Estos conceptos son muchas veces mal entendidos. Se
impone, por tanto, aclarar el sentido profundo que esta expresión encierra.
Cuando el Imperio Romano se hizo cristiano, fue gracias a la acción de Constantino, quien luego de una rotunda
victoria militar, en agradecimiento al Dios de los cristianos, favoreció la
difusión de la Fe de Cristo. Con Constantino, nacía, de este modo, la
Cristiandad. Ésta se caracterizó por construir toda su vida social, cultural y
política sobre los fundamentos evangélicos. El brazo del Emperador, que
sostenía la Espada, fue puesto al
servicio de la Religión. De este
modo, el Emperador ya no estaba sobre
la Iglesia, sino en el seno de la
misma.
Algunos siglos después le tocó a otro Emperador ser el brazo defensor de la Iglesia y de la
Civilización contra el ataque de bárbaros y paganos: Carlomagno. Al mismo tiempo que el Emperador defendía con la Espada a la Civilización y a la
Religión, los monjes benedictinos entraban en bosques incultos, y mediante la
construcción de monasterios, y el cultivo de los campos, se convertían en
agentes evangelizadores y civilizadores de los mismos pueblos paganos. Un siglo
después esta acción daba sus frutos, y los mismos germanos –que habían asolado a los pueblos cristianos de Europa-
recibían la Corona Imperial,
convirtiéndose en el baluarte defensor de la Cristiandad frente a otros
bárbaros invasores. De este modo, Europa fue hecha por la Espada de los Emperadores y caballeros cristianos, y por la Cruz de los monjes, uniéndose el heroísmo de los primeros y la santidad de los segundos.
España, ubicada en el extremo oeste de Europa, también debió batallar
por la cultura y la religión. En esta tarea sobresalieron, también, monjes,
frailes, reyes y caballeros cristianos: nuevamente se unían la Cruz y la Espada. Esta gesta culminó con la obra de los Reyes Católicos: Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, quienes en 1492
reconquistaron el último baluarte moro en la Península Ibérica. Al mismo
tiempo, apoyaron los proyectos exploradores del Almirante Colón. A la acción de éste se debe el Descubrimiento de América. El paso
siguiente fue el proceso de Conquista del
Nuevo Mundo, conforme a la concepción que se tenía en la época acerca del
derecho de los Príncipes cristianos “a
conquistar tierra de infieles”, para gloria de las naciones cristianas,
justo ordenamiento político de los pueblos “bárbaros”,
y evangelización de los mismos. A lo largo del siglo XVI algunas escuelas
teológicas comenzaron a cuestionar este modo de pensar, afirmando que también
los bárbaros tienen derecho a poseer sus tierras y tener sus reyes; agregando
que los colonizadores también poseían derechos: a explorar nuevos territorios,
a comerciar y tratar con los pueblos descubiertos, a procurar su
evangelización, y a defenderse en caso de ser atacados. Más allá de las
distintas posturas teológicas, lo cierto
es que la colonización de América fue
una tarea conjunta de la Corona Española
y de la Iglesia, de los capitanes y soldados y de los frailes y sacerdotes, de la Espada y de la Cruz.
No todo fue maldad, opresión, avaricia y rapiña en la colonización y evangelización de América. Hubo gestos heroicos y de gran
desprendimiento y amor por parte de sacerdotes y colonizadores. Como toda obra
humana, se halla manchada por el pecado, pero al lado de éste hubo actos de heroísmo, arrojo, valor, aguante, santidad;
y todo llevado adelante por amor: amor
a Cristo, para quien se quería ganar almas; amor al Rey, para quien se quería
ganar tierras; amor a la propia Patria, por cuya grandeza se arriesgaba la
vida; amor a la justicia, cuando se luchaba contra cultos que ofrecían seres
humanos en sacrificio, cuando se realizaban alianzas con pueblos “amigos” para
ayudarlos contra algún enemigo “molesto” y opresor; y amor, en definitiva, a
los mismos indios, para quienes se quería lo mejor: la civilización y la Fe. Es
cierto que los conquistadores se llevaron el oro y la plata de América, y a
costa de dura servidumbre de muchos indios –aunque existieron Leyes que
regularon el trabajo de los mismos-; pero también es cierto que gran parte de
aquella riqueza fue reinvertida en América: a través de la construcción de
Escuelas, Colegios, Universidades, iglesias, capillas, hospitales, el
sostenimiento de misioneros, etc. Por otra parte, América recibió una gran
riqueza, superior a todo el oro y la plata: la lengua española, la Fe
cristiana, la tradición occidental –con la profunda sabiduría de la herencia
grecolatina-.
Durante el proceso colonizador nuestro territorio tuvo la gracia de
contar con la presencia –o, al menos, con el influjo de la acción eficaz- de
santos y esforzados varones y de grandes hombres de gobierno: San Francisco
Solano, San Roque González, Antonio Ruiz de Montoya, Santo Toribio de
Mogrovejo, el Obispo Trejo y Sanabria, Hernando Arias de Saavedra, Alvar Núñez
Cabeza de Vaca. Hombres que se internaron en selvas, cruzaron ríos, atravesaron
montañas, se enfrentaron a bestias desconocidas, penetraron en medio de pueblos
hostiles, recorrieron kilómetros y kilómetros, para llevar adelante su labor
evangelizadora y civilizadora. Es cierto que junto a estos grandes hombres hubo
otros que se destacaron por sus inmensas miserias pero también es verdad que al
llegar al final de sus vidas deseaban “descargar sus conciencias” (como se
decía en la época), y terminaban donando parte de sus bienes, a veces mal
habidos, para alguna obra de bien o de evangelización.
De esta primera generación de colonizadores españoles descienden las
familias criollas que, con el paso de los siglos, fueron constituyendo los
cimientos de nuestras Patrias Hispanoamericanas. Y cuando la identidad
hispanoamericana ya quedó conformada, y los que reinaban del otro lado del
Atlántico ya no estaban a la altura de las circunstancias, y no tenían en
cuenta los verdaderos intereses de los pobladores de estas tierras, y habían
perdido todo objetivo evangelizador; aquellos criollos fueron los que
organizaron los ejércitos que nos dieron la Independencia; ellos siguieron a San Martín y a Belgrano en su
gesta emancipadora, y se encomendaron, en trances a veces muy difíciles, a María, bajo la advocación de las Mercedes o del Carmen. En aquellos ejércitos libertadores, sus jefes hacían reinar
el orden y la disciplina, y todos los días la tropa se confiaba a la Reina del
Cielo a través del rezo del Rosario. Nuevamente se volvían a juntar la Cruz y la Espada.
Lograda la Independencia, comienzan los
enfrentamientos entre Unitarios y Federales. En dichos conflictos podemos
constatar una vez más la intransigencia hispana en cuestiones de Tradición,
Religión, Patria, e identidades regionales, frente al proyecto centralizador,
liberal, extranjerizante y masónico del Unitarismo. Dice Alberdi en sus “Bases”: “Desde el siglo XVI no ha cesado Europa un solo día de ser el
manantial y origen de la civilización de este continente. Bajo el Antiguo
Régimen, Europa desempeñó ese papel por
conducto de España. Esta nación nos trajo la última expresión de la Edad Media
(…) Los reyes de España nos enseñaron a odiar bajo el nombre de extranjero todo lo que no era español”. Evidentemente
este recelo hacia lo extranjero se fundamentaba en la orientación secularizante
que había tomado la cultura occidental durante la Modernidad.
En efecto, Unitarios y Federales representaron a partir de la década del 20 dos realidades totalmente antagónicas. Detrás de los hombres y de las banderas, podemos percibir una “lucha metafísica”[1], de la cual, muchas veces, sus mismos protagonistas no eran del todo conscientes. El General San Martín vio claro el carácter inconciliable de ambos partidos, y sostuvo que uno de los dos “debía desaparecer”. Quiroga levanta la Bandera de la Religión para enfrentar a Rivadavia. Dorrego es fusilado injustamente abrazándose al consuelo que le brindaba la Fe en aquella situación extrema. Rosas promete restablecer el Orden conculcado. En la proclama al asumir su segundo mandato manifiesta:
"Compatriotas:
Ninguno de vosotros desconoce el
cúmulo de males que agobia a nuestra amada patria, y su verdadero origen.
Ninguno ignora que una fracción numerosa de hombres corrompidos, haciendo
alarde de su impiedad, de su avaricia, y de su infidelidad, y poniéndose en
guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe, ha introducido por
todas partes el desorden y la inmoralidad; ha desvirtuado las leyes, y hécholas
insuficientes para nuestro bienestar; ha generalizado los crímenes y garantido
su impunidad; ha devorado la hacienda pública y destruido las fortunas
particulares; ha hecho desaparecer la confianza necesaria en las relaciones
sociales, y obstruido los medios honestos de adquisición; en una palabra, ha
disuelto la sociedad y presentado en triunfo la alevosía y perfidia. La
experiencia de todos los siglos nos enseña que el remedio de estos males no
puede sujetarse a formas, y que su aplicación debe ser pronta y expedita y tan
acomodada a las circunstancias del momento.
Habitantes todos de la ciudad y
campaña: la Divina Providencia nos ha puesto en esta terrible situación para
probar nuestra virtud y constancia; resolvámosnos pues a combatir con denuedo a
esos malvados que han puesto en confusión nuestra tierra; persigamos de muerte
al impío, al sacrílego, al ladrón, al homicida, y sobre todo, al pérfido y
traidor que tenga la osadía de burlarse de nuestra buena fe. Que de esta raza
de monstruos no quede uno entre nosotros, y que su persecución sea tan tenaz y
vigorosa que sirva de terror y espanto a los demás que puedan venir en
adelante. No os arredre ninguna clase [2] de
peligros, ni el temor a errar en los medios que adoptemos para perseguirlos. La
causa que vamos a defender es la de la Religión, la de la justicia y del orden
público; es la causa recomendada por el Todopoderoso. Él dirigirá nuestros
pasos y con su especial protección nuestro triunfo será seguro”.
[1] El historiador mexicano Salvador Borrego tiene una pequeña obrita en
la que analiza los enfrentamientos que dividieron al Mundo Contemporáneo. El
título de la Obra es Batallas Metafísicas.
[2] Con respecto al significado del término “Nación”, Marcos Pinho de Escobar nos ilustra acerca de las dos interpretaciones que se le pueden dar al mismo: “La primera, representada por autores como Johann Gottfried von Herder y Johann Gottlieb Fichte, sostiene que el fenómeno nacional se define por el Volkgeist, el ‘espíritu del pueblo’, único para cada nación y que se transmite de una generación a la siguiente...En tal concepción el hombre se encuentra sólidamente enraizado en el pasado a través de vínculos ‘naturales y orgánicos’...La segunda, abrevando en Jean-Jacques Rousseau y Emmanuel-Joseph Sieyés, surge con la Rvolución de 1789 e introduce la noción contractualista del fenómeno nacional, caracterizado como una asociación libremente establecida mediante contrato celebrado por el pueblo soberano. Concepción eminentemente ideológica, la Nación deja de ser una realidad concreta producto de la Historia para ser fruto de la adhesión voluntaria a los principios establecidos por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”, 153-154. (Perfiles maurrasianos en Oliveira Salazar)
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