LA HISPANIDAD MILITANTE:
El caso Argentino
Enseña el historiador y escritor Ernesto
Palacio en su luminosa obra Historia de
la Argentina que nuestra Patria es la “prolongación
de España en América”. La Historia de España, a su vez, se ha caracterizado
por expresar en forma nítida la gesta Dei
de la que nos hablaba Gregorio de Tours refiriéndose a los Francos. Todo el devenir español está
atravesado por luchas sagradas en las que la espada sostenía y defendía a la Cruz.
Ahí están los ejemplos de San Fernando, del Cid, de los Reyes Católicos, de
Carlos y Felipe, Trento, América…
El hecho de la Revolución, que sacudió al siglo XIX, volvió a colocar a España en
situación de conflicto. La fidelidad a Dios, al Rey y a la Patria, llevó a los
auténticos españoles a enfrentar ardientemente a aquella nación –hija
primogénita de la Iglesia, pero que había apostatado-, que encarnaba, en ese
momento, lo contrario de lo hispano: Francia[1].
La Revolución masónica se iba extendiendo por la fuerza de las armas de Napoleón;
pero los bravos españoles –campesinos, clérigos, artesanos, nobles de
provincia-, fieles a su Dios y a su Rey, la enfrentaron, dejando todo en el
campo de batalla. Un ejemplo del espíritu militante que señoreó en aquella
gesta es lo ocurrido en la ciudad de Zaragoza. La reacción popular fue llevada
hasta las últimas consecuencias, hasta que casi no quedó piedra sobre piedra de
la que era la ciudad de la Virgen del Pilar, principal Patrona de la
Hispanidad.
No terminó todo en las luchas contra Napoleón. Después vinieron las Guerras Carlistas. “En el nacimiento y desarrollo del Carlismo a lo largo del siglo XIX confluyeron tres determinantes históricos bien diferenciados: hay un problema de resistencia campesina a la penetración del capitalismo liberal en los medios rurales; hay un problema de resistencia autonomista frente a un Estado liberal resueltamente entregado a su función centralizadora; lo hay también de resistencia de unas formas de religiosidad tradicionales(…) frente a cuanto el liberalismo y el proceso general de secularización comportan”. (Martí, Paco. El Carlismo: Oposición al sistema liberal).
La
militancia se continuó en el siglo XX con la “Cruzada” del año 36. Monárquicos, falangistas, carlistas, y todos
los que representaban de algún modo a la España tradicional se enfrentaron al
terror rojo y a la Masonería. Lo que vino después fue un duro esfuerzo por
recrear una España a la altura de los nuevos tiempos pero fundada en aquellos
valores que le habían dado Origen e Identidad.
Siguiendo a Palacio, a quien citábamos al comienzo, podemos sostener con
toda verdad que la historia de nuestra Nación fue un fiel reflejo de aquella
identidad de fe militante recibida de la Madre Patria. Si repasamos los largos
500 años de nuestra historia nacional podremos constatar esto: la Conquista, la
fundación de ciudades, la evangelización, la acción de los Padres Jesuitas, la
militancia de las tropas guaraníes en la frontera portuguesa,…
Circunscribámonos, sin embargo, a nuestra historia contemporánea.
Comencemos por las Invasiones Inglesas. En los años 1806 y 1807 el pueblo de Buenos
Aires, encomendándose a la Virgen del Rosario, luchó por el Rey y por la Fe con
un ardor admirable. Hombres, mujeres, niños, negros, entregaron su vida con un
entusiasmo pocas veces visto para expulsar al “invasor hereje”, y salvar el honor de la Patria. Pocos años
después, ante la defección del Rey, que entregó su Corona al “Tirano” de Europa
–Napoleón I-, el pueblo americano se mantuvo fiel, pero organizando sus propias
Juntas de Gobierno. Esta situación dio origen a una guerra civil dentro de los
límites del Imperio Español, que condujo a las independencias de las naciones
americanas. En estas luchas el pueblo se volvió a entusiasmar por lo que
consideraba que era la causa de la
“Patria”. Como nos demuestra el Padre Cayetano Bruno, esta lucha se llevó a
cabo en la más estricta fidelidad con la Tradición hispana: los guerreros de la
Independencia se pusieron bajo la protección de la Virgen Generala. Belgrano encomendó sus tropas a Nuestra Señora de
la Merced, repartió escapularios entre sus soldados, y en cada acometida
invocaba al “Dios de los Ejércitos”.
San Martín, por su parte, puso su campaña Libertadora bajo la protección de
Nuestra Señora del Carmen, actual Patrona de Chile.
Lograda la Independencia, comienzan los
enfrentamientos entre Unitarios y Federales. Una vez más podemos constatar en
estos conflictos la intransigencia hispana en cuestiones de Tradición,
Religión, Patria, e identidades regionales, frente al proyecto centralizador,
liberal, extranjerizante y masónico del Unitarismo. Dice Alberdi en sus “Bases”: “Desde el siglo XVI no ha cesado Europa un solo día de ser el
manantial y origen de la civilización de este continente. Bajo el Antiguo
Régimen, Europa desempeñó ese papel por
conducto de España. Esta nación nos trajo la última expresión de la Edad Media
(…) Los reyes de España nos enseñaron a odiar bajo el nombre de extranjero todo lo que no era español”. Evidentemente
este recelo hacia lo extranjero se fundamentaba en la orientación secularizante
que había tomado la cultura occidental durante la Modernidad.
En efecto, Unitarios y Federales, representaron
a partir de la década del 20, dos realidades totalmente antagónicas. Detrás de
los hombres y de las banderas, podemos percibir una “lucha metafísica”[2],
de la cual, muchas veces, sus mismos protagonistas no eran del todo
conscientes. El General San Martín
vio claro el carácter inconciliable de ambos partidos, y sostuvo que uno de los
dos “debía desaparecer”. Quiroga
levanta la Bandera de la Religión para enfrentar a Rivadavia. Dorrego es
fusilado injustamente abrazándose al consuelo que le brindaba la Fe en aquella
situación extrema. Rosas promete restablecer el Orden conculcado. En la
proclama al asumir su segundo mandato manifiesta:
"Compatriotas:
Ninguno de vosotros desconoce el
cúmulo de males que agobia a nuestra amada patria, y su verdadero origen.
Ninguno ignora que una fracción numerosa de hombres corrompidos, haciendo
alarde de su impiedad, de su avaricia, y de su infidelidad, y poniéndose en
guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe, ha introducido por
todas partes el desorden y la inmoralidad; ha desvirtuado las leyes, y hécholas
insuficientes para nuestro bienestar; ha generalizado los crímenes y garantido
su impunidad; ha devorado la hacienda pública y destruido las fortunas
particulares; ha hecho desaparecer la confianza necesaria en las relaciones
sociales, y obstruido los medios honestos de adquisición; en una palabra, ha
disuelto la sociedad y presentado en triunfo la alevosía y perfidia. La
experiencia de todos los siglos nos enseña que el remedio de estos males no
puede sujetarse a formas, y que su aplicación debe ser pronta y expedita y tan
acomodada a las circunstancias del momento.
Habitantes todos de la ciudad y
campaña: la Divina Providencia nos ha puesto en esta terrible situación para
probar nuestra virtud y constancia; resolvámonos pues a combatir con denuedo a
esos malvados que han puesto en confusión nuestra tierra; persigamos de muerte
al impío, al sacrílego, al ladrón, al homicida, y sobre todo, al pérfido y
traidor que tenga la osadía de burlarse de nuestra buena fe. Que de esta raza
de monstruos no quede uno entre nosotros, y que su persecución sea tan tenaz y
vigorosa que sirva de terror y espanto a los demás que puedan venir en
adelante. No os arredre ninguna clase de peligros, ni el temor a errar en los
medios que adoptemos para perseguirlos. La causa que vamos a defender es la de
la Religión, la de la justicia y del orden público; es la causa recomendada por
el Todopoderoso. Él dirigirá nuestros pasos y con su especial protección nuestro
triunfo será seguro”.
Una vez caído Rosas, los ideales de Libertad, Democracia, Comercio y Progreso, tan caros a los sectores
liberales y unitarios, comienzan a estar fuertemente presentes en la semántica
del período. El proceso condujo, de modo inevitable, a los proyectos laicistas
de 1880. Una vez más resurgió el viejo espíritu militante, intransigente y
religioso de la “Raza”, encarnado en hombres como Estrada, Goyena, Frías, que
dieron dura batalla a los liberales, dejando todo en la refriega.
En el siglo XX, la Patria se volvió a encontrar con sus raíces. Durante los años 30 el Revisionismo Histórico comienza a cuestionar la pseudo-historia “mayo-caserista” forjada por los sectores liberales. Los Cursos de Cultura Católica y el Congreso Eucarístico del 34 permiten redescubrir el núcleo diamantino de la Identidad Nacional. El encuentro con el pensamiento político contrarrevolucionario europeo ayuda a repensar la realidad política argentina, superando los esquemas heredados de la pseudo-tradición liberal. En este contexto, los enfrentamientos entre los patriotas que se encontraban con la Patria auténtica y los representantes del liberalismo masónico y de la Izquierda revolucionaria se agudizaron, resurgiendo las antiguas e insuperables antinomias. Un ejemplo de esta situación es el asesinato, en 1934, del joven militante nacionalista Jacinto Lacebrón Guzmán[3].
Las
luchas siguieron ensangrentando la dura realidad argentina en las décadas
siguientes. Y siempre hubo un núcleo pequeño y fiel, un “resto”, auténtico representante de nuestra más profunda identidad
nacional, que inmoló su vida por Dios y
por la Patria. Cuando en 1943 la Patria parecía encaminarse hacia un
sistema de tipo nacionalista y corporativo, y a un reencuentro con su tradición,
los sectores liberales, masónicos y socialistas, dominantes de la situación
política desde décadas, vieron con terror la posibilidad de perder la hegemonía
que detentaban. La oposición contra el Gobierno del GOU –interna y externa- fue
in crescendo. El triunfo de los EEUU en la Guerra fortaleció el frente interno
contra la Dictadura Nacionalista, la cual se vio obligada a ceder el poder.
Pero dejó un retoño: el Peronismo. Muchos miembros de los viejos partidos veían
aterrados la posibilidad de que un Coronel salido del Gobierno Militar sea el
heredero del mismo. En ese contexto se produjeron los acontecimientos de
Setiembre y Octubre del 45. Los miembros de la Alianza Libertadora Nacionalista
participaron la noche del 17 de octubre de la histórica jornada. Al fin de
aquella gesta, cuando sus protagonistas volvían a sus hogares, Darwin
Passaponti, que marchaba junto a sus compañeros de la Alianza, sufrió la
agresión a balazos de los marxistas que ocupaban el diario "Crítica" en
la Avenida de Mayo.
Cuando el Movimiento iniciado en 1945 se
desvió de las fuentes que le dieron origen, desembocando en una Tiranía
irrespirable hacia el año 1954, nuevamente el núcleo fiel a Dios y a la Patria, estuvo en la primera
fila, defendiendo los templos contra las hordas sacrílegas, manifestándose
contra las medidas arbitrarias, dando con sus huesos en oscuros calabozos,
sufriendo torturas por parte de la policía del régimen, y finalmente
arriesgando sus vidas en el combate final.
Las décadas del 60 y del 70 vieron aparecer
una nueva y terrible amenaza: la irrupción violenta de la guerrilla marxista,
camuflada muchas veces bajo un ropaje pseudo nacionalista y pseudo peronista.
Muchos argentinos cayeron bajo aquellas balas asesinas. Y como siempre, un
puñado de patriotas, no se amilanó ante el peligro, y mantuvo las banderas bien
altas. Civiles y militares, seglares y clérigos, empresarios y sindicalistas,
intelectuales y hombres de acción, ofrendaron sus vidas en aquellas jornadas.
En 1982, el conflicto por Malvinas mostró
nuevamente que existía en la Argentina
un puñado capaz de batirse, Rosario al cuello, por Dios y por la Patria. El mundo no le pudo perdonar a la Argentina
este “pecado”, el haber desafiado al Orden Internacional masónico y marxista. Nuestro
país sufrió, a partir de la derrota del 14 de junio, una decadencia progresiva
provocada por el ataque permanente -desde adentro y desde afuera-, a su
identidad, a su tradición, y a lo que había representado. Debía amoldarse por
la fuerza a los valores del mundo laicista, secularizado, anómico, en el
que las comunidades nacionales se han
convertido en masas amorfas –“Sin Dios,
ni Patria, ni Bandera”, diría el Restaurador-.
Hoy vemos con dolor el resultado de
aquellos ataques: queda muy poco de la Vieja Argentina, heroica y fiel. Es
mucho lo que se podría y debería hacer para recuperar algo de esa antigua
grandeza. Una humilde contribución es ayudar a conocer y a valorar aquel pasado
que está clamando por la auténtica recuperación de la Memoria, y por el
ejercicio de la virtud de la Piedad.
[1] Aparisi Guijarro nos describe con trazos vigorosos este enfrentamiento. Dice, que en aquellas circunstancias se enfrentaron el “espíritu español, religioso, monárquico, libre, el que qsistía a los Concilios de Toledo, hablaba en las Cortes de Castilla, respiraba en los fueros de Aragón y Valencia”, frente “al espíritu francés, burlón, materialista y revolucionario, que jamás supo dar libertad a su patria: verdugo cuando Robespierre, esclavo cuando Napoleón”. Por supuesto se refería a la Francia revolucionaria, no a la de San Luis y Santa Juana de Arco.
[2] El
historiador mexicano Salvador Borrego tiene una pequeña obrita en la que
analiza los enfrentamientos que dividieron al Mundo Contemporáneo. El título de
la Obra es Batallas Metafísicas.
[3] Hernán
Capizzano nos traza una semblanza del “Héroe”: “En el
derrotero del nacionalismo argentino los años que van de 1930 a 1945 son los
más ricos en cuanto a su crecimiento, desarrollo, producción intelectual,
engrosamiento de sus filas, etc. Un verdadero movimiento que pugnaba por ser
encauzado y lograr la unidad de sus numerosos matices, de su conducción y de su
acción.
Y son precisamente los años en que la sangre se derramó con mayor generosidad.
Se consideró al joven Lacebrón Guzmán como el primer caído del movimiento, pero
otros lo habían precedido, aunque no se los honró debido a que, o no eran de
nacionalidad argentina o bien adscribían a grupos que todavía no se habían
afianzado dentro de sus filas.
Nació en la ciudad de Mendoza, el 17 de agosto de 1914, día en que se recuerda
a San Jacinto y día en que se conmemora al Libertador General San Martín. Todo
pareciera indicar que las cosas de Dios y de la Patria estuvieron presentes
desde su primer álito de vida. Una pedagogía por algunos resistida: no hay Dios
sin Patria, y está se desangra si no está Dios como fundamento. Y no cabe duda
de que Lacebrón llevó muy dentro suyo estos pilares, tan encarnados que en su
defensa conoció la muerte.
Su padre era don Modesto Lacebrón y su madre doña Rafaela Guzmán. Ambos
tuvieron otro hijo nacido en 1916 al que llamaron Tomás. Jovencísimo acompañó
los restos mortales de su hermano con el propio uniforme del grupo donde ambos
militaran. Más tarde ingresaría al Ejército.
Jacinto cursó sus estudios primarios en su ciudad natal y luego ingresó en la
Escuela Normal Nacional egresando en 1932 con el título de maestro. Tenía 18
años y decidió viajar a Buenos Aires para ingresar en la Facultad de Derecho.
En 1934, luego de asentarse durante un año en el Uruguay, vuelve a Buenos Aires
para reiniciar los estudios. Junto a su hermano se alistará en un nuevo grupo
surgido a fines del año anterior: la “Legión Nacionalista”.
Las crónicas postmortem lo señalan bajo un aspecto épico y sacrificado, “... la
flor del Cuyo altivo; a su edad, cuando
todo llama a la vida fácil, él la desdeña y se somete; obedeciendo a un
sublime mandato a la disciplina férrea pero noble de la valiente Legión
Nacionalista. Una misión se impone; ha de dar todo por ella sin reclamar nada,
y todo lo da...”.
Jacinto ocupó variadas actividades en su Legión Nacionalista. Había practicado
dotes de orador, pues en aquellos tiempos las tarimas de prédica y combate
podían alzarse en cualquier esquina céntrica o de arrabal. En más de una
ocasión fue uno de los oradores, y en otras ejerció tareas de milicia. En
efecto, también formó en los grupos especiales con que todos los sectores
políticos solían contar. El pacifismo a ultranza estaba muy lejos y más bien se
respiraba la realidad cotidiana de las pasiones, la lucha y la conquista de
espacios.
Pero su muerte no se produce en ninguno de aquellos escenarios. Lo tomó sin
prevenciones especiales, aunque no por sorpresa. En realidad la militancia de
calle conocía de los peligros y las sorpresas no existían.
Fue el 15 de septiembre de 1934, vísperas del Congreso Eucarístico
Internacional, muy cerca precisamente de donde se alzara la gran cruz que
dominó las ceremonias. No fue en busca de la aventura, de la violencia por la
violencia misma, ni siquiera para medirse ante el resto. Fue sencillamente en
defensa de dos hombres representantes del Ejército Argentino que atacados por
una horda comunista se hallaban en inferioridad de condiciones. La nobleza de
su alma no pudo resistir tal imagen. No importa quienes eran los agredidos, ni
siquiera el número de sus atacantes. No lo arredró la fiera imagen de los
victimarios. Pero cuando se lanzó a la lucha un impacto de bala lo echó en
tierra.
Horas más tarde fallecía con todos los auxilios espirituales. Todo el
movimiento lo invocó, lo homenajeó y llevó a pulso. No se lo lloró, se lo
envidió. Tal la mística de aquellos luchadores.”
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