesión a cada hombre de «la gracia que es suficiente para mover la voluntad con blandura», es decir, la claridad de entendimiento límite para emitir juicios ciertos en las solicitaciones del bien y del mal. Pero ha de cooperar el hombre para que la gracia meramente suficiente se torne en eficaz. «Todos los esfuerzos del hombre, deben dirigirse, pues, a dejar en ocio esa facultad, ayudado de la gracia, hasta perderla del todo, si esto fuera posible, con el perpetuo desuso. Sólo el que la pierde entiende el bien, quiere el bien y lo ejecuta; y sólo el que, esto hace es perfectamente libre, y sólo el que es libre es perfecto, y sólo el que es perfecto es dichoso; por eso ningún dichoso la tiene: ni Dios, ni sus santos, ni los coros de sus ángeles.» Destruye a continuación Donoso las objeciones de distintos errores sobre este dogma de la libertad humana. Ataca también el principio maniqueo del dios del bien y del mal, y del que hace al hombre principio del bien contra un dios principio del mal. Dios creó al hombre exento de mal, pero no lo hizo dotado de todo el bien, porque en este caso lo hubiera hecho Dios. La imperfección en la bondad del hombre está en la posibilidad de escoger entre el bien y el mal, de la que hizo mal uso apartándose de la verdad, por lo que dejó de entenderla, pero siguió entendiendo y obrando; el término de su entendimiento fue el error, el de su obrar el mal; en suma, el pecado que niega a Dios que es el bien absoluto. El hombre se entronizó entonces a sí mismo como centro de la creación. «Su naturaleza se convirtió de soberanamente armónica en profundamente antitésica.» «En el sistema católico el mal existe, pero existe con una existencia modal; no existe esencialmente.» No hay un principio del bien y del mal cuando en toda rivalidad entre ello la victoria será siempre y definitivamente de Dios, que es el Bien Absoluto, como ya hemos dicho. Se extiende luego en consideraciones sobre los efectos del pecado, causa del desorden del mundo. 


Pero Dios consintió esto porque está en Él variar el mal en bien y el desorden en orden, de tal forma que el hombre que se separa de Dios por su pecado ha de estar bajo Su influencia por la aplicación de la justicia. «La libertad de los seres inteligentes y libres está en huir de la circunferencia, que es Dios, para ir en Dios, que es el centro; y en huir de dentro, que es Dios, para ir a dar con Dios, que es la circunferencia. Nadie, empero, es poderoso para dilatarse más que la circunferencia, ni para recogerse más que el centro.» «Dios es, pues, el que señala a todas las cosas su término, la criatura escoge la senda.» 


Analiza estos problemas en las escuelas liberales y socialistas, para decirnos que los liberales, en su desprecio de la teología desconocen la relación entre las cuestiones políticas y sociales con las religiosas. Creen éstos que el mal es una pura cuestión de gobierno, y que un gobierno es malo cuando no es legítimo. Son legítimos para ellos los gobiernos sometidos al dominio de la razón, como afirman que el gobierno de la razón divina es el encarnado por el que está sometido a las leyes naturales a que están sometidas desde el principio las cosas materiales. Dice que esto es así, aunque cause extrañeza, porque la escuela liberal no es atea en sus dogmas, sino en sus consecuencias. Es deísta, aun sin saberlo, y de aquí parte su teoría constituyente del pueblo. La escuela liberal, «impotente para el bien, porque carece de toda afirmación dogmática, y para el mal, porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta, está condenada a ir, sin saberlo, a dar con el bajel que lleva su fortuna al puerto católico, a los escollos socialistas. Esta escuela no domina sino cuando la sociedad desfallece; el período de su dominación es aquel transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús, está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces se deja gobernar de buen grado por una escuela que nunca dice afirmo ni niego y que a todo dice distingo. El supremo interés de esta escuela está en que no llegue el día de las negaciones radicales ni de las afirmaciones soberanas; y para que, no llegue, por medio de la discusión confunde todas las nociones y propaga el escepticismo, sabiendo, como sabe, que un pueblo que oye perpetuamente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo acaba por no saber a qué atenerse y por preguntarse a sí propio si la verdad y el error, lo injusto y lo justo, lo torpe y lo honesto, son cosas contrarias entre sí o si son una misma cosa mirada desde puntos de vista diferentes. Este período angustioso, por mucho que dure, es siempre breve; el hombre ha nacido para obrar, la discusión perpetua contradice la naturaleza humana, siendo como es enemigo de las obras. Apremiados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente, y volcando en el polvo las cátedras de los solistas.» Poniendo en relación la escuela liberal con la socialista, ve a favor de ésta que toma sus decisiones de una forma perentoria y decisiva, sin dilación alguna. Pero el socialismo, que tiene su teología, es detractor, porque sigue una teología satánica. El triunfo definitivo será de la escuela católica, por ser a un mismo tiempo teológica y divina. La crítica liberal termina con estas palabras: «La escuela liberal, enemiga a un mismo tiempo de las tinieblas y de la luz, ha escogido para sí no sé qué escrúpulo incierto entre las regiones luminosas y las opuestas, entre las sombras eternas y las divinas auroras. Puesta en esa región sin nombre, ha acometido la empresa de gobernar sin pueblo y sin Dios; empresa extravagante e imposible; sus días están contados, porque por un punto del horizonte asoma Dios y por otro asoma el pueblo. Nadie sabrá decir dónde está el tremendo día de la batalla y cuándo el campo todo está lleno con las falanges católicas y las falanges socialistas.» 


Los socialistas creen que el mal está en la sociedad, y por eso hablan de la necesidad de una reforma social. Cuando la transformación por ellos preconizada se haya realizado, entonces la tierra disfrutará de una edad de oro, y el mal habrá desaparecido de la tierra. Donoso rebate estos argumentos con la siguiente tesis: El mal está en la sociedad de forma esencial o accidental. Si está de forma esencial, no puede extirparse de ella; si lo está de forma accidental, hay que estudiar las causas y orígenes del mal y la forma en que el hombre va a redimir a la sociedad. Se diferencia el socialismo del catolicismo en que la redención social es en su obra humana y no divina. La razón humana en el socialismo es bien arriesgada, pues atribuye al hombre empresas de trascendencia sobrenatural, además de que si el hombre, componente de la sociedad, está enfermo, difícilmente podrá sanarse a sí mismo. 


El tercer libro del Ensayo lo dedica Donoso a estudiar los «Problemas y soluciones relativas al orden en la Humanidad». Comienza resaltando el desorden producido por el primer pecado, cuya culpa se transmite a todas las generaciones que han sido, son y serán. La explicación de esta transmisión la ve Donoso asemejándola a la transmisión que en el orden moral y en el físico se produce con algunas enfermedades por corrupción radical de la naturaleza. La creación de la primera pareja hace que su posteridad, después de haber nublado su entendimiento con la culpa, lleve también ese estigma de la obnubilación de la inteligencia. Tomando ideas aprendidas de De Maistre, Donoso valora luego el dolor, producido especialmente por la culpa, que es el compañero infatigable del hombre a lo largo de toda su peregrinación terrena. El dolor iguala a los hombres, pues todos padecen; el dolor nos hace despojamos de nuestras ambiciones y vanidades; el dolor apaga el incendio de las pasiones; todos mejoran su espíritu con el dolor. «Por el contrario, el que deja los dolores por los deleites, luego al punto comienza a descender con un progreso a un mismo tiempo rápido y continuo.» La aceptación voluntaria del dolor es uno de los ejercicios más sublimes que hace aumentar las virtudes. Habla luego del dogma de la solidaridad, admitido a lo largo de los tiempos. El liberalismo niega la solidaridad religiosa al negar la transmisión de la culpa, y niega la solidaridad política al proclamar normas que la excluyen. El socialismo más lógico en llegar al término de estas negaciones, afirma que la negación de la solidaridad lleva consigo la negación de la culpa y la pena, y en el orden político niega la Monarquía hereditaria, niega la solidaridad de la familia y de la propiedad. Así, pues, el liberalismo no ha hecho más que sentar las premisas en las que luego se ha basado el socialismo. Las dos escuelas no se distinguen por las ideas, sino por el arrojo, y la victoria correspondería a la más arrojada. «Las escuelas socialistas demostraron sin grande esfuerzo, contra la escuela liberal, que, una vez negada la solidaridad familiar, la política y la religiosa, no cabía aceptar la solidaridad nacional, ni la monárquica, y que, al revés, era de todo punto necesario suprimir en el derecho público nacional la institución de la Monarquía, y en el derecho público internacional, las diferencias constitutivas de los pueblos.» De este sentido de la solidaridad humana y de la valoración del dolor, como expiación del mal, pasa a explicar el sentido de los derramamientos de sangre con el valor aplacatorio del ofrecimiento de la víctima. La sangre del hombre no podía ser expiatoria de la culpa original, que es culpa de la especie, el pecado humano por excelencia. Por eso fue preciso el Sacrificio del Gólgota. «Sin la sangre derramada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano.» El dolor, el derramamiento de sangre, cumple su fin necesario; por eso, los «mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmente que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre.» 


Termina el Ensayo con una recapitulación general de doctrina, y dice: «El orden humano está en la unión del hombre con Dios: esa unión no puede realizarse en nuestra condición actual y en nuestro actual apartamiento sin esfuerzo gigantesco para levantarnos hasta él.» La encarnación del Hijo de Dios fue el gran acto de amor para acercarse a las criaturas. El hombre debe usar de la razón en su descubrimiento y unión con la Verdad, no para descubrir sus misterios, sino para explicársela y verla. Y en definitiva, como decía antes, de una forma u otra siempre se encuentra con Dios. Así termina el libro con estas palabras: «Lo que no ha visto ni verá el mundo es que el hombre que huye del orden por la puerta del pecado, no vuelva a entrar en él por el de la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a todos con sus mensajes.» 

El Ensayo mereció encendidos elogios, pero también duras críticas por parte de quienes se sentían atacados por su liberalismo. Una oportuna carta de Pío IX hizo ver cómo no había heterodoxia alguna en el escrito y cuánta era la estima en que el Santo Padre tenía a Donoso."


Santiago Galindo Herrero



 


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