Ha sido parte de
nuestra tradición hispana la preocupación por la belleza y el esplendor del
culto. Mientras
la actual civilización capitalista tiene sus raíces en la búsqueda de la
ganancia personal y la eficiencia, la
hispanidad tuvo como valores esenciales el honor y el servicio. Su Arquetipo
era el mismo Dios, quien de su sobreabundancia derrama bienes sobre bienes. Por
lo tanto, la expresión arquitectónica de las iglesias, universidades y
edificios públicos de aquellos tiempos se caracterizaba por la magnificencia,
el esplendor, y el derroche de adornos, esculturas y pinturas, incorporados a la obra. Por otra
parte, el Supremo Don que hemos recibido de Dios es Él mismo, a través del Sacrificio
de la Cruz. Por este motivo la devoción Eucarística y el culto ligado a la
misma tuvo un gran esplendor en tierras hispanas, manifestado en distintas
formas privadas y públicas de adoración, de procesiones, de celebraciones
esplendorosas de la Semana Santa o del Corpus. Junto a la devoción eucarística
floreció el culto a la Santísima Madre del Redentor. Muchos siglos antes de que
el Supremo Pontífice proclamara el dogma de la Inmaculada Concepción, los
españoles de uno y otro lado del Océano tributaron los honores correspondientes
a tan alta Dignidad de la Madre de Dios. Los franciscanos y los jesuitas fueron
grandes defensores de este privilegio mariano, así como los dominicos
propagaron la devoción al Santo Rosario. En las ciudades americanas no había
familia que no se reuniera a rezarle a la Virgen. Monseñor Bonamín define las
características de la religiosidad barroca hispana: “religiosidad de iglesias y cofradías, de misas y novenarios, de
imágenes y procesiones, de promesas y votos”[1].
Hubo un tiempo en que en estas tierras los hombres se batieron por
defender la belleza y el esplendor que merece el Culto al Señor Sacramentado. Y
allí, acompañando a los bizarros defensores de la Eucaristía, estaba la Madre
del Rosario. Cuenta el Padre Cayetano Bruno que encontrándose Buenos Aires
invadida por los ingleses “había decaído
lastimosamente el culto religioso en el histórico templo (de Santo Domingo) por
la prohibición de exponer el Santísimo durante las funciones de la Cofradía y
efectuar por las calles la procesión acostumbrada con el Señor Sacramentado”. Fue
entonces que aquel bravo caballero que fue don Santiago de Liniers “se acongojó al ver que la función de aquel
día no se hacía con la solemnidad que se acostumbraba. Entonces, conmovido de
su celo pasó de la iglesia a la celda prioral, y encontrándose en ella con el
Reverendo Padre Maestro y Prior fray Gregorio Torres, y el Mayordomo primero,
les aseguró que había hecho voto solemne a Nuestra Señora del Rosario
(ofreciéndole las banderas que tomase a los enemigos) de ir a Montevideo a
tratar con el Señor Gobernador sobre reconquistar esta Ciudad, firmemente
persuadido de que lo lograría bajo tan alta protección”[2].
Obtenida la victoria, el Padre Pantaleón Rivarola canta el heroísmo del
Caudillo defensor del culto eucarístico, y del pueblo que fielmente lo siguió:
“Santísima
Trinidad
una,
indivisible esencia,
desatad
mi torpe labio
y
purificad mi lengua,
para
que al son de mi lira
y sus
mal templadas cuerdas
el
hecho más prodigioso
referir
y cantar pueda
(...)
La muy
noble y leal ciudad
de Buenos Aires, ¡qué pena!
por un
imprevisto acaso
o por
una suerte adversa
del
arrogante britano
se
lloraba prisionera
(...)
¿No hay
alguno que valiente
a
nuestros ecos se mueva
y de
nuestro cautiverio
rompa las
duras cadenas?
(...)
Entonces
nuestro gran Dios,
cuya
omnipotente diestra
a los
soberbios humilla
y a los
humildes eleva,
entonces
compadecido
a
nuestras súplicas tiernas,
suscita
un nuevo Vandoma,
un de
Villars, un Turena,
que
émulo del mismo Marte
sea más
que Marte en la guerra.
Es Don
Santiago de Liniers
y
Bremont; ocioso fuera
de este
ilustre caballero
decir
las brillantes prendas:
su
religión, su piedad,
su
devoción la más tierna
al
Santo Dios escondido
en su
misteriosa apariencia,
en los
templos humillado
lo
declara y manifiesta
(...)
Siente
un fuego que le abrasa
siente
un ardor que le quema,
un celo
que le devora
una
llama que le incendia,
un
furor que le transporta
por el
Dios de cielo y tierra.
Los
espíritus vitales
nuevo
ardor dan a sus venas
y allí
mismo se resuelve
a
conquistar la tierra,
para
que el Dios de la gloria,
Señor
de toda grandeza,
sea
adorado como antes
descubierto
y sin la pena
de verle expuesto al desprecio
de
gente insana y soberbia
(...)
Los
valientes voluntarios
dejando
sus conveniencias
con
valor inimitable
se
alistan para la empresa,
sin
escuchar los gemidos
y
lágrimas las más tiernas
de sus
amadas esposas,
hijos,
y otras caras prendas,
llevando
solo en sus pechos
el
honor que los alienta
por su
Dios y por su Rey.
¡Oh! acción
gloriosa, ¡oh grandeza!”
(Romance Heroico)
Pidámosle a la Virgen del Rosario, que en estos días se manifiesta junto
a las riberas del Paraná, nos dé un poquito del fuego que ardía en aquellos
pechos celosos del esplendor debido a la Majestad del Señor Sacramentado.
[1] Bonamín, Victorio. El
claroscuro de la religiosidad argentina.
[2] Bruno, Cayetano. La Virgen Generala.
Un hallazgo para mi. Muchas gracias por publicarlo. Lo compartiré, con su licencia en el grupo SHM Historia de las Guerras Argentinas. Felicitaciones por este Blog restaurador de la Patria.
ResponderBorrar👍👍👍👍👍👍👍👍👍👍👍
ResponderBorrar