En sus “Notas sobre Juan
Manuel de Rosas”, Antonio Caponnetto nos describe al Restaurador como un “Príncipe”
católico, un contrarrevolucionario, un hispanista y un “monarca” sin corona.
Esta caracterización reaccionaria de don Juan Manuel, aparte de ennoblecerlo,
nos permite responder a algunos carlistas que son críticos de todo nuestro
devenir como Nación independiente al que acusan de ser producto del espíritu
revolucionario y de la acción de la anglomasonería. Estos dislates están
ampliamente refutados en la obra a la que estamos haciendo referencia. Allí
queda de manifiesto que la acción de gobierno del Restaurador, así como su
conducta y su forma “mentis”, pueden ser perfectamente encuadradas en una
caracterización tradicionalista.
Un gran carlista, don Juan Vázquez de
Mella, nos enseña:
“La tradición es el progreso hereditario; y
el progreso, si no es hereditario, no es progreso social. Una generación, si es
heredera de las anteriores, que le transmiten por tradición hereditaria lo que
ha recibido, puede recogerla y hacer lo que hacen los buenos herederos:
aumentarla y perfeccionarla, para comunicarla mejor a sus sucesores.”[1]
Esta definición, de acuerdo con lo que
sostuvimos al principio siguiendo al maestro Caponnetto, se corresponde
perfectamente con la figura del ilustre Restaurador. Para comprender cómo se
fue conformando la identidad tradicionalista de don Juan Manuel es necesario
tener en cuenta el desarrollo histórico anterior a su llegada al Gobierno,
desde el comienzo de los hechos revolucionarios del año 10 hasta el
fusilamiento de Dorrego en 1829.
En este período podemos distinguir
claramente tres procesos: la Guerra autonomista que luego se convirtió en
independentista[2]; la
lucha entre Unitarios y Federales a partir de 1820, en la que las políticas
centralistas y anticlericales de los unitarios provocaron una dura reacción en
el Interior y en la misma Buenos Aires, destacándose en dicha reacción el
caudillo riojano Facundo Quiroga. El tercer proceso fue la Guerra con el
Imperio del Brasil, en la que los unitarios se destacaron por su espíritu
entreguista. En los dos últimos procesos se pone de relieve los rasgos
antipopulares, y hasta antipatrióticos, que fue adquiriendo la figura de
Rivadavia, principal referente del Unitarismo porteño. Su acción realmente
sembró el caos. La presencia de Rosas en el poder a partir de los años 30
representará la antítesis del vil mulato, una reafirmación de la Independencia
lograda a costa de tanta sangre, y un enderezamiento de las desviaciones
ideológicas a las que había conducido la acción de Rivadavia.
Decía en el párrafo anterior que en los
años previos a la llegada de Rosas al Gobierno porteño se podían distinguir
tres procesos. Empecemos por el primero. Después de Bayona y la caída de la
Monarquía Española, estos Reinos ligados a la Corona de Castilla caen en una
tremenda orfandad. Ante la falta de poder de jure que se plantea es necesario
constituir un poder de hecho. Es ahí cuando entran en escena las espadas de
figuras como Cornelio Saavedra, primero; y Belgrano y San Martín, luego. Jordan
Bruno Genta nos describe estas instancias:
“Es
la nuestra, desde el principio, la historia de una Nación que fundan,
consolidan y defienden auténticos jefes que deciden militarmente, con carácter
autoritario y antidemocrático, encuadrados siempre en la tradición secular y en
el derecho histórico; pero es también la historia de una infiltración
demagógica, populista y disolvente que desde el 25 de mayo de 1810, trata de adueñarse
de la Revolución y convertirla en el proceso de una democracia liberal, popular
y sufragista, cuyo lema es la trilogía masónica que se declama en las plazas
públicas desde 1789: Libertad, Igualdad, Fraternidad.”[3]
Lamentablemente, como el mismo Genta nos
muestra, paralelamente hubo un sector ilustrado –encarnado en las figuras de
Moreno, Castelli, Monteagudo, Rivadavia (cada uno con sus matices)-, que buscó
responder a la situación de vacío político a partir de las fábulas de la época:
el dogma de la soberanía popular y el mito de la “libertad, igualdad,
fraternidad”; se proponían, en definitiva, crear una nueva Patria –muy distinta
de la “vieja”-, fiel a la cátedra de los Hermanos “Tres puntos”.
La Espada que nos dio soberanía e
independencia, fue tomada por Rosas. Y blandida ante los grandes del mundo,
mereciendo el reconocimiento del General San Martín. En su realismo político no
se apropió de los frutos podridos que Moreno, Castelli, Monteagudo y Rivadavia
sembraron en el proceso revolucionario. Éstos no solo llevaron, cada uno en su
momento, un combate contra el Orden, sino que su acción política –fundada en
tan falsos principios-, sembraron en la naciente República el caos y la
anarquía. Y no sólo esto; sino que ante el desorden que ellos introdujeron, al
plantearse disputas externas –como la Guerra con el Imperio del Brasil-, su
ineficiencia –producto de esa desorganización introducida-, buscó “sacar las
papas del fuego”, a través de políticas entreguistas.
El mal fue respondido por caudillos como
Quiroga o Dorrego. La herencia tradicionalista de tan nobles caudillos será
tomada a partir de los años 30, y hasta su caída, por Juan Manuel de Rosas,
motivo que se condice con el bello título que se le otorgó de Restaurador.
[1] Vázquez de Mella. El Tradicionalismo Español. Ideario social y político. Estudio preliminar, selección y notas de Rafael Gambra, 65-66.
[2] Proceso perfectamente explicado por Enrique Díaz Araujo en los tres tomos de su Mayo revisado, donde demuestra que el inicio del proceso revolucionario fue causado por la crisis del Imperio Español a partir de Bayona –crisis que tenía sus antecedentes, por cierto-. Ante la caída de la Monarquía surge en toda Hispanoamérica el legítimo movimiento autonomista, que las circunstancias convirtieron -después de la vuelta de Fernando VII- en independentista. Lamentablemente, la legítima decisión tomada en 1810 en varios puntos de la América Hispana fue desviado, en muchos casos, por sectores liberales que terminaron llevando el proceso hacia el caos y la anarquía.
[3] Genta, Jordan B. La Masonería en la Historia Argentina, 6-7.
Comentarios
Publicar un comentario