LA EDUCACIÓN HISPANA EN LOS SIGLOS XVI Y XVII: LA ELEVACIÓN DEL ALMA POR EL BIEN, LA VERDAD Y LA BELLEZA
El hombre es un ser que vive vinculado a otros, y que necesita, en primer lugar de sus padres, de su familia. La familia es el primer núcleo social que el hombre forma. Ésta, a su vez, se proyecta en grupos mayores, y así surgen los clanes, las tribus, los pueblos. Toda persona nace en el seno de un pueblo; éste es producto de una historia, de un pasado que lo fue modelando, de un modo particular de acceder a los bienes de la cultura[1]. Por este motivo podemos afirmar que el hombre es un heredero; recibe los bienes culturales que otros produjeron a través de los siglos, y que le permiten desarrollarse como persona. Los seres humanos se van modelando, y desarrollando su inteligencia y su voluntad, a partir de la herencia cultural que sus mayores y antepasados produjeron y legaron. Por todo esto podemos afirmar que “somos lo que recibimos”: de la tradición heredada, a través de la educación, y de los ejemplos que se nos proponen.
A esta herencia cultural que se va
transmitiendo para que las nuevas generaciones se aprovechen de ese bagaje –y
que a su vez lo profundicen- le damos el nombre de tradición. La tradición argentina hunde sus raíces en el acervo cultural
de Occidente. Del mundo clásico recibimos la herencia de Sabiduría de los griegos; el sentido de Justicia, expresado a través del Derecho, de los romanos; también de Roma recibimos la lengua, ya que el español es una lengua
romance, derivada del Latín. Esta
rica cultura fue fecundada en la Edad Media por el Cristianismo. Fueron los
monjes y los teólogos medievales quienes profundizaron en aquel rico manantial
cultural del mundo clásico, y a partir de él –y de la Revelación recibida a través de Jesucristo en la Iglesia- se
sumergieron en la contemplación del Ser, colocándose en una actitud reverente
ante la sacralidad de lo real, que refleja los atributos del Creador. De este
modo penetraron en la analogía del Ser, remontándose desde el mundo material
inanimado, pasando por el mundo vegetal, animal, racional (el hombre), hasta
Aquél que es el Ser necesario, Ser en Acto, Ser cuya esencia es Ser.
Las riquezas profundísimas de esta cultura fueron recibidas, profundizadas, y reelaboradas por la intelectualidad española de los siglos XVI y XVII –ya en plena Edad Moderna-. Justo cuando la cultura del resto de Europa rompía con su tradición, y se volcaba hacia valores no orientados al desarrollo espiritual –cognitivo y volitivo- del hombre, sino hacia un saber útil que le dé un dominio material del mundo. Por este motivo, el prototipo de esta nueva cultura ya no fue el monje y el religioso, sino el burgués, el hombre práctico. Contra esta nueva orientación de la cultura se enfrentó una nueva Orden religiosa defensora de la tradición sapiencial occidental, aunque abierta a las inquietudes culturales de la Modernidad. Esta Orden fue la Compañía de Jesús, y su fundador San Ignacio de Loyola. A ella se deben, en gran parte, los movimientos de Reforma, de Evangelización y de Conquista espiritual que caracterizó al Catolicismo del siglo XVI. La Nación que impulsó y luchó por esa Reforma, y esa evangelización fue, como ya indicamos, España. Ésta luchó por trasplantar la cultura gestada en los tiempos de la Cristiandad en sus nuevos territorios de América y Filipinas. Por otra parte, apoyó la acción renovadora y cultural del Concilio de Trento y de los jesuitas. España, a imagen de la antigua Roma, creó un gran Imperio, no ya sobre las costas del Mediterráneo, sino sobre las del Atlántico. Y el basamento cultural de este Imperio fue la sabiduría cristiana, expresada a través de la lengua castellana. A este mundo lo vamos a llamar Hispanidad, fiel heredero de la Romanidad, y de la Cristiandad. Nuestras naciones hispanoamericanas son ramas de esta Hispanidad.
La cultura hispana se caracterizó por algunos
rasgos muy particulares que hoy día nos cuesta mucho comprender. En primer
lugar, si bien es cierto que en algún momento entre algunos de los
conquistadores y colonizadores existió la “sed del oro”, también es verdad que
aquella civilización está muy lejos del estilo de vida actual fundado en el
interés propio. Mientras la actual civilización capitalista tiene sus raíces en
la búsqueda de la ganancia personal y la
libre competencia, la hispanidad tuvo como valores esenciales el honor y el
servicio. Su Arquetipo era el mismo Dios, quien de su sobreabundancia derrama
bienes sobre bienes. Más allá de los pecados que se puedan imputar a los
hombres de aquella civilización, lo cierto es que los valores fundamentales de
la misma se asentaban no en el provecho particular sino en la dádiva. Fue una
civilización de la “limosna”: no sólo a los pobres, con el fin de cubrir sus
necesidades, sino que también se daba de lo propio para la fundación de
iglesias, de universidades, conventos, hospitales, obras de caridad, etcétera.
Por otra parte, la expresión arquitectónica de aquellas iglesias, universidades
y edificios públicos se caracterizaba por la magnificencia, el esplendor, y el
derroche de adornos, esculturas y
pinturas, incorporados a la obra.
Como el Supremo Dador es el mismo Dios, quien ha llevado el Don de Sí
hasta el Sacrificio de la Cruz, la devoción Eucarística y el culto ligado a la
misma tuvo un gran esplendor, manifestado en distintas formas privadas y
públicas de adoración, de procesiones, de celebraciones esplendorosas de la
Semana Santa o del Corpus.
Junto a la devoción eucarística floreció en estas tierras americanas el
culto a la Santísima Madre del Redentor. Muchos siglos antes de que el Supremo
Pontífice proclamara el dogma de la Inmaculada Concepción, los españoles de uno
y otro lado del Océano tributaron los honores correspondientes a tan alta
Dignidad de la Madre de Dios. Los franciscanos y los jesuitas fueron grandes
defensores de este privilegio mariano, así como los dominicos propagaron la
devoción al Santo Rosario. En las ciudades americanas no había familia que no
se reuniera a rezarle a la Virgen, y los momentos del día dedicados a renovar
el saludo del Ángel a María se denominaban “la
hora del Angelus”.
El
espíritu de Misión era otra de las
características de aquella sociedad. No sólo los religiosos estaban encargados
de tan alta tarea; todos participaban de
la misma: los gobernantes brindando su apoyo a la acción evangelizadora, los
soldados protegiendo a los misioneros, los comerciantes y hacendados aportando
sus limosnas para que la misión pueda llevarse a cabo, las madres de familia
con su oración, al igual que los religiosos contemplativos, los mismos indios
cristianizados eran evangelizadores de sus hermanos de raza.
Este espíritu de misión estaba acompañado de una concepción militante de
la Fe, que concebía la vida como una lucha contra el Espíritu del Mal, y contra
las fuerzas que encarnaban al mismo. El ideal de Cruzada, que se había
desarrollado en la Península Ibérica tras siete siglos de lucha contra los
moros, se prolongó en nuestro territorio durante el período de la Conquista, y
fue una de las características de la cultura hispánica barroca. Dicha visión
militante de la vida se encuentra claramente expresado en esta vieja copla
riojana: “Sepa
el Moro y el Judío y el inglés que anda en la mar que María es concebida sin
pecado original”[2].
La vida social tenía, por otra parte, una
gran vitalidad, siendo el fundamento de la misma la institución familiar
fundada en el Matrimonio sacramental.
La devoción a los mayores, a los antepasados, era esencial en aquellos hombres.
Lo heredado, y transmisible a la vez a las próximas generaciones, establecía
fuertes lazos vitales hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. La pertenencia
a una familia, a un apellido, a unos antepasados; transmitir ese apellido y esa
sangre, junto con unos bienes materiales, era parte esencial de la vida de
aquella sociedad. En estos valores se fundaba el principio del Mayorazgo, por medio del cual el hijo
mayor heredaba los bienes más importantes de una familia; sin embargo, no era
sólo lo material lo que recibía, sino sobre todo la responsabilidad de mantener
el prestigio de la familia, el nombre de la misma, y continuar con los
servicios que dicha familia debía a la comunidad, en fidelidad a las hazañas y
beneficios brindados por los antepasados.
También estaban incorporadas a la sociedad las “familias religiosas”: las diversas Órdenes y Congregaciones,
fuertemente presentes en cada ciudad a través de sus iglesias, conventos,
cofradías, Terceras Órdenes, y la celebración pública y ostentosa de sus
devociones particulares.
Entre los claustros monacales y
conventuales, y en las universidades, se encontraban los hombres que aspiraban
a alcanzar la sabiduría, parte
esencial del Bien Común al que debía aspirar toda la comunidad. A ella, además,
se debía ordenar toda la vida social como fin último de la vida humana. Por otra parte, cuando se bebe en las aguas
de la sabiduría, se puede construir un orden social más ordenado, dentro de las
limitaciones propias de la condición humana. La sabiduría no se confundía con
la ciencia, y tenía distintos niveles: el primero, cimiento de una auténtica
sabiduría, era el metafísico.
Siguiendo a los sabios antiguos y medievales, se procuraba conocer los
fundamentos esenciales de la realidad. Ascendiendo un escalón más, ese saber
racional era iluminado por la Fe, desarrollándose la Teología, piedra angular de la cultura hispánica. Aunque lo más
característico de la misma era aquel Saber intuitivo, y altísimo alcanzado por
algunas almas selectas y exquisitas: la Mística,
conocimiento experimental de las cosas de Dios.
Esta sabiduría, que tenía como “tres escalones”, presentaba, por otra parte, tres aspectos: el Logos, que se refiere al conocimiento teórico; el Ethos, que tiene que ver con la aplicación de aquel conocimiento a la conducta personal -obrar conforme a la Verdad conocida teóricamente-. Por último, el Pathos, la pasión, el éxtasis, el salir fuera de sí, la locura por la Verdad conocida, por el Bien Amado, que en definitiva -Verdad y Bien- no son otra cosa que dos Nombres que corresponden a Dios. Y el Dios por el cual vibraban y enloquecían los místicos de aquella cultura, y al que se celebraba pública y apoteósicamente en aquellas celebraciones y festividades estruendosas, y en aquellas iglesias magníficas y suntuosas, era el Dios encarnado: el de Belén y el del Calvario, el de la Corona de espinas y la Crucifixión, el de la Sangre y la Muerte. Aquella cultura giraba, en definitiva, en torno a lo Sacro, lo Grande y lo Bello.
Como síntesis de todo lo expuesto -la referencia a Frailes, Sacerdotes,
Obispos, Capitanes, Funcionarios, que se destacaron por su esfuerzo y por su
celo en la edificación de una Cristiandad en este lado del Océano-, no podemos
dejar de tener en cuenta el papel que jugó la Oración en aquella obra de
Civilización. Como hombres modernos nos es difícil valorar la importancia de la
misma. Sin embargo, el esfuerzo vale la pena. Una cita del gran Alexis Carrel,
referente a la Europa cristiana, pero perfectamente aplicable a nuestro tema,
nos puede ilustrar al respecto: “En casi todas las épocas, los hombres de
Occidente han orado. La Ciudad era antiguamente sobre todo una institución
religiosa. Los romanos elevaban continuamente templos por doquier. Nuestros
antepasados de la Edad Media cubrieron de catedrales y de capillas góticas el
suelo de la Cristiandad. Aún en nuestros días por sobre la altura de todos los
pueblos se destaca un campanario. por medio de las iglesias, así como mediante
universidades (...) los peregrinos llegados de Europa instalaron en el nuevo
mundo la civilización de Occidente.”[3]
[1] La cultura comprende a aquellos productos que un pueblo elabora y por medio de los cuales sus miembros se “cultivan”, se perfeccionan en cuanto hombres. Por este motivo la cultura tiende a perfeccionar las facultades humanas propiamente dichas –la inteligencia y la voluntad-. Esta es la razón por la que toda cultura auténtica procura penetrar y expresar a su modo la Verdad, el Bien y la Belleza. La primera, a través de la filosofía y la ciencia; el segundo, a través de las normas morales que rigen la vida de una comunidad; la tercera, a través de las artes. Toda cultura descansa, por otra parte, sobre una concepción religiosa que sirve de fundamento a toda la expresión cultural, ya que de ella –de la religión- aprehende las verdades esenciales acerca de Dios, el hombre y el mundo; de ella recibe los mandatos que hacen que la conducta sea agradable a la Divinidad; y a través del culto rinde homenaje a Dios, intentando adornar todo el ceremonial y el espacio arquitectónico, escultórico, pictórico y literario que lo acompañan, de la Belleza.
[2] Carrizo, Juan Alfonso.
Cancionero de La Rioja (Argentina)
[3] Carrel,
Alexis. El poder de la plegaria.
Es todo un tema la educación. Yo estoy convencido de que no solo debe haber educación religiosa católica obligatoria, sino que la educación debe ser confesional en el sentido de que todas las materias y contenidos que se impartan deben estar conformes con la fe y la teología católica. Por ejemplo, habría que rechazar la teoría de la evolución y la del Big Bang.
ResponderBorrarEl Papa Pío XI dice en su encíclica Divini illius magistri que "las nuevas generaciones deben ser formadas en todas las artes y disciplinas, que contribuyen a la prosperidad y al engrandecimiento de la convivencia social", sin embargo Santo Tomás de Aquino habla de la virtud de la estudiosidad (studiositas) y de su vicio opuesto, la curiosidad. De acuerdo a esto, estudiar ciertas ciencias empíricas podría ser una forma de incurrir en el vicio de la curiosidad, ya que dice el Doctor Angélico:
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Pt. II-IIae, c. 167, a. 1: "Puede haber vicio [de la curiosidad] también en el mismo desorden del apetito y deseo de aprender la verdad. Esto puede darse de cuatro modos. En primer lugar, en cuanto que por el estudio menos útil se retraen del estudio que les es necesario. A eso alude San Jerónimo cuando escribe: Vemos que los sacerdotes, dejando a los evangelistas y los profetas, leen comedias y cantan palabras amatorias de los versos bucólicos. (...) En tercer lugar, deseando conocer la verdad sobre las criaturas sin ordenarlo a su debido fin, es decir, al conocimiento de Dios. Por eso dice San Agustín, en De Vera Relig., que, al considerar las criaturas, no debemos poner una curiosidad vana y perecedera, sino que debemos utilizarlas como medios para elevarnos al conocimiento de las cosas inmortales."
Es decir, estudiar ciencias empíricas u otras podría ser una forma de curiosidad porque lleva a retraerse del estudio de la teología y la filosofía o porque no se ordene su estudio al conocimiento de Dios. Por eso la educación confesional tiene que estar muy bien pensada, todo se debe referir a Dios. De lo contrario estaremos dividiendo a los alumnos entre la práctica de una virtud, la estudiosidad (al estudiar las cuestiones de la fe y la moral) y la práctica de un vicio, la curiosidad, al estudiar ciencias particulares. Esto sería debastador para sus almas al punto que sería mejor que directamente tengan una educación laica y listo. Por eso el estudio de las "artes y disciplinas que contribuyen a la prosperidad y al engrandecimeinto de la convivenvia social" debe ser para elevar el alma "al conocimiento de las cosas inmortales". Eso es una verdadera educación virtuosa, una educación confesional. La educación laica es pura curiosidad. Lo que debe guiar la estructuración de los programas de estudio debe ser la virtud de la estudiosidad, para lo cual hay que profundizar en su conocimiento. No se puede dividir el alma de los educandos entre las cosas de Dios y las cosas del mundo. Por eso el ideal educativo es mucho más elevado que simplemente impartir educación religiosa en las escuelas. Debe ser una educación teocéntrica.